Los dos virus que enfrentará Joe Biden
El presidente electo deberá derrotar al germen que avanzó peligrosamente en los últimos cuatro años: el del populismo fascista que amenaza con destruir el sistema de libertad y progreso
¿El Partido Demócrata está cooptado por dirigentes de izquierda? ¿Barack Obama y los Clinton tendrán mucha influencia en el armado del gabinete de Biden? ¿El establishment financiero y militar volverá a emerger como el gran poder norteamericano? ¿El Partido Republicano se radicalizará hacia un populismo neofascista o aparecerá un tercer partido que aglutine el sentimiento popular de la antipolítica? Por último, ¿se animarán Biden y Harris a cambiar el sistema electoral norteamericano?
Frente a este panorama incierto propongo retroceder sólo dos décadas para visualizar la velocidad de los cambios políticos y sociales ocurridos en la primera potencia del mundo.
El 20 de enero de 2009 se produjo un hecho histórico en los Estados Unidos cuando un candidato presidencial de origen afroamericano llegó a la Casa Blanca por primera vez, poniendo fin a ocho años de gestión republicana encarnada en la figura de George W. Bush.
A los 47 años, y tras desempeñarse más de una década como senador por el estado de Illinois, Barack Obama y su compañero de fórmula Joe Biden derrotaron al binomio republicano integrado por el veterano dirigente John McCain y la referente del Tea Party, Sarah Palin. En 2012 Obama y Biden lograrían su reelección por amplio margen tras vencer a Mitt Romney, ex gobernador de Massachusetts, y a Paul Ryan, representante de Wisconsin.
En la primera década del siglo XXI el concepto de populismo funcionaba para adjetivar, en forma peyorativa, la naturaleza política de un gobernante. Ni siquiera era considerado en su aspecto semántico como un sustantivo individual que definiera con precisión a un régimen político o a una tendencia ideológica con numerosos seguidores.
Con la vuelta al poder de los republicanos en el año 2016 de la mano del empresario Donald Trump afloró un profundo sentimiento de reacción y rechazo contra la dirigencia política tradicional en general, y contra los cimientos institucionales del gobierno federal en particular.
El siglo XXI había comenzado de la peor manera para los Estados Unidos con el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York, organizado y ejecutado por grupo fundamentalista Al Qaeda, hecho que produjo alrededor de tres mil víctimas fatales y el doble de heridos.
El presidente Bush reaccionó políticamente con la sanción de la llamada “Patriot Act” (ley patriótica), basada centralmente en el Acta de Nacionalidad e Inmigración de los Estados Unidos, y también en la Ley de Seguridad Nacional norteamericana. La legislación fue blanco de diversas críticas políticas y jurídicas dentro y fuera de los Estados Unidos, principalmente por tratarse de una norma extraterritorial de alcance internacional que anulaba garantías individuales. La política exterior de Estados Unidos tuvo a partir de entonces su cambio más profundo desde la Segunda Guerra Mundial.
Por otra parte, y en simultáneo a las elecciones presidenciales de 2008, hizo eclosión en los mercados globales la peor crisis financiera desde el crack de la bolsa de valores de 1929. Al día de hoy existe un fuerte consenso en que la debacle del negocio de las hipotecas (subprime) no fue el principal disparador del desastre, sino que la causa central radicaba en malas decisiones en materia de política financiera, especialmente la ejecutada por la Reserva Federal. A esto se le agregarían graves (y dolosas) fallas en los controles de los organismos reguladores sobre la banca de inversión.
Por último, las compensaciones a los ejecutivos de las grandes corporaciones en la forma de opciones sobre acciones sin una certificación transparente en los balances de las compañías dejaron muy mal parado al establishment financiero. Millones de votantes del interior del país vieron cómo sus impuestos terminaban compensando las maniobras delictivas de un grupo pequeño de especuladores. Basta ver la cartografía de estas elecciones para entender por qué millones de trabajadores industriales y rurales se inclinaron por el candidato republicano, renegando de su tradicional apoyo a los demócratas.
El líder populista tiene un olfato especial para detectar cuando una democracia fuerte se enferma. Y tiene a su vez la sagacidad para irrumpir en su ayuda prometiendo una cura milagrosa sin altos costos para la ciudadanía. En este diagnóstico la demagogia sería la receta práctica del populista. El cuerpo enfermo social alucina en confiar que el santo remedio se aplica de mansa manera y que sus dosis no provocan miedo. Hasta aquí el populista sabe que su interacción con los votantes se basa más en sentimientos que en normas, y es en este momento en que aflora su tentación autoritaria.
Joe Biden y Kamala Harris enfrentan un doble desafío. Además del coronavirus deberán enfrentar y derrotar al germen que avanzó peligrosamente en los últimos cuatro años: el del populismo fascista que amenaza con destruir el sistema de libertad y progreso que diseñaron los padres fundadores a fines del siglo XVIII. Sólo podrán lograrlo con un gobierno transparente y con una economía en crecimiento que acorte la creciente brecha social que hoy tienen los Estados Unidos.