El día que Tokio fue arrasada por el bombardeo más destructivo de la historia: temperaturas infernales y más de cien mil muertos
El 9 de marzo de 1945, hace 79 años, la capital del Imperio Japonés fue atacada por la Fuerza Aérea de Estados Unidos. Lanzaron bombas de napalm de combustión interna sobre casas que eran de madera y papel. El hecho quedó casi olvidado por las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki
Fue un desastre: la mayor parte de las casas de la capital japonesa eran de madera y papel porque estaban preparadas para soportar terremotos, no bombardeos. Los japoneses temían al subsuelo, no a las alturas. Pero Tokio ya era un objetivo militar para los americanos desde el 24 de noviembre de 1944, cuando ciento diez B-29 despegaron desde la isla de Saipán para destruir la fábrica militar de aviones Nakajima, que producía la mayor parte de las aeronaves de la fuerza imperial. La incursión fracasó, o tuvo un éxito muy parcial, porque los aviones y sus proyectiles fueron arrastrados por un fuerte viento sub estratosférico: sólo el diez por ciento de las bombas dieron en el blanco.
El bombardeo a Tokio de 1945, incluso su eventual destrucción, tenía otra intención: acortar la guerra. En marzo de ese año el conflicto bélico en Europa llegaba a su fin: faltaban dos meses para que el Ejército Rojo ocupara la Cancillería del Reich cuando todavía los restos de Adolf Hitler y de su mujer, Eva Braun, que se habían suicidado el 30 de abril, humeaban aún en una fosa abierta en los jardines del palacio. Europa era de los aliados, el Reich estaba en ruinas, Italia, que se había unido a Alemania en la aventura de la guerra, también estaba en manos aliadas. Incluso para Japón la guerra estaba perdida. Pero Japón resistía. Había decidido plantarse hasta el final, antes que aceptar el deshonor de una derrota. Estrategia o delirio místico, los señores de la guerra japoneses parecían pretender forzar una invasión estadounidense a su territorio, tal vez una fuerza conjunta con Gran Bretaña, para pelear hasta el último hombre. Estados Unidos había calculado el costo en vidas de aquel escenario: cerca de un millón de soldados americanos iban a morir en aquella última batalla de la guerra.
Para evitar pagar ese precio, el Pentágono tomó dos decisiones: impulsar en lo posible los tramos finales de la fabricación de la bomba atómica, que estaba en pleno desarrollo en Los Álamos, Nuevo México, con Robert Oppenheimer a la cabeza. Esa arma mortal, pensada para ser descargada en la Alemania de Hitler, tenía que ser lanzada ahora sobre Japón para poner fin a la guerra. Pese al impulso, la primera prueba exitosa de la bomba se realizó el 16 de julio de 1945, cuatro meses después del masivo bombardeo a Tokio. La segunda decisión del Pentágono fue impulsar, también si eso era posible, la rendición de Japón con el bombardeo de sus ciudades más importantes, entre las que figuraba como principal objetivo su capital.
Los japoneses habían perdido ya los territorios conquistados después del ataque a Pearl Harbor en diciembre de 1941: las islas del Pacífico Sur, donde había ondeado la bandera imperial, habían pasado en su mayoría a manos estadounidenses. Esas islas eran ahora como portaaviones que permitían a los bombarderos estadounidenses llegar a Tokio con mayor rapidez. Para los aviones americanos, el drama no era llegar a Tokio: era volver al punto de partida. A inicios de la guerra, la autonomía de sus bombarderos no daba siquiera para regresar a las islas de donde habían partido, ni mucho menos para retornar a los portaaviones fondeados en alta mar. Los americanos lo sabían desde siempre y lo habían padecido. En abril de 1942 habían diseñado una misión casi suicida para bombardear Tokio, Yokohama y otras ciudades japonesas de importancia. Tan loca era la misión, que sólo aceptaron que tomaran parte de ella pilotos voluntarios, al mando del teniente coronel James E. Doolittle. Esa vez, el bombardeo a Tokio tenía otro sentido: dar una respuesta al ataque japonés a Pearl Harbor de cuatro meses antes.
El 18 de abril despegaron de cuatro portaaviones, dispuestos a volar cuatro mil kilómetros, dieciséis bombarderos B-25, más chicos y livianos que los B-29, que todavía no habían hecho su primer vuelo de prueba. Iban ligeros de peso, sin torretas de artillería, sin ametralladora de cola y con un tanque extra de doscientos veintisiete litros de combustible. Volverían los que pudieran. El resto debía aterrizar en China, en la URSS, lanzarse en paracaídas o resignarse a ser capturados por los japoneses. Iban equipados con tres bombas y una incendiaria de doscientos veinticinco kilos. Diez aviones se dirigieron a Tokio, dos a Yokohama, dos a Nagoya, uno a Kobe y el restante a Yokosuka.
Hicieron poco daño, destruyeron instalaciones militares, alguna fábrica de armas, dañaron plantas químicas y metalúrgicas: no fue gran cosa. Pero el golpe de efecto fue sensacional. Tres miembros de la expedición murieron al arrojarse de sus aviones; ocho fueron capturados por los japoneses (dos fueron ejecutados y un tercero murió en cautiverio; los cinco restantes, fueron rescatados luego de la rendición); uno de los aparatos aterrizó en la URSS, en Vladivostok. Los rusos, que todavía no estaban en guerra con Japón, retuvieron a los tripulantes por trece meses y luego les organizaron un “escape” a Irán, desde donde regresaron a Estados Unidos.
Ahora, en marzo de 1945, la realidad era muy diferente. Tokio estaba al alcance de la mano de los aviones americanos; no era un paseo, pero era más sencillo ir, soltar las bombas y regresar. Y Estados Unidos no buscaba devolver el golpe recibido en Pearl Harbor, sino forzar la rendición de Japón o destruir al imperio japonés. Era estrategia y escarmiento. El gigantesco bombardeo de Tokio no hubiese sido posible de no haber existido un cambio de mandos en el XXI Comando de Bombardeo de la Fuerza Aérea americana. En febrero de 1945 fue nombrado comandante el general Curtis Le May, quien era conocido como Curtis “Bomb away” Le May por su facilidad y hábito de ordenar bombardeos masivos. Era un joven general de treinta y ocho años, de una personalidad estricta y castrense, calculador, pragmático y agresivo, que odiaba la cobardía en la batalla y sólo ansiaba la destrucción total del enemigo. Muchos años después, en 1962, cuando la crisis de los misiles soviéticos en Cuba, estuvo de acuerdo con “borrar a la isla del mapa” aún a sabiendas de que un ataque masivo de Estados Unidos a Cuba no impediría antes del holocausto el lanzamiento de proyectiles atómicos contra Estados Unidos por parte de los cubanos y de los rusos que los apañaban.
Le May fue decisivo en la planificación de los raids aéreos contra Japón a cargo de los ahora sí operativos B-29, llamados también por su diseño, resistencia y capacidad de fuego “fortalezas volantes”. A inicios de 1945 la base de operaciones aéreas estadounidenses se trasladó a las islas Marianas del Norte y, en marzo y abril, a la isla de Guam. Le May halló rápida solución al drama de las bombas lanzadas desde gran altura desviadas por los vientos de la tropósfera, la capa de la atmósfera terrestre en contacto con la superficie de la Tierra. Decidió que sus B-29 volaran bajo, muy bajo y por las noches, sobre las ciudades japonesas. Los riesgos para las tripulaciones eran mayores, pero la efectividad del bombardeo era extraordinaria. Esa fue la clave de la “Operation Meetinghouse”, el nombre clave del bombardeo a Tokio que, de alguna forma, tomaba prestada de la Real Fuerza Aérea británica la modalidad de bombardeos masivos que habían asolado las ciudades alemanas.
Estados Unidos lanzó el primer ataque de ese tipo sobre Tokio el 24 de febrero de 1945, cuando ciento setenta y cuatro B-29 dejaron caer una gran cantidad de bombas incendiarias que destruyeron aproximadamente tres kilómetros cuadrados de la ciudad. El 4 de marzo, otros ciento cincuenta y nueve “fortalezas volantes” atacaron de nuevo el área urbana. Fueron bombardeos exitosos que apuntalaron el gran ataque posterior. La noche del 9 al 10 de marzo de 1945, trescientos treinta y cuatro bombarderos B-29, lanzados en oleadas sobre la capital de Japón, arrojaron mil setecientas toneladas de napalm M69 y provocaron un incendio tan grande que, en su epicentro, la atmósfera alcanzó una temperatura de 980 grados centígrados, destruyó cuarenta y un kilómetros cuadrados, la cuarta parte de la ciudad, mató a más de cien mil personas y obligó al desplazamiento de más de un millón de habitantes. Un médico japonés recordó luego: “En el negro río Sumida los cuerpos flotaban por centenares, vestidos, desnudos, todo negro como el carbón. Era irreal”. Habían hervido las aguas de ríos, canales y arroyos, se habían fundido los cristales de las ventanas, el fuego había volatilizado las casas de madera y papel, doscientos sesenta mil hogares se habían convertido en cenizas y muchos de los más de cien mil muertos también se habían fundido y habían dejado la huella de sus cuerpos en el asfalto y en el cemento.
Le May, que había despedido a sus pilotos con una bravata: “Van a lanzar los fuegos artificiales más grandes que los japoneses hayan visto”, recibió luego a las tripulaciones con una lúgubre jactancia: “Los hemos tostado y horneado hasta la muerte”.
Cinco meses después, el 6 y el 9 de agosto, llegaron las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. El terror de la nueva arma mortal dejó en el olvido el más mortífero bombardeo a Tokio. Por fin, días después del estallido atómico, el 15 de agosto, y cuando todavía humeaban las ruinas de las dos ciudades, Japón aceptó la rendición incondicional. La firmó a bordo del acorazado Missouri, anclado en la Bahía de Tokio, el 2 de septiembre de 1945.
Ahora sí, el gran drama de la Segunda Guerra mundial había terminado para siempre.