Los desequilibrios de Wilstermann

José Vladimir Nogales

JNN Digital

La victoria tiene el peligro de falsear la realidad y deformar los pareceres. Y cinco victorias al hilo suelen multiplicar ese efecto, como las que materializó Wilstermann antes del parate por eliminatorias. Si bien ascendió varios escalones en la clasificación, huyendo de la tenebrosa zona del descenso, su fútbol no operó la dramática mejora sugerida por los superavitorios saldos estadísticos. Muchas de sus exposiciones conservaron el tono gris del deprimente segmento que antecedió a la pirotécnica secuencia de éxitos, pero se mimetizaron en el brillo áurico de la máxima cosecha. Pocos análisis alcanzaron la médula del asunto al explicar el sustento de la súbita progresión en la tabla de posiciones y lo que ella reflejaba numéricamente: menor vulnerabilidad (atribuida a la estabilidad lograda en defensa por la seguridad que inspira el golero Giménez) y mayor pegada (2.8 de media). Se dijo, con no poca superficialidad, que el colectivo había operado una elocuente evolución, visible en los patrones de juego y el alto rendimiento de sus componentes. Que el trabajo del adiestrador comenzaba a dar frutos y que se advertía una mecánica más reconocible. Es innegable que, en ciertos pasajes, Wilstermann exhibió un fútbol más diáfano y eléctrico, potenciado -o gestionado- por las prestaciones de sus icónicas individualidades. Sin embargo, variables que expresan el calibre de los contendientes vencidos y el rasgo azaroso de ciertas resoluciones no fueron incorporadas a la ecuación, afectando -o deformando- el resultado del balance y la consecuente medición del progreso.


Morales pierde la marca y va a remolque con mucho espacio
a su espalda. La defensa queda muy expuesta
Si bien cada victoria entrega la misma cantidad de puntos, independientemente de la calificación de la víctima propiciatoria, es muy cierto que, más allá de cuestiones contextuales y eventos estocásticos, varía el grado de dificultad. No es lo mismo superar, por igual cifra, a cuadros en forma que a aquellos que padecen cierto decaimiento o deterioro. Es verdad que cada confrontación difiere de otras, desafiando a la lógica; pero existen elementos, a nivel de rendimiento, que ofrecen pautas de análisis.

Añez y Morales corren tras la pelota, donde se amontonan
 defensas y descuidan totalmente el carril opuesto, donde
Ballivián no aparece. El retroceso es deficiente


Con el duro contraste ante Bolívar, en el estadio Siles, Wilstermann parecía haber tocado fondo. Desfigurado desde la formación, el rendimiento fue paupérrimo, consonante con la exigua cosecha que le llevó a anclarse en el ignominioso fondo de la clasificación y amputar, prematuramente, sus ambiciones competitivas. Hasta entonces, la magnitud –e insólita frecuencia- de las claudicaciones defensivas habían erosionado la contundencia de su pegada. La jerarquía de sus individualidades parecía constituir  el único sustento de un juego ofensivo carente de una balanceada estructura colectiva. Y salvo ráfagas, el equipo nunca alcanzó la formación de sociedades productivas o eficientes circuitos de generación. Ocurre que, salvo trazos elementales, no existen identificables patrones de juego, elementos tácticos (rutinas sin pelota, movimientos preestablecidos, desmarques de apoyo, acciones coordinadas) o rasgos colectivos que trasciendan la preeminencia de las respuestas individuales. Este Wilstermann de Cagna se define como un equipo de extremos, no de mediocampistas. Su fortaleza está en las orillas y su debilidad estratégica en el centro. Serginho y Rodríguez (pese a su desorden) son determinantes por peso propio, no por la provisión colectiva que, salvo ráfagas, es minúscula. Ninguno de los volantes ha sido gravitante en la gestión del juego (cómo extrañan a Chávez) ni la línea, en su integridad, factor de generación o desequilibrio. Al contrario, muchas de las lacras, en defensa y ataque, tienen su raíz en la dotación, posicionamiento y nivel de prestaciones de los volantes, puesto que su deformante composición suele acentuar los peores rasgos y minimizar –o erradicar- los positivos, que son escasos. Que no exista una nómina definida y sí una compulsiva alternancia de sus integrantes (salvo el inamovible Morales, el más bajo de todos) refleja que el técnico aún no dio con la tecla, lo que se traduce en la inestabilidad que afecta al rendimiento.

En fútbol no hay donde esconder la flaqueza. Y en Wilstermann asoma desde hace tiempo porque el equipo se ve desvestido en el centro del campo tras pasar la temporada  haciéndole hueco al imposible de Morales y porque andaba atolondrado atrás. Así que rival tras rival calcan el plan: ponerle espinas a la salida de la pelota. Pero cuando el equipo se ordena y tira de paciencia asoma el juego torrencial que fluye por las orillas.

Tras recuperar el balón, Añez sale en conducción, pero al
trote. Lizio camina, L. Rodríguez no aprovecha el campo libre.
Casi caminando, Añez llega mitad del campo, nadie lo
 acompaña y, pese a haber espacios abiertos, se encuentra 
con un Oriente bien armado en defensa.
La distancia entre líneas allana la faena de los rivales. Serginho, Osorio y Rodríguez no se inmiscuyen como deberían en la sujeción del equipo, pero más grave resulta la falta de armonización entre la zaga y los centrocampistas. A la espalda de Morales, Añez y Lizzio (u otra composición con Arano y Villarroel) hay un descubierto enorme que deben tapar con dificultad los centrales al quedar demasiado retrasados o deshilachado el dique de contención. 

Frente a Oriente, Wilstermann volvió a evidenciar graves dificultades en los ataques posicionales, como había ocurrido ante el desahuciado San José. Con los extremos taponeados, le cuesta encontrar (o fabricar) espacios por el medio, donde los volantes apenas trascienden, porque no conjugan destrezas o no disponen de recursos para buscar el espacio o descomponer el tejido táctico rival. El desequilibrio –y sus perspectivas de éxito- depende de las individualidades y de que estén inspiradas. Y como los volantes no se muestran, en salida, para recibir y asumir la conducción, el balón tiende a saltar líneas y a alargar el bloque. A este problema contribuyen los atacantes que estiran en demasía al equipo, entregándose a sus marcas o referenciando en exceso su posición. También incide la retrasada posición de los defensas, que temen por el espacio a sus espaldas y optan por protegerse, evitando quedar expuestos. En medio, los volantes quedan muy dispersos, lejos de todo, distantes de los receptores para activar un juego corto que facilite las combinaciones y con demasiado campo por cubrir para ejecutar la presión sobre el rival. La presión descompensada (unos van otros no), a veces alocada, desune al bloque y resquebraja todo el sistema. Es entonces cuando aparecen jugadores que se inhiben en las coberturas, que hacen lecturas erróneas en los intentos de anticipación y la inherente descoordinación entre líneas deja desnuda la estructura. 

Morales marca de lejos y deja mucho espacio a su espalda
Añez, al trote, busca lugar. La presión es inexistente

Tampoco son eficientes las transiciones. La pereza de Añez en los retrocesos se replica cuando el flujo es inverso, es decir cuando debe apoyar arriba ofreciéndose como opción o llevándose marcas para limpiar el terreno. Lizzio tampoco contribuye en la marca ni se desmarca para recibir. Arano, víctima de su parsimonia, siempre queda a mitad de la nada. 

Cuando el rival se instala en un bloque bajo, solo le queda el recurso del centro de laterales y extremos después de los cambios de orientación de Echeverría o algún volante. No suele tener fútbol interior suficiente para mezclar sus jugadas por dentro y por fuera. Inmerso en un déficit de creatividad lacerante, solo impulsado por sus extremos, Wilstermann se ahoga. 

Ahora bien, todas las imperfecciones aquí expuestas caracterizaron el juego de Wilstermann durante su etapa depresiva y no fueron erradicadas en el curso de la secuencia victoriosa, por lo que está permanentemente expuesto a sus consecuencias. Morales, siempre indolente e improductivo en todos los registros del juego, nunca sella las vigilancias sobre el centro y no echa mano a los laterales. Cagna nunca arregló el desaguisado, tampoco lo hará. Cree que todo marcha correctamente. Lógicamente, si no es capaz de leer los signos vitales y elaborar un acertado diagnóstico, no habrá cura o los males se agudizarán.




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