“Sin la sombra de las torres”, de Art Spiegelman: cuando el terror llegó al cómic
El creador de “Maus” vivía cerca del World Trade Center y acababa de salir de su casa cuando escuchó el impacto del primer avión contra la torre norte. El trauma de ese día —su hija estaba en una escuela en la zona del atentado— y los que siguieron, para él, para la ciudad y para el país, alumbró esta obra
Mouly comenzó a gritar el nombre de la hija mayor, lo tomó de la mano y lo arrastró corriendo el kilómetro y medio que los separaba de la torre norte humeante del World Trade Center, porque demasiado cerca de allí estaba el edificio de la escuela secundaria Stuyvesant, donde estudiaba la adolescente, Nadja. Mientras corrían, el segundo avión secuestrado se estrelló contra la torre sur.
La escuela era un caos. Algunos chicos sabían, otros no, pero en la puerta se habían juntado otros padres angustiados como ellos. Les llevaron una Nadia, pero no su Nadja; minutos después, cuando al fin apareció, la muchacha no parecía asustada. Hasta que los vio. Entonces le explicaron: el corte de luz, el temblor que habían sentido, había sido la torre sur, la primera en venirse abajo.
Estaban a cuatro cuadras cuando vieron caer la norte. “La imagen central de mi mañana del 11 de septiembre —una que no fue metida en la memoria pública mediante fotos o videos, pero que aun años más tarde continúa grabada en el interior de mis párpados— fue la de los huesos encendidos, amenazantes, de la torre norte justo antes de que se evaporase”, escribió Spiegelman en los años que siguieron hasta la publicación de In The Shadow of No Towers, en 2004.
Muchas veces trató de recrear ese fulgor, y ninguna le gustó; por fin logró una aproximación a su recuerdo de la desintegración gracias a recursos digitales de dibujo. “Llegué a ubicar algunas secuencias de mis recuerdos más vívidos alrededor de esa imagen central, pero nunca logré dibujar otras”. Por ejemplo, los centenares de carteles hechos a mano con fotos de personas que no regresaron a sus casas; o Manhattan aislada, con los puentes y los túneles cerrados.
Mientras corrían, Mouly tuvo la impresión —recordó por el vigésimo aniversario, en The New Yorker— de que “un agujero negro parecía tragarse todo aquello que había dado base a la realidad hasta ese momento”. En ese vacío tenía que crear una tapa para el número especial de la revista, le dijeron.
“La única solución adecuada parecía ser no publicar ninguna imagen de tapa: una portada completamente negra”, contó a The Guardian. “Entonces Art sugirió que agregase las siluetas de las dos torres, negro sobre negro. Así fue como desde la idea de ninguna tapa salió una imagen perfecta, que expresaba algo sobre la insoportable pérdida de vidas, la ausencia súbita en nuestro horizonte, el desgarro abrupto en el tejido de la realidad”.
Esa representación se quedó dando vueltas en la cabeza de Spiegelman; le gustó —dijo a NPR— cómo había impactado en el público del semanario. “Justificaste 50 años de modernismo”, le había escrito alguien.
Tiempo después, cuando empezó a llevar una suerte de registro desordenado de sus emociones —”mis tiras son ahora un diario en cámara lenta de lo que viví mientras buscaba alguna clase de ecuanimidad provisional”, escribió—, terminaría por alumbrar una de las ideas centrales del libro que sería su primer proyecto grande en los 10 años que habían pasado desde Maus II.
La silueta de los edificios se ve, negro sobre negro, en la tapa; también en los detalles interiores se repite el juego, para mostrar cuerpos que caen. Son personajes de las tiras cómicas estadounidenses de comienzos del siglo XX: Little Nemo, de Winsor McCay; Bringing Up Father, de George McManus; Der Katzenjammer Kids, de Rudolph Dirks; The Upside Donws, de Gustave Verbeck. Reaparecen en los grandes paneles que componen cada página, trasladados a 2001.
“Antes del 11 de septiembre mis traumas eran todos más o menos autoinfligidos”, escribió en el ensayo que abre el libro, con su sarcasmo habitual, pero correr de la nube tóxica que momentos antes había sido la torre norte del World Trade Center me dejó tambaleando en esa falla geológica donde la Historia del Mundo y la Historia Individual se chocan: la intersección sobre la cual me habían alertado mis padres, sobrevivientes de Auschwitz, cuando me enseñaron que debía tener siempre la maleta hecha”.
De allí había salido Maus, publicada en fragmentos desde 1980 y como libro en 1986, seguido por una segunda parte en 1991 que la convirtió en la primera (y hasta ahora, única) novela gráfica que ganó un premio Pulitzer. La historia es a la vez una memoria de familia y un documento histórico sobre el ascenso del nazismo y los campos de concentración y exterminio; la pesquisa de un hijo que quiere entender el suicidio de su madre y una reflexión sobre por qué el sufrimiento de atrocidades no convierte a nadie en mejor persona.
Maus está ambientada en la década de 1970 en Nueva York, donde el joven Spiegelman trata de entrevistar a su padre, el desagradable y quejoso Vladek, sobre su vida en Europa, la persecución, Auschwitz y la emigración. Ambos tienen cabeza de ratones; los polacos de la novela lucen como cerdos y los alemanes, como gatos. Padre e hijo no se soportan: Vladek ve a Art como un fracaso; Art no puede estar con Vladek más que unos minutos sin sentirse agobiado de angustia. Sólo los une el pasado, del que uno quiere hablar y sobre el cual el otro quiere escuchar, aunque ambos con reticencia.
Los ratones de Maus reaparecen en Sin la sombra de las torres. “Fue una manera de representarme cuando ni siquiera podía ver claramente mi propia imagen en el espejo”, escribió el artista. Su ser ratón comenta, por ejemplo: “Recuerdo a mi padre tratando de describir a qué olía el humo en Auschwitz. Lo más cerca que llegó fue a decirme que era indescriptible. Exactamente así olía el aire en Lower Manhattan luego del 11 de septiembre”.
Spiegelman contó el trauma inmediato, como la manera en que naturalizó tener una barricada policial en la calle 14 a la cual mostrarle un permiso para llegar a su casa, cada día, y también los impactos más profundos, como haber descubierto “lo profundo de mi afecto por el barrio caótico al que honestamente puedo llamar mi hogar”. Si bien su primer instinto fue ir con su familia a cualquier parte, la reacción que le siguió fue la opuesta:
No me podía imaginar que abandonaría mi ciudad por la seguridad de, digamos, el sur de Francia, para luego abrir el Herald Tribune en algún café y leer que Nueva York se había convertido en basura radioactiva.
Comprendió —dijo luego en el auditorio de la universidad The New School, donde presentó el libro en 2004— “por qué algunos judíos no abandonaron Berlín tras la Noche de los Cristales Rotos”.
Si bien había advertido el uso político que de inmediato se dio a los hechos —tanto que confesó su inclinación por muchas teorías conspirativas sobre el gobierno de George W. Bush y Dick Cheney, y su fastidio cuando en la escuela sustituta a su hija le pidieron que fuera vestida de rojo, azul y blanco—, se sorprendió de que “los secuestros del 11 de septiembre fueran a su vez secuestrados por la camarilla de Bush, que lo redujo a un afiche de reclutamiento para la guerra”.
Con la invasión a Irak y leyes como la de Seguridad Nacional, “nuevos traumas comenzaron a competir con las heridas aún frescas”. Se convenció de volver a hacer comix —como se distingue a los comics para adultos— “a tiempo completo a pesar de que los comix son tan jodidamente laboriosos que uno debe suponer que vivirá eternamente para poder hacerlos”.
No por eso dejó sus otras tareas —la revista Raw y la editorial para niños Little Lit, ambos proyectos con Mouly— pero sí renunció a hacer las tapas de The New Yorker. Le molestaba lo que denominó “el conformismo ampliamente extendido entre los medios masivos durante la era Bush”. Comenzó a pensar en unas viñetas tan alejadas de eso que, cuando ya las tuvo en marcha, la revista las rechazó.
Como muchas otras publicaciones de los Estados Unidos. Por no decir todas: la única que lo aceptó fue The Forward, heredero del medio en yiddish donde publicaba Isaac Bashevis Singer. En Europa lo publicaron Die Zeit, Courrier International, The Independent y The London Review of Books.
“Entre 2002 y 2003 pensó una serie de 10 páginas de gran escala sobre el 11 de septiembre y sus consecuencias”, describió el proceso creativo. Quería que fueran publicaciones semanales, pero cada una le llevaba más de un mes. Entonces le ofrecieron colaborar con el periódico alemán, cuya edición en papel usa páginas de gran formato a color. Escribió:
Parecían perfectas para rascacielos enormes y eventos descomunales, y la idea de trabajar en unidades de solo una página se correspondían con mi convicción existencial de que no viviría lo suficiente para verlas publicadas. Quería distinguir entre los fragmentos de aquello que yo había vivido y las imágenes de los medios que amenazaban con devorar lo que realmente yo había observado, y la naturaleza como de collage de una página de periódico alentó mi impulso a yuxtaponer mis pensamientos fragmentarios en estilos diferentes.
Los cuatro primeros paneles tratan sobre los atentados directamente. En el primero se ve a una familia el 10 de septiembre: el padre (cerveza en mano), la madre, la hija y el gato miran televisión. El 11, la misma familia, en la misma posición, pero los ojos abiertos de espanto y el pelo electrizado. El 12, la misma familia, nuevamente narcotizada por la tele aunque todavía con el pelo enloquecido, con el agregado patriótico de una bandera.
A los costados de esos paneles, la silueta encendida de la torre que Spiegelman vio caer se repite en las diez ilustraciones que componen el libro. Spiegelman retoma personajes antiguos de historietas y también chistes viejos, como el del borracho que llega a su casa del bar y se quita un zapato con estrépito, pero piensa en los vecinos y apoya el otro suavemente: nadie más puede dormir en el edificio porque falta el golpe de un zapato.
Sin la sombra de las torres muestra a una multitud espantada que corre entre rascacielos mientras un gigantesco zapato con una mecha de explosivo encendida, cae sobre ellos. “Esperando que caiga el otro zapato”, se titula el cuadro, y tiene como único texto: “¡Nuevo! ¡Perfeccionado! Jihad, calzado de marca. Materiales hechos a mano. (Sólo números extra grandes.) ¡En los negocios finos de su barrio!”.
Spiegelman se dibuja a sí mismo cayendo de una torre en una secuencia de cinco imágenes, pero en el piso se ve a un hombre sin techo; un cuadro anticipa el mundo polarizado de hoy con su alerta sobre los estados desunidos entre republicanos y demócratas; otro muestra al dibujante-ratón atrapado entre Osama bin Laden, con una cimitarra sangrante, y Bush, con un arma de fuego: “Igualmente aterrorizado por Al Qaeda y por su propio gobierno, nuestro héroe se puso a mirar viejas tiras cómicas en vez de trabajar”, se lee.
El atentado reaparece como un estribillo, aquí y allá, a medida que Spiegelman avanza hacia el climax político de su trabajo: “Cuando los aviones chocaron contra las torres ¡fui arrojado a alguna realidad alternativa donde George W. Bush era presidente!”.
Spiegelman rara vez es tibio en sus opiniones, y las críticas por su anti-bushismo en plena invasión de Irak se sumaron a su larga historia de polémicas. Una tapa de The New Yorker para San Valentín de 1993 mostraba a un jasídico –sombrero, barba, peyes– en un beso apasionado con una afrocaribeña, en un momento en el cual esas comunidades estaban en conflicto en la ciudad de Nueva York. “No podía entender por qué los afrocaribeños se ofendieron. Pensé que quizá no le querían dejar a los jasídicos el monopolio de la ofensa”, ironizó al recordarlo a Los Angeles Review of Books (LARB). “Pensé que todos debían besarse y reconciliarse. No esperaba controversia”.
Cuando fue la masacre en la escuela secundaria Columbine, dibujó un bus escolar amarillo del que bajaban niños armados. Para un 4 de julio, la Independencia de los Estados Unidos, dibujó la bomba atómica. En 1999, poco después de que cuatro oficiales del Departamento de Policía Nueva York (NYPD) mataran de 41 tiros a un inmigrante de Guinea, Amadou Diallo, desarmado, dibujó a un policía en un juego de tiro al blanco que ofrecía “41 tiros a 10 centavos”.
Días después 250 agentes de NYPD hicieron un piquete frente a las oficinas de The New Yorker y un editorial racista de New York Post le recomendó que cuando necesitara protección llamara “a Al Sharpton en lugar de al 911″ y lo insultó. “Me sentí muy orgulloso de esa tapa”, dijo al LARB. “La historia de Amadou Diallo había salido en las noticias, pero se consideraba de interés para la gente negra. Sale esta tapa y de pronto se volvió súper chic ir al ayuntamiento a protestar por Diallo. Estuvo Susan Sarandon y mucha otra gente, se convirtió en algo de toda la ciudad”.
—Y hubo otra polémica, por un dibujo suyo en The Nation —siguió LARB.
—Sí, en 2014, cuando Israel estaba en guerra con los palestinos en Gaza.
Spiegelman dice no ser pro ni anti sionista, sino más bien un agnóstico que se sentiría “a favor de una solución de un estado si así fuera, o una solución de dos estados si en cambio fuera así, pero no me gusta una solución donde un estado ocupa a otro”. Y en esa ilustración de 2012, que ninguna publicación aceptó, excepto The Nation, hizo un collage con una ilustración de historias de la Biblia de la década de 1930. Contó:
Goliat se acercaba desde el horizonte hacia un pequeño David, que estaba en primer plano con una honda. Y descubrí que, si recortaba a Goliat y lo ponía al lado de David, eran del mismo tamaño. Es una vieja ilusión óptica que tiene que ver con las líneas de perspectiva y una escala que se hace más pequeña. Así que el epígrafe decía: “Perspectiva en Gaza: La ilusión de David y Goliat”. Me pareció una instantánea útil de la realidad, una imagen que ayuda a entender los acontecimientos desde una perspectiva diferente.
Su esposa puso la imagen en la página de autor que Spiegelman tiene en Facebook. “Recibí muchos likes y me entusiasmé, y entonces miré a los comentarios. Resulta que like significa ‘te vamos a matar allí donde te encontremos, hijo de puta’”, cerró la historia.
Al año siguiente, luego de la masacre en la redacción de Charlie Hebdo, el sangriento atentado en París, a Spiegelman le molestó que un grupo de escritores del PEN Club boicoteara una cena a beneficio porque la organización había dado a Charlie Hebdo el premio al valor en la libertad de expresión. “Si ellos no lo merecían, ¿quién?”, se quejó. Dibujó entonces “Notes from a First Amendment Fundamentalist” —de nuevo, sólo lo publicó The Nation—: “Apuntes de un fundamentalista de la Primera Enmienda”, que es el texto constitucional que establece la libertad de expresión en los Estados Unidos.
Spiegelman no disfruta mucho de dar entrevistas porque siente que un ratón de 300 kilos se le viene encima con cada pedido: tendrá que hablar de Maus, claro. El libro llegó a la lista de bestsellers de The New York Times, se tradujo a 20 idiomas y “se volvió canónico”, dijo el artista a la radio canadiense CBC, con menos arrogancia que preocupación: “Pensé que era una anomalía, y ahora es un género. Ciencia ficción, fantasía, Holocausto. Y me desconcierta. No sé si de una manera alegre”.
Como muchos de sus colegas y conocidos son del mismo ambiente del comic, cuando recibió la noticia del Pulitzer pensó que era una broma. “Pero recibí una llamada urgente de un dibujante maravilloso, también amigo, Jules Feiffer: ‘Tienes que entender lo que recibiste. Es o bien una licencia para matar o bien algo que te va a matar”, contó a The Guardian.
En los últimos años, sin embargo, se ha permitido hablar más abiertamente de Maus, “de una manera que mi yo más joven miraría con desprecio”, siguió en CBC. ¿La razón? “Trump”.
Con mucho cuidado evitó cada ocasión de caricaturizar al ex presidente republicano, porque lo considera un narcisista y cualquier muestra de atención alimenta ese tipo de personalidad, opinó. “Di un paso atrás y traté de ver qué diablos nos está pasando. Me hace querer retirar algo que dije en 2001″. Luego de meses sin poder superar el impacto de los atentados del 11 de septiembre, comprendió que podía trabajar sobre el tema, en lo que por fin se convertiría en Sin la sombra de las torres. “El desastre es mi musa”, se burló de sí mismo, y se puso manos a la obra. “Ahora el desastre es solamente un jodido desastre”, agregó, de regreso a 2016-2020.
En esa suerte de pausa estaba cuando empezó el COVID-19. Con Mouly se retiraron a una propiedad que tienen en los bosques de Connecticut y allí lo encontró el pedido de ilustrar una novela breve de Robert Coover. “Bueno, si no tiene ratones ni judíos me gustaría ver si puedo intentarlo”, respondió. Street Cop, era la oportunidad perfecta para no trabajar sobre la realidad política y esperar el fin de la pandemia en algún momento.
“Realmente admiro a Coover, su obra me gusta hace mucho. Y hete aquí que ni judíos ni ratones” contó el proyecto a LARB. “Y lo mejor de todo: era una distopía, pero no era la que yo estaba viviendo. Era la distopía de al lado. Eso me permitió acercarme y habitarla”. Si de Maus a Sin la sombra de las torres pasaron 10 años, en 2021, al cabo de otros 10, salió este nuevo gran proyecto (aunque el formato del libro es pequeño) de Spiegelman.
Los dibujos finales de Street Cop retoman y profundizan las visiones apocalípticas de In the Shadow of No Towers, pero destilados por esa distancia y esa reflexión que la inmediatez de los atentados le impidió. “Creo que con Towers avancé como pude, como quien atraviesa un huracán”, analizó. “El estilo cambiaba de secuencia a secuencia y de panel a panel. Y eso me pareció muy correcto para tratar la fragmentación que me causó el 11-S”.