Xinjiang: la región donde la masacre de los uigures y la represión del régimen chino dejaron un imperante silencio
En el lugar se encontraron campos de detención y reeducación con cámaras y alambrados que parecían seguir activos y dan cuenta de las violaciones de los derechos por parte del régimen de Beijing
Sin embargo, desde 2017 estas medidas sólo se han intensificado y el régimen ha incorporado nuevas herramientas para su persecución.
Informes elaborados por Occidente, basados en interpretaciones de documentos oficiales chinos, testigos de presuntas víctimas y extrapolaciones estadísticas, dieron cuenta de esta represión y de la existencia de “campos” de reeducación política por donde pasaron obligados al menos un millón de personas.
Allí había miradores, cámaras de seguridad y altos muros protegidos por alambrados.
Estados Unidos calificó estas prácticas de “genocidio” mientras que la ONU las consideró posibles crímenes de lesa humanidad.
Como suele ocurrir, las autoridades chinas negaron estas denuncias así como la existencia de las instalaciones pero, ante la evidencia irrefutable, acabaron por reconocer que se trataba de “centros de formación profesional” con los que buscaban alejar a las personas de la radicalización.
Asimismo, en 2019 anunciaron el cierre de todos estos establecimientos y dijeron que todas las personas que se encontraban allí al momento se habían “graduado” y eran libres.
A continuación, Beijing intentó correr el foco de la polémica y centró la narrativa sobre Xinjiang en su desarrollo dado que, durante años, fue una región aislada de las transformaciones del país.
La mayoría de los detenidos “consiguieron empleo estable y mejoraron su calidad de vida”, aseguró la diplomacia china.
Sin embargo, la realidad en las calles es completamente distinta.
En Xinjiang muchos aún permanecen desaparecidos y periodistas e investigadores constataron que los centros de detención parecían seguir operativos. Sostienen que se trataría, entonces, de algún tipo de evolución en sus métodos represivos, que se centran ahora en el trabajo forzado y duras penas.
En julio, un grupo de periodistas de la agencia AFP visitó cuatro aldeas de mayoría uigur en busca de respuestas.
Datos oficiales difundidos por el académico alemán Adrian Zenz mostraron que las tasas de detención de la población local son especialmente elevadas con hasta la mitad de los habitantes adultos encarcelados.
Una de estas personas es Abduqahar Ebeydulla, un imán de 40 años que fue detenido en 2016 y, durante años, no se supo nada de él. Sólo recientemente su familia conoció su situación: había sido condenado y encarcelado.
Si bien sus allegados en el lugar se negaron a dar declaraciones -por el contrario, tomaron sus herramientas agrícolas y agitándolas con violencia, instaron a los reporteros a retirarse- un grupo de parientes que viven en el extranjero sí se prestó para brindarles más precisiones del caso.
Según comentaron, el hombre había recibido a finales de 2016 la orden de regresar a su Yarkant natal para lo que parecía ser un interrogatorio rutinario. Fue entonces que dejaron de recibir noticias de él hasta conocer, mucho más tarde, que había sido condenado a 15 años de cárcel.
Se lo acusaba de delitos de tipo “religioso”, aunque sin ninguna explicación oficial de las autoridades. Inclusive, desde las oficinas gubernamentales municipales se negaron a brindar cualquier tipo de información sobre Ebeydulla.
Más tarde, su esposa también fue detenida y sus cuatro hijos quedaron bajo custodia estatal. Años después, una vez en libertad, la mujer pudo reunirse con ellos y recibió un permiso para visitar a su marido en una cárcel a mil kilómetros de su hogar.
Su caso fue tan polémico que captó la atención de Amnistía Internacional y de varios uigures que residen fuera de China.
Abduqahar “nunca hizo nada malo, nada ilegal”, dijeron desde su entorno. Es “de trato fácil y respetuoso con los otros, nunca ha hecho daño a nadie”, agregaron.
Pero, lamentablemente, este es tan sólo uno de los miles de casos del estilo en la comunidad y de los pocos que cobraron relevancia. Tal es la magnitud de la represión china allí que, al morir, la madre de Abduqahar debió ser enterrada en su jardín porque no habían suficientes hombres en la localidad que pudieran cargar el féretro hasta el cementerio; estaban todos detenidos.
Los periodistas continuaron su recorrido hacia otras aldeas durante su visita a Xinjiang, como Yarkant, donde Zenz pudo corroborar elevados niveles de detenciones en la población local. Allí reinaban las casas cerradas con candados y el silencio sepulcral.
Al recorrer las calles, la AFP fue seguida por hasta cinco vehículos sin matrículas y obstruidos por una docena de uigures, con palas y otras herramientas. Los hombres ordenaban a los aldeanos regresar a sus casas y hasta los encerraban en sus hogares para evitar que entraran en contacto con el periodista.
La situación en Aral Mehelle no fue distinta. Allí el jefe del comité local participó en primera persona de estas maniobras con las que buscaban impedir el trabajo y que huyó al ser confrontado.
China niega la persecución contra los uigures. También invita a los periodistas extranjeros a visitar Xinjiang y reportar sobre la situación allí. Pero las imágenes y el silencio hablan por sí solas y bastan para derribar esta narrativa.