Que el árbol afgano no tape el bosque de la nueva bipolaridad, que recién comienza y tiene resultado abierto
La decisión de Washington de adentrarse en Afganistán fue una reacción directa a la amplia presencia de miembros de Al Qaeda en ese territorio desde la segunda mitad de los ‘90
Más de 10 mil combatientes eran dirigidos por Saidullah, también conocido por los británicos como ‘El Mullah loco’. El nombre de éste joven militar y corresponsal era Winston Churchill. Si, el mismo que 43 años después lideraría con voluntad de hierro los destinos británicos durante la Segunda Guerra Mundial.
Volviendo a 1897, no importaba cuanta violencia y fuerza bruta aplicaban los enviados por Londres, las tribus pashtun seguían peleando en un incansable juego de pegar y esconderse. Churchill veía como algunos soldados se lastimaban ellos mismos para que se los sacaran del frente de combate. Agregaba que frente a estos afganos no cabían medias tintas y contemplaciones. Eran crueles y sólo se podía ser igual o más crueles que ellos.
Ochenta y dos años después sería la URSS y su poderoso Ejército Rojo quien intentaría controlar la tierra afgana, donde las tribus pashtun pelean entre si, hasta que algún extranjero hace pie para adueñarse de las mismas. A partir de ese momento, unen fuerzas y energía solamente destinadas a provocarle la mayor cantidad de bajas posibles.
Para 1988, momento en que Moscú retira su derrotado ejército, más de 80 mil soldados soviéticos habían muerto y/o sufrido heridas. Desde ya, los EEUU le hicieron llegar a la resistencia afgana armamento sofisticados como los misiles antiaéreos portátiles Stinger, una verdadera pesadilla para los helicópteros del régimen comunista.
Antes de adentrarnos en la intervención americana a partir de fines de 2001 luego de los ataques del 11 de septiembre, cabría recordar que el mismo e imparable imperio mongol también asistió a la dureza de combatir ahí, lugar donde falleció el mismísimo nieto del mítico Genghis Khan.
Pero volvamos al siglo XXI. La decisión de Washington de adentrarse en Afganistán fue una reacción directa a la amplia presencia de miembros de Al Qaeda en ese territorio desde la segunda mitad de los ‘90. Los talibanes o estudiantes del Corán afganos apoyados fuertemente por Pakistán habían ganado en 1996 la guerra civil pos derrota Soviética en 1988. El pacto político, ideológico y económico entre Bin Laden y los talibanes transformó a Afganistán en el blanco prioritario de la planificación del Pentágono para responder a sangre y fuego los ataques terroristas sobre la capital política y la capital financiera de los EEUU.
Los mandos militares recomendaron desde un primer momento el uso combinado de fuerzas especiales, alianzas con clanes y tribus enfrentadas a muerte con los talibanes, en especial en el norte del país, y el uso selectivo y quirúrgico del poder aéreo. Las mismas Naciones Unidas daban la luz verde para brindarle legitimidad internacional a ésta acción. Ni la Rusia del entonces joven Vladimir Putin ni China levantaron la menor objeción. Moscú venia de un duro traspié militares pocos años antes en la primera guerra de Chechenia, en donde los nacionalistas musulmanes chechenos combatieron junto a voluntarios islámicos proveniente de otros países. En tanto que Beijing seguía con su proceso de ascenso sigiloso iniciado en 1978, buscando no disgustar al gigante unipolar americano para quele permitiera incursionar más y más en el capitalismo global.
Los especialistas en contra insurgencia y contra terrorismo de los EEUU esperaban una campaña corta y contundente para desarticular a Al Qaeda en suelo afgano y debilitar en todo lo posible el liderazgo talibán. Pero en ningún momento se recomendó complementarlo con una reconstrucción y democratización del país. Como siempre decía el gran politólogo italiano Giovanni Sartori, la democracia, la división de poderes y las libertades individuales no se llevan bien con sociedades y pueblos aun no secularizados. El poder del voto jamás podría equilibrar el poder de los mensajeros de la voluntad de Dios.
Pero la administración Bush y sus delirantes ideas neoconservadora no pensaba lo mismo. Para colmo de males, en 2002 ya era evidentemente que esa administración republicana parecía estar mas interesada en invadir Irak, un país ya derrotado militarmente por los EEUU en 1991, sin capacidad de amenaza alguna y enemigo mortal de Al Qaeda, que en él mismo Afganistán.
Para fines del 2001, el plan americano avanzaba según lo planeado. El régimen talibán colapsaba, mandos de alto y mediano rango eran abatidos o capturados. El mismo Bin Laden escapó casi milagrosamente del cerco sobre él en las montañas y cuevas de Tora Bora. El Pentágono tenía en claro que como red global que era Al Qaeda, el control total y dominio de Afganistán no tendría ninguna importancia central. Los terroristas de Bin Laden estaban desplegados en células en decenas de países y por lo tanto, esta no sería una guerra convencional ni territorial. La clave estaría en la cooperación con los aliados para compartir y procesar información de inteligencias.
Para marzo de 2003, la administración Bush ya tenía masivas fuerzas militares en Irak y Afganistán. La política y los intereses económicos pudieron más que el asesoramiento militar del Pentágono. Luego, la administración Obama no quiso y/o no supo cómo ir dándole un cierre claro y contundente al tema. El sentimiento de seguridad y omnipotencia que generó el momento unipolar iniciado con el colapso de la URSS llevó a Washington a gastar demasiadas energías en estos dos frentes, mientras no se focalizó con la suficiente atención y realismo el ascenso de China y la necesidad de un dialogo firme pero constructivo con Rusia que, de la mano de Putin, salía paso a paso de su desastroso periodo pos soviético.
Fue Trump el que tomó al toro por las astas y avanzó en un diálogo directo con los talibanes para dar por cerrada la más larga guerra que hayan combatido los EEUU. Desde 2020 hasta hoy, los talibanes han cumplido con lo pactado con Trump, o sea, no atacar a las fuerzas americanas remantes en el país. Tal como Washington lo sabe desde hace años, el regreso al poder de los fundamentalistas era inevitable. No hay interés ya en los decisores en Washington en esa zona del mundo. El foco está ahora en el Asia Pacífico y en la rivalidad estratégica con China. Estar en Afganistán obligaba a los EEUU a tener fluidos y complejos lazos con Pakistán, aliado clave de los talibanes y de China así como enemigo histórico de India, país que para el Pentágono adquiere vital relevancia contra el poder e influencia de Beijing.
Los talibanes también saben que volver a pactar con terroristas islámicos, implicará ganarse nuevamente la enemistad de los EEUU, Rusia y la misma China, que lleva adelante un masivo esfuerzo para neutralizar a cualquier costo la influencia del Islam en las regiones adyacentes a suelo afgano. Sin olvidar que los talibanes, ya transformados en gobernantes y ocupando ministerios, autos oficiales y cómodas casas, serían un blanco mas fácil para el poder aéreo americano.
En otras palabras, se profundiza y acelera un ajedrez geopolítico en donde China y Rusia no siempre coincidirán. El tema del radicalismo islámico en la zona pasa a ser más importante para los líderes chinos y rusos que para los americanos. Biden, como en tantos otros temas de política exterior, ha continuado el camino iniciado por Trump.
Tanto uno como otro saben que por meses y años los medios de prensa del mundo y en especial de los rivales de los EEUU jugarán y gozarán con las imágenes de Saigón 1975 y Kabul 2021. Un trago amargo, pero necesario. En 1975 la izquierda pro soviética en el mundo veía esas imágenes como el principio del fin del poder del imperio de las barras y estrellas. Sólo 14 años después colapsaba el imperio soviético y dos años mas tarde la misma URSS. El futuro de la rivalidad geopolítica entre los EEUU y China, que vienen dando forma a lo que Roberto Russell denomina un bipolarismo no polarizado, no pasara ni por asomo por las traumáticas imágenes de estos días en Afganistán. Pesará sí el grado de cohesión interna y consenso políticos básicos dentro de ambas potencias; claras reglas sucesorias de los gobernantes (algo que China había logrado a partir de 1978 y que Xi Ximping cambio radicalmente a partir de 2017 declarándose gobernante eterno); la inversión en nuevas tecnologías en el campo del 5G y otras aún más avanzadas; el control de espacio; la inteligencia artificial; alianzas o lazos constructivos y pragmáticos con otras potencias, en especial con Rusia; la inversión en recursos humanos; un aparato de inteligencia y militar adaptados al futuro y no a lo que ya pasó; mostrar las virtudes de sus modelos políticos y económicos en el resto de los países del sistema internacional, etc. Como decimos en el titulo de esta nota, que el árbol afgano no tape el bosque de la larga y compleja puja bipolar que presenciaremos y presenciaremos.