El momento más cruel de nuestro bello oficio: tener que despedir a los Diegos o los Sabellas que vimos nacer….
No parece justo que el viejo periodista deba despedir a las criaturas a las que vio asomar con sueños puros hasta convertirse en estrellas
Es un llanto cruel y vertical; compulsivo e indignado: es a la vez, la única manera de liberar la pena que producen las muertes de quienes con su recuerdo jamás nos abandonarán.
Mi actual teclado de la computadora y sus antepasados (las antiguas máquinas de escribir Underwood u Olivetti) nos conocemos hace casi 60 años. Sabemos sobre el ritmo vivaz de la emoción incontenible, conocemos el valor de un testimonio distintivo y también sobre el entusiasmo o la severidad de un juicio. El impulso dactilar para escribir palabras hace que ambos sepamos si lo que está naciendo en la suma de los caracteres satisface al objetivo de cuanto queremos expresar.
En las últimas seis décadas hemos honrado la bendición de conocer a muchos deportistas. Por lo tanto nos ha tocado verlos aparecer, soñar, realizarse, consagrarse, formar familias, reír, llorar, frustrarse, triunfar, retirarse y luego convertirse muchos de ellos en entrenadores o en dirigentes.
Las notas necrológicas sobre los célebres deportistas eran aceptadas con consuelo y escritas con admiración. En las viejas redacciones la vida y la muerte formaban el todo absoluto del héroe a exaltar. Así pues la consigna sería ver si podían entrar en la crónica todos los logros de cada uno de ellos y escribir sobre lo que estos habían significado para el deporte argentino y para nuestros propios recuerdos juveniles.
Se trataba de cientos de nombres, de épicas y de nuevas leyendas que cerrarían su “sobre del archivo”, un lugar físico de gruesa cartulina plegada donde también descansarían para siempre fotos y crónicas en las cuales se reflejaba cada hito de aquellas figuras inmortalizadas por sus logros.
Fueron nuestros inolvidables y generosos maestros quienes se ocuparon de ir escribiendo cada historia en contemporaneidad y ofrecernos con tales legados los elementos para despedir a cada uno de ellos en el instante siguiente a su definitivo adiós.
Después de Gatica, el Mono –en el 63′– quien cayó bajo las ruedas de un colectivo en Avellaneda tras vender muñequitos en la cancha de Independiente, tuve que ir despidiendo a algunos protagonistas de mi propia vida. Pero eran personas a quienes había admirado desde niño o adolescente, eran mayores que yo… Y puesto que los había visto en acción y en apogeo podría agregar alguna vivencia emocional que acompañara a la ineludible ley de los datos, antes que nada. Entonces José María Gatica, quien tenía 38 años, se me aparecía en flashes contra Alfredo Prada en un Luna Park bajo las nubes de miles de cigarrillos, una araña circular de diez luces presidiendo el ring, un campanazo estridente, una voz aguardentosa: “Segundos afuera…” El saludo con Perón, la mandíbula rota, la sonrisa ancha, la sangre espesa, las cejas cortadas, las populares vibrando y el Mono allí, exhausto pero estoico desafiando a su destino de pibe de la calle que a los 13 peleaba por plata contra marineros extranjeros que pesaban mas de 100 kilos en la Misión Inglesa. La historia me la había contado él mismo…
Era entonces cuando las teclas de la máquina de escribir admitían la fuga de un pétalo convertido en lágrima pues el periodista evocaba sus propias emociones. Y los Gatica fueron más tarde los Ringo Bonavena –hace medio siglo comenté su pelea contra Alí–, los Monzón –lo acompañé durante toda su campaña y gran parte de su vida con cárceles incluidas– , los Nicolino (quien me hizo disfrutar hace 52 años de la noche más excelsa del boxeo en Tokio y a su lado)… Y antes o después los Angelito (Labruna), los Cabezón (Sívori), los Gálvez, los René Pontoni, los Juan José Pizzuti… Todos adorados desde mi niñez de figuritas y sueños.
El transcurrir de la profesión también me hizo entender por qué algunas muertes fueron dramáticamente intuidas cual designio divino. Estar muy cerca de ellos, convivir, verles la desnudez del alma, extraerles las vísceras en cada confesión, permitían suponer un trágico final. El cierre de la parábola de la vida regresando al lugar abyecto de su miserable partida. Monzón podía morir como murió a los 52 años pues toda su vida había sido fatalmente trágica: miseria, hambre, raquitismo, delincuencia juvenil, boxeo, oportunidad, consagración, campeonato del mundo, fama, celebridad, jet set, cine, reconocimientos internacionales, alcohol, príncipes, princesas, dinero, confrontaciones, femicidio, 8 años de prisión, preservación carcelaria vulnerable y más instinto que razonabilidad. Podía morir trágicamente y aunque tal posibilidad era indeseada tenía un destino marcado: vivir y morir bajo el oscuro cielo de la violencia. Entonces los años compartidos entre el periodista y el actor fueron fluyendo desde la memoria. Ahora ya no necesitábamos las incunables piezas de los maestros, tocaba evocar lo vivenciado: despedíamos a los de nuestra edad, a aquellos con quienes habíamos convivido…
Lo de Ringo Bonavena fue inmovilizante. Estábamos en Sudáfrica con Víctor Galíndez –otra muerte absurda durante una carrera de TC en la que fue atropellado en octubre del 80′ mientras caminaba por la banquina– quien esperaba aquel 22 de mayo de 1976 su épica batalla contra Richie Kates.
— Mataron a Ringo, me dijo Tito Lectoure luego de recibir una llamada desde Buenos Aires.
El dolor no pudo borrar la premonición: contrato con Joe Conforte lugarteniente del capo mafia Joseph Bonano, casamiento arreglado para la documentación norteamericana, alianza con Sally Conforte, dueña de la marca Mustang Ranch de Reno (Nevada) quien se hallaba en juicio con su impune marido; prostíbulo, casino, droga, bacanales, presencia clandestina de importantes políticos, negativa a seguir peleando en ese lugar por bizarro y abyecto, incumplimiento de contrato, amenazas de Conforte, conminación a abandonar el lugar, negativa desafiante, un tiro de escopeta Remington disparado por el culata Ross Brymer desde la azotea que traspasó el corazón de Ringo.
Antes del regreso desde Johannesburgo en su noche más gloriosa y mientras el doctor Robert Noble le cosía su ceja derecha, debimos confesarle a Víctor Emilio Galíndez sobre la muerte de su ídolo Ringo Bonavena quien solo tenía 33 años. Luego tuve que escribir sobre ambos acontecimientos para la misma edición. Por cierto que el impacto de aquella muerte resultaba más determinante que la gloria pues el mínimo dolor de una pérdida es siempre más fuerte que el éxtasis que produce el triunfo más grandioso. Todo Bonavena estaba en mi: la sanción por morder a Lee Carr, el club Huracán, el inicio de su carrera profesional en Nueva York, la consagración contra Goyo Peralta con récord de público en el Luna: 25.236 espectadores, las peleas contra Frazier, el Pio Pio en el teatro de Revistas, su barrio, su mundo Parque de los Patricios, sus transgresiones verbales, su sensibilidad oculta, la familia, los ravioles de Doña Dominga, su anti peronismo y la inolvidable noche contra Muhammad Alí cuando pudo ganarle por KO y perdió en el último round marcando el récord del rating de la televisión hasta entonces: 79.3 puntos. A ese hombre lo podían asesinar porque siempre transitó por la estrecha cornisa del desafío. Pero me resultaba propio, tenía solo tres años menos que yo y su generosidad me había abierto las puertas de sus llantos. Tal vez por ello, mezclado con los 150.000 compungidos ciudadanos que lo despidieron en el Luna Park, sentí que haber compartido tantas horas transformadas en historias, anécdotas, hechos, sonrisas y frustraciones prolongarían por siempre su presencia en mi corazón. Era una manera de no morir del todo…
Antes o después, no importa, llegaba la triste noticia a la redacción sobre la muerte de alguien y la pregunta consecuente antes de ir al archivo para releer sus logros, podría ser la siguiente:
— Muchachos, estoy escribiendo, ¿me pueden decir la edad en la que acaba de morir? Por ejemplo, Fangio (84 años), y Don Roberto De Vicenzo (94), y Alfredo Di Stefano (88), y Enrique Omar Sívori (70), y Silvio Marzolini (79), y Roberto Perfumo (74), y el Trinche Carlovich (74), y Chiche Sosa (72), y Amadeo Carrizo ( 93) y Oscar Gálvez (76)…?.
Hay cientos de nombres más que sucederían a la “y” de la pregunta supuesta, pero estos pocos ejemplos permitían que el autor desplegara con emoción cada vida, cada trayectoria, cada logro y cada historia. Y para todos ellos –y para muchos más actores como ellos– podría tener una respuesta inmediata si debiera responderle a la redacción la siguiente pregunta:
— Estos deportistas ¿de que murieron…?, señor.
— Murieron de gloria.-, chicos, murieron de gloria.
Mis dedos pierden destreza porque la mente se ralentiza al intentar entender y discurrir sobre las últimas dos muertes tan crueles como dolorosas. Es que a Diego y a Alejandro, a diferencia de algunos de los ejemplos mencionados, les cabía aún más gloria para llegar hasta millones de oídos queridos con los pasos leves de la eternidad.
Fue una bendición haber compartido tiempo de trabajo, sueños y esperanzas con estos dos hombres tan distintos y tan necesarios. Recuerdo con calidez la actitud de Sabella en vísperas de la audiencia papal privada de agosto de 2013, antes de un partido amistoso “por la paz” frente a Italia en el Olímpico de Roma organizado por Scholas Occurrentes. Fue en tal oportunidad cuando Alejandro reunió al plantel de la selección argentina en uno de los salones del hotel Villa Pamphili y les explicó a sus jugadores quién era Francisco, el Sumo Pontífice, qué era el Vaticano y cuál era el significante de la audiencia. Lo hizo con maestría didáctica apelando al idioma simple de su liderazgo calmo.
He podido despedir a los héroes del deporte que murieron de gloria. Y también a los sufrientes padecientes de aterradores males de salud.
He podido despedir a los de mi edad que fueron a depositar su alma en un espacio destinado a la tragedia.
Lo que no parece justo es que el viejo periodista deba despedir a las criaturas a las que vio asomar con sueños puros hasta convertirse en estrellas, acompañarlos en gran parte de su vida, escribirle las historias, verlos crecer, formar familias, atravesar adversidades de todo tipo y alcanzar la madurez en apoteosis.
Despedir en el leve espacio de unos días a Diego y a Alejandro son irreparables golpes al alma.
No queda llanto, ni consuelo, ni emoción...