El drama de los traductores de las tropas de Estados Unidos que quedaron en Afganistán: los talibanes prometen decapitarlos
Miles de colaboradores locales que trabajaron con las fuerzas de la OTAN están en peligro. Algunos ya fueron evacuados a la isla de Guam donde procesan las visas, pero sus familias permanecen en Kabul
Es lo que ocurrió esta semana con Sohail Pardís, un muchacho afgano de 32 años que trabajó 18 meses como intérprete de las fuerzas estadounidenses. Ya había sido detectado por los talibanes y le dijeron que lo matarían. Se descuidó y fue a celebrar el fin del Ramadán con su hermana. Lo pararon en un retén de los talibanes a las afueras de Kabul, balearon su auto y lo sacaron a la rastra, herido. Cuando lo identificaron, le cortaron la cabeza de un sablazo. De acuerdo a la organización No One Left Behind, hay 18.000 traductores y colaboradores en la misma situación que estaba Pardís y esperando que la embajada estadounidense apure la entrega de las visas especiales de inmigrantes (SIV´s) antes de que finalice la salida total de las tropas en septiembre. Desde que el presidente Joe Biden ordenó en enero la evacuación y el fin de la guerra más larga en la historia de Estados Unidos, ya dejaron Afganistán casi la totalidad de los soldados y personal de apoyo que quedaban mientras los talibanes continuaron avanzando y controlan más de la mitad del territorio y el 90% de las fronteras. Los servicios de inteligencia occidentales creen que el gobierno democrático afgano instalado en Kabul se derrumbará en los seis meses siguientes a la salida de los soldados extranjeros.
La situación se extiende a todas las tropas de la OTAN que se retiraron del territorio afgano o están en ese proceso. Según el Ministerio de Defensa de Alemania, se aceptaron las solicitudes de visado de 471 trabajadores locales junto a 1.900 familiares. Y precisó que “alrededor del 95 por ciento de ellos recibirán los documentos necesarios para viajar a Alemania “al final de la presencia de la Bundeswehr en Afganistán”. En las últimas semanas, los alemanes aceleraron su retirada después de que sus colegas estadounidenses abandonaran la estratégica base de Bagram y por la preocupación por la seguridad en Mazar-i-Sharif, la tercera ciudad más poblada del país, donde tenían su asiento en el denominado Camp Marmal. Los talibanes se están acercando. El miércoles pasado, un solitario miliciano de los talibanes con un turbante negro se hizo ver en la zona occidental de la ciudad y provocó que la policía y todas las autoridades locales huyeran sin entablar combate. Los alemanes sólo pudieron asegurar su base y no permitieron la entrada de ninguno de los trabajadores locales que trabajan allí.
Varios distritos de la provincia alrededor de Mazar-i-Sharif ya están en manos de los talibanes. Y la ruta terrestre hacia Kabul se volvió extremadamente peligrosa. El último avión alemán de transporte A400M despegó de Camp Marmal hace dos semanas. Los drones, los helicópteros, la munición e incluso la piedra conmemorativa de 27 toneladas para los soldados caídos del Bundeswehr ya están de vuelta en Alemania. También se llevaron a Frankfurt los 22.500 litros de cerveza, vino y champagne que los soldados no consiguieron beberse. Pero quedaron los 400 locales que trabajaron en los últimos 12 años para abastecer, limpiar y traducir a las tropas. Es el caso expuesto por la revista Der Spiegel de Abdul Rauf Nazari, de 49 años, que guió a los soldados alemanes por las estrechas callecitas del mercado de Mazar-i-Sharif y los pueblos del desierto circundante y fue abandonado con una carta en la que le agradecen los servicios cumplidos. “Me van a matar. No hay forma que sobreviva en Afganistán”, le dijo a un reportero de la revista alemana.
El mes pasado, una serie de organizaciones no gubernamentales, encabezadas por el Proyecto Internacional de Asistencia a los Refugiados y que incluyen a Oxfam, UNICEF y Amnistía Internacional, publicaron una declaración conjunta pidiendo ayuda para los trabajadores locales. “Con la retirada en curso, los estados miembros de la OTAN deben actuar urgentemente para garantizar la seguridad de los civiles afganos presentes y pasados comprometidos localmente. El tiempo se agota”. El tiempo, por supuesto, no está de su lado. El proceso burocrático para otorgar la visa y la evacuación física de las personas suele durar hasta nueve meses. “Esa cantidad de tiempo ya no es factible”, dicen las ONG´s.
En 2014, la gran mayoría de las fuerzas extranjeras se retiraron del país y las que se quedaron pasaron de un papel de combate a uno de asesoramiento. Desde entonces, más de 26.000 afganos, y sus familias, recibieron asilo en Estados Unidos. Pero al menos otros 18.000 que trabajaban con los estadounidenses siguen en Afganistán. Y se calcula que, con sus familias, se necesitarán unas 70.000 visas que deberían ser otorgadas en unos pocos días más. El grupo No One Left Behind afirma que más de 300 intérpretes ya fueron ejecutados por haber trabajado con las fuerzas estadounidenses.
En Irak, sucedió una situación similar. El Servicio de Inmigración estadounidense entregó 20.993 visas a personal civil iraquí que trabajó en las bases estadounidenses en ese país. Todavía se están procesando otras 200.000. Un grupo de esos trabajadores se encuentran ya en un campo de refugiados en la isla estadounidense de Guam. Ese es el mismo lugar en el que pasaron años miles de vietnamitas que habían colaborado con las tropas de Estados Unidos cuando éstas se retiraron en desbandada de Saigón en 1973.
En cada uno de los conflictos en los que intervinieron soldados enviados por el Pentágono del último siglo, siempre hubo una planificada retirada de las tropas, tanques y espías de las bases de operaciones, pero fracasaron desastrosamente en la protección de los civiles aliados abandonados después de la partida. En Saigón y Laos, apenas salieron, comenzaron los horrores. Cientos de miles de muertos en Vietnam del Sur, asesinados en los campos de trabajo o en el Mar de China Meridional a bordo de barcos de refugiados agujereados. En Laos, los miembros de la tribu Hmong que habían apoyado la intervención estadounidense fueron masacrados por los guerrilleros del Vietcong.
Finalmente, la tragedia de los que intentaban escapar en los endebles botes y el gran número de amerasianos, los hijos que habían dejado los soldados, obligaron al Congreso a intervenir, ordenando el transporte aéreo de los exiliados indochinos a los campos de reasentamiento de Guam y aprobando leyes que conferían un estatus especial de inmigrantes a los descendientes vietnamitas de los soldados estadounidenses. “Acogimos a más de 200.000 personas con visados americanos: había un fuerte sentido de la obligación moral”, explicó Becca Heller, la directora del Proyecto de Asistencia a los Refugiados de las Guerras, un grupo de jóvenes e influyentes abogados que intervienen en favor de los exiliados políticos. “Eso creó una vía para las personas que no pueden obtener visados regulares, pero con las que tenemos un deber humanitario. Se hizo mal en Vietnam y tenemos que hacerlo mejor en Afganistán e Irak”.
Termino esta nota con el recuerdo de Alí, mi traductor en la primera vez que estuve en Afganistán inmediatamente después de la caída de los talibanes en noviembre-diciembre de 2001. Un estudiante de medicina de la Universidad de Kabul con un inglés excelente aprendido como autodidacta y viendo películas de Hollywood a escondidas. Trabajó conmigo y otros corresponsales por 100 dólares por día, una fortuna en términos afganos. Cuando juntó lo suficiente, se fue a Londres a hacer un postgrado en Pediatría. No supe más nada de él.