La cumbre de la OTAN y los recuerdos de Bucarest
Una posible admisión de Kiev a la alianza no es una novedad. Desde hace por lo menos tres lustros el tema ocupa gran parte del debate en el hemisferio norte
Si bien renovaron su apoyo y asistencia a Kiev y formularon una declaración sobre “el futuro de Ucrania en la OTAN”, la misma fue observada como una manifestación suficientemente ambigua para los incesantes requerimientos del presidente Volodimir Zelensky.
Naturalmente, la ambición ucraniana volvió a dominar la agenda de la cumbre en la capital lituana y obligó a los principales actores -Estados Unidos y Alemania especialmente- a ejercer una diplomacia prudente tendiente a procurar evitar un mayor enfrentamiento con la Federación Rusa.
En especial atento a que una adhesión ucraniana inmediatamente implicaría que la propia OTAN quedaría involucrada en una abierta guerra con Rusia, a partir de las disposiciones del artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte que establece la defensa colectiva de sus miembros.
Pero una posible admisión de Ucrania en la OTAN no es en rigor una novedad. Desde hace por lo menos tres lustros el tema ocupa gran parte del debate en torno al rol de la alianza atlántica.
Para comprender este devenir conviene evocar lo sucedido en la cumbre que tuvo lugar en abril de 2008 en Bucarest (Rumania), en tiempos en que la propia Rusia era invitada a las reuniones de la alianza. Y en la que las potencias occidentales parecieron estimular a Georgia y a Ucrania con una posible membresía, lo que obviamente fue interpretado por Rusia como una amenaza a sus intereses de seguridad.
Fue entonces cuando, acaso sin advertir los riesgos de sus expresiones, los líderes occidentales parecieron desconocer las posibles consecuencias de las conversaciones que tuvieron lugar en aquella cumbre. Ni siquiera cuando Vladimir Putin -en ejercicio de una sinceridad brutal- le dijo al presidente George W. Bush que para los rusos, Ucrania “ni siquiera es un país”.
La cumbre de Bucarest de 2008 sería tan solo el primer acto de un conflicto que hoy parece olvidado. Porque una tragedia esperaba a Georgia. Dado que apenas meses más tarde, quizás envalentonado por los sueños de convertirse en miembro de la OTAN, el presidente georgiano Mikheil Saakashvili ordenó a su ejército recuperar Ossetia del Sur y Abjasia, regiones ocupadas por independentistas fomentados por el Kremlin.
Los hechos se desatarían en circunstancias especiales. Porque en ese mismo momento (7-8 de agosto de 2008), al otro lado del mundo, tanto Putin como Bush compartían la platea en la inauguración de los Juegos Olímpicos de Beijing. Desde China, Bush expresó su “profunda preocupación” por la escalada de la violencia en el Cáucaso.
El Washington Post sostuvo que el conflicto había “tomado por sorpresa” a la Administración. El New York Times fue aún más duro cuando publicó una foto del mandatario sonriendo junto a Putin en la apertura de los Juegos.
Días después, Bush dijo que “el acoso y la intimidación no son formas aceptables para conducir la política exterior en el siglo XXI” y optó por cuestionar a Moscú y respaldar a Tbilisi. Pero el apoyo pareció agotarse en el plano retórico. Determinando que la guerra se resolviera en apenas cinco días.
La brevedad de la guerra no ocultó sus consecuencias dramáticas. La misma constituyó una catástrofe para Georgia. El reconocido Edward Lucas -entonces editor del Financial Times y habitualmente muy crítico del Kremlin- escribió en su “The New Cold War” que la crisis había demostrado “la superioridad de los dirigentes rusos en los juegos políticos frente a sus pares occidentales”.
Lucas sostuvo que Occidente había sido “tontamente persuadido a “bajar la guardia” cuando “el Fin de la Historia” había sido anunciado dos décadas antes y recordó que Rusia nunca había abandonado su percepción del derecho de controlar su “extranjero cercano” (Near Abroad)”.
Pero la tragedia georgiana sería tan solo la antesala de las desgracias que se propagarían en los años que siguieron. Y las que probablemente sigan desarrollándose. Porque en rigor la disrupción del sistema internacional de nuestros días se asienta sobre la peligrosa premisa de la inconformidad de uno de los actores fundamentales sobre la legitimidad del orden global vigente.
Un punto de partida que debe situarse en el fin de la Guerra Fría y en la convicción rusa sobre las “promesas incumplidas” que los EEUU habrían formulado entonces. Condensadas en las palabras de James Baker, a la sazón secretario de Estado de George Bush (padre), quien le aseguró a Mikjail Gorbachov en febrero de 1990 que si aceptaba la unificación alemana, ello no supondría una expansión de la jurisdicción de la OTAN en un solo paso hacia el Este”. Extremo que, como es sabido, terminaría perfeccionándose años más tarde, durante los gobiernos de Clinton y Bush hijo.
Una Rusia revisionista parece revivir sus más primitivos instintos de recelo frente a Occidente. Ese espejo que desde tiempos inmemoriales les ofrece una fuente simultánea de admiración y rencor. Al punto de haberse convertido en una enorme paradoja de la Historia moderna. Porque en verdad, tal como advirtió Henry Kissinger, en los últimos cuatro siglos, Rusia ha sido sucesivamente tanto un factor de disrupción como de estabilidad de Europa.
Asentada sobre una inmensa planicie, virtualmente privada de fronteras naturales decisivas, desde el mismo origen de su experiencia como estado Rusia buscó expandirse hacia todas las latitudes. De pronto en búsqueda de seguridad, construyendo a su alrededor sucesivos anillos de protección.
Alcanzarían su mayor punto de expansión después de la Segunda Guerra Mundial, o “La gran guerra patriótica”, de acuerdo a la narrativa rusa. La que sería seguida de una serie de arreglos diplomáticos en los que conseguiría expandirse a través de esa geografía clave que es Europa del Este. La que separa a Occidente de Rusia, y que constituye el espacio destinado a la ancestral competencia estratégica de las grandes potencias. El que sería oportuna y magistralmente descripto hace más de cien años por Halford J. Mackinder, en “The Geographical Pivot of History” (1904).
Son estas claves históricas las que permiten comprender las razones profundas de la disputa acaso sin fin que enfrenta a los EEUU con Rusia. Con el agravante para los intereses del mundo libre de haber provocado el corolario de una alianza entre Moscú y Beijing.
El conflicto de nuestros días es, en rigor, tan antiguo como virtualmente interminable. Toda vez que se apoya en las nociones de pronto inmodificables de la geografía y la Historia. Al punto de revitalizar antiguas enseñanzas.
Como las ofrecidas en su día por el legendario embajador George Kennan, autor de la doctrina de la contención de la Unión Soviética. Quien explicó en su Long Telegram de 1946 la idea de que, para los ojos del Kremlin, en la frontera solo pueden divisarse enemigos o vasallos. Y que, por lo tanto, si no se quiere ser lo uno, había que prepararse para ser lo otro.