NBA, racismo y élite: la nueva era de los jugadores empoderados

Con LeBron James a la cabeza, los jugadores no solo han demostrado que quieren que se escuche su voz sino también que ahora saben que pueden hacer que sea así.

Juanma Rubio
As
En 1961, hace casi seis décadas, Bill Russell (ahora 86 años) protagonizó el único boicot como tal (la terminología suele ser confusa en estos asuntos: también hay huelgas, aplazamientos, suspensiones…) de un partido NBA. De un amistoso, de hecho. Cuando la rivalidad entre Boston Celtics y St Louis Hawks era lo más parecido a un hito en aquella precaria competición (en 1962 llegaron las primeras Finales Celtics-Lakers), ambas franquicias fueron a jugar a Lexington, en Kentucky. Zona muy dura para los afroamericanos, rincones del mapa de Estados Unidos casi inhóspitos también para unos deportistas negros que, hasta Russell, ni siquiera tenían permitido ser grandes estrellas. Por entonces, la NBA trataba de recaudar a golpe de factor identitario. Por eso existía el pick territorial en el draft, para no alejar a sensaciones de College de los alrededores de las que habían sido sus universidades, y por eso se jugaban amistosos como este. Cliff Hagan (Hawks) y Frank Ramsey (Celtics) eran atracciones perfectas para lucirse en Lexington: nacidos y criados allí, lanzados a la fama (regional) en la universidad de Kentuky…


… y blancos. Los Wildcats no tuvieron jugadores afroamericanos hasta 1969. La NBA rompió la barrera racial en 1950 gracias a los Celtics que gobernaba Walter Brown y entrenaba Red Auerbach. Los verdes, en aquella Boston también con muchos fantasmas raciales en el armario, eligieron en 1950 al Chuck Cooper, el primer afroamericano drafteado en al NBA. También fueron en 1964 el primer equipo que arrancó un partido con un quinteto totalmente negro. Y los primeros en tener un entrenador (el propio Bill Russell, que ejercía de técnico y jugador) afroamericano. Su rival, los Hawks, fueron el último equipo en ganar un anillo con un equipo totalmente blanco (1958).

En Lexington, en 1961, dos jugadores negros de los Celtics (Sam Jones y Tom Sanders) no fueron atendidos en la cafetería del hotel en el que se alojaban. Bill Russell montó en colera, KC Jones se unió a él y los cuatro, junto al rookie Al Butler, decidieron no jugar y regresar a Boston. Se sumaron los dos integrantes negros de los Hawks, el boicot se completó… y el partido se jugó. Bob Cousy, el primer gran playmaker del baloncesto profesional, ha lamentado después públicamente no haber dado un paso al frente por sus compañeros. Red Auerbach se empeñó en jugar y solo Walter Brown se descompuso cuando conoció después los hechos. Cleo Hill, uno de aquellos dos jugadores de raza negra de los Hawks, fue despreciado y apartado por sus compañeros y su equipo y languideció en un mundo que Bill Russell definió así: “Creo que empiezan a tolerar a los negros como divertimento, mientras les entretengamos, pero siguen sin tolerarnos como personas”.

Si la situación de Cleo Hill te ha recordado, aunque sea un poco solo a Colin Kaepernick, y si el discurso de Bill Russell te ha sonado a algo que se ha repetido en los últimos días en la burbuja de Walt Disney World, es porque la esencia de las cosas puede no haber cambiado tanto. Por muy deprimente que suene. Bill Russell estuvo allí, en Lexington en 1961. Marchó junto a Luther King, escuchó en directo el “I have a dream”, jugó un día después de su asesinato y fue uno de los que llevó en su hombro el ataud de Jackie Robinson, el primer afroamericano en las Ligas Mayores de béisbol. Y, por eso, un símbolo de la superación de unas barreras que solo son invisibles si no tienes interés en mirar, y que como máximo han mutado en líneas rojas y techos de cristal. ¿Mejor que hace sesenta años? Faltaría más. ¿Suficiente? Si te lo parece, eres parte del problema.

Bill Russell, sesenta años después

Bill Russell nació en Louisiana, otra zona dura donde sus recuerdos de niño son las voces de policías burlándose de su madre por ponerse “vestidos de blanca”. Creció en Oakland, otra zona durísima de la que escapó gracias al deporte y a pesar de que por entonces solo podía ser el acompañante de la estrella blanca: cuando promediaba 20 puntos y 20 rebotes como junior en la Universidad de San Francisco no fue elegido Mejor Jugador del Año... en el Norte de California. El premio fue para un blanco. Después de su primera temporada en la NBA (casi 15 puntos y 20 rebotes de media) el Rookie del Año fue su compañero Tom Heinsohn. Mientras ganaba anillos con los Celtics escuchaba insultos por las calles de Boston y veía como su casa era asaltada y vandalizada con heces y pintadas racistas. No se entendió con el público, no se entendió con la prensa y ni siquiera acudió a la retirada de su número 6 en el Garden ni a la ceremonia de entrada en el Hall of Fame. Pasaron años hasta que enterró el hacha de guerra con Boston (ciudad a la que llamó “un circo de pulgas del racismo”), se reconcilió con los Celtics y se convirtió en uno de los rostros de la NBA, donde solo él ha ganado once anillos de campeón como jugador. En 2011, Barack Obama le impuso la Medalal de la Libertad. En 2013 se levantó una estatua en su honor en el Ayuntamiento de Boston.

¿Por qué todo esto? Porque Bill Russell sabe. Ha visto, ha vivido. Y es una de las personalidades más trascendentales de la historia del deporte estadounidense. Quienes ningunean la voz de los jugadores NBA porque (un tópico sobre otro) dibujan jóvenes caprichosos, ignorantes y multimillonarios, evitar escuchar la voz de Bill Russell. O la de Doc Rivers, 58 años e hijo de un policía de Chicago: “Seguimos amando a nuestro país y nuestro país sigue sin amarnos a nosotros”. O la de Sam Mitchell, con pasado militar: “No puede ser que solo seamos estadounidenses cuando hay que ir a luchar en las guerras”. O la de Robert Horry, que lloró en televisión contando cómo es la vida de un padre afroamericano que tiene que explicar a sus hijos por qué mueren muchos como ellos abatidos por la policía. Por qué tienen que comportarse de una determinada manera en público, por qué tiene que exigirse un estándar de comportamiento mucho más alto que el de los blancos y por qué sus padres tienen miedo cada vez que salen de casa.

Adultos con mucha vida a las espaldas, muchas veces con lágrimas en los ojos, hablan de una realidad extenuante, de una existencia condicionada, de unos problemas que no deberían tener solo por ser de raza negra. Dicen que están cansados. Y solo piden una maldita cosa: que escuchemos. Pero incluso así, y más en esta era de las redes sociales y la toxicidad entre trincheras, una parte de la sociedad se niega a hacerlo. Por eso JR Smith escribió en Instagram tras suspenderse el Lakers-Blazers “si no nos escucháis no nos vais a ver”. Por eso Tobias Harris tituló su artículo en The Player’s Tribune “nos oís pero no estáis escuchando”. Por eso Kyle Korver, alero blanco que lleva en la NBA desde 2003, escribió esto, en otro maravilloso artículo en The Player’s Tribune, sobre precisamente eso, escuchar: “Por mucho que apoye a mis compañeros negros, yo tengo el aspecto del otro tío. Por mucha pasión y compromiso que ponga en ser su aliado, estoy en esto desde el punto de vista del privilegiado que está porque quiere. Cuando me vaya bien, pueda salirme. Cada día tengo esa opción, un privilegio que se me dio por el color de mi piel. (…) Ahora no tengo respuestas para todo pero tengo que seguir profundizando en la historia del racismo en América. Tengo que escuchar. Lo diré otra vez porque es así de importante: tengo que escuchar”.


Escuchar. Los jugadores de la NBA retomaron la competición, algunos a regañadientes, porque la Liga iba a crear (lo ha hecho) un entorno intocable para el virus de la COVID-19 pero también porque, finalmente, la burbuja de Florida iba a ser un altavoz para una lucha social que había roto definitivamente tras el asesinato de George Floyd, el 25 de mayo. Pero más de un mes de aislamiento y soledad después, los jugadores vieron los disparos a bocajarro que recibió Jacob Blake en Kenosha (Wisconsin). Y vieron, mientras rumiaban el shock, otro shock, cómo un joven de 17 años blanco y con afinidad a teorías y grupos supremacistas, mató con un arma de asalto a dos manifestantes y se fue silbando, mientras la policía le gritaba (a él y a otros como él) “agradecemos lo que hacéis”. Finalemnte, el otro virús si penetró en la burbuja. El hastío, la náusea, la derrota: me sorprende hasta qué punto mucha gente cree que no necesita escuchar a quienes viven en esa realidad cada día. A quienes, aunque ahora tengan dinero, crecieron así, siguen teniendo problemas por ello y siguen aterrados cuando sus hijos salen de casa. No comprendo por qué hay una agenda obsesionada con quitar legitimidad a unas voces que hasta ahora han sido pacíficas y ejemplares. Y que se han mojado. No han hablado desde la barrera, no han frivolizado, desde luego no han sido irresponsables. No hay ningún motivo para que, en 2020, se repita el mantra de que “no hay que mezclar política y deporte”. Ni siquiera cuando se cree que hablar de vidas humanas es política. O aquel de “dedícate a meter canastas”. Esa mascarada ha caído porque, finalmente, exigir a un deportista que no se meta en política es un acto, básicamente, político. Desde Fox, el brazo mainstream del supremacismo, se le dijo a LeBron James que “se callara y driblara”. Más de medio siglo después de, recuerdo, la reflexión de Bill Russell: “Nos toleran como divertimento, pero no como seres humanos”.
No basta con atención sin acción

Finalmente, las semanas en la burbuja han demostrado que los logos de Black Lives Matter en la pista, los mensajes en las camisetas y las campañas publicitarias no son suficiente. Que se convierten en parte de paisaje antes de promover cambios reales: acciones. Y ahí reside el corazón de la rebelión de los jugadores. No es suficiente, hacer campaña (plausible) sin molestar al status quo no lleva a ninguna parte. No a donde, en 2020, han decidido que quieren ir los actores protagonistas de la NBA. Estos días se ha repetido mucho, también, una famosa frase de Malcolm X: “El hombre blanco tratará de contentarnos con victorias simbólicas que no impliquen equidad económica y justicia real”. ¿Que si la acción funciona? Minutos después de no jugar contra los Magic, los jugadores de los Bucks (el equipo del estado en el que fue tiroteado Blake) ya tenían al teléfono al fiscal general de Wisconsin. Es un buen ejemplo. Después de romper la baraja en la primera reunión de los jugadores, LeBron James y Kawhi Leonard (como rostros visibles) hicieron que las franquicias escucharan. Y que se comprometieran. Hay que decir que las vidas negras importan, y hay que invertir en justicia social e igualdad. Pero hay que hacer más.


Y, desde luego, no parece momento este para acusar a los jugadores de no acompañar con acciones sus palabras. Algunos siguen cebándose con LeBron James y con la NBA por no responder bien a la crisis de pretemporada con China. Y es tan cierto que ahí todos se pillaron los dedos con un socio preferencial que es un saco de millones como que eso no borra ni deslegitima el resto de acciones y que hay países, regímenes y gobiernos, con los que es difícil hacer negocios y salir con la camisa limpia. En Pekín también hubo unos Juegos en 2008, por ejemplo. ¿En qué países se celebran pruebas del del motor, mundiales de todos los deportes, competiciones de fútbol importadas? El mismo sistema que algunos defienden con uñas y dientes crea extraños compañeros de cama.

LeBron, cuyo silencio entonces puso su cabeza en ciertas bandejas de plata, ha invertido 41 millones de dólares en la construcción de un colegio público para niños con necesidades especiales en su Akron natal. Acaba de crear una organización que está poniendo medios, dinero e ideas para fomentar y facilitar el voto entre las comunidades afroamericanas. Y se podría seguir con su labor social durante un par de párrafos más, como mínimo. Demonios, ni siquiera tiene esta vez el más mínimo sentido el argumento de que los jugadores (hipócritas) se pliegan cuando se les toca el bolsillo. No cuando el factor económico ha estado sobre el tapete desde el principio en un debate poliédrico y maduro. Nadie ha usado eslóganes a la ligera, nadie ha dejado a un lado el peligro de herir de muerte a una liga que genera unos 8.000 millones de dólares al año (o generaba, antes de la pandemia) y en el que el salario medio de los jugadores supera los siete millones. Nadie ha ocultado que en la conversación influye mucho la sostenibilidad económica y el mantenimiento de trenes de vida, familias e hijos. Supongo que como en cualquier entorno laboral del mundo, en realidad.

Los jugadores quieren que los propietarios se impliquen, que no se limiten a manifestarse en las redes sociales (insisto: nada es insignificante en todo caso) y que ejerzan la posición de privilegio que les dan su poder adquisitivo y sus contactos, normalmente en la altísima política. La NBA es la Liga progresista por excelencia. Y ha pasado, tras unos años de galáctica bonanza económica, a tener los propietarios más ricos del deporte profesional estadounidense: 3.300 millones de dólares de promedio (lo dispara Steve Ballmer, el dueño de los Clippers y la undécima persona más rica del mundo). Y los que acumulan (un motor relativamente joven) menos tiempos en el cargo (12,4 años).

De los 400 millones de fortuna de Robert Sarver, el propietario de Phoenix Suns, a los casi 60.000 de Ballmer, se extiende un mundo de posibilidades, teléfonos en agendas, reuniones en las altas cimas de los engranajes sociales y económicos… ahí apuntan los jugadores. Ahí y a una Liga mastodóntica y sus socios: Disney, Nike, Turner… Con LeBron a la cabeza, se ha pasado a exigir compromisos reales, planes de acción rubricados por escrito, puestos de nueva creación en las franquicias… hace no mucho, no hay que olvidarlo, Zion Willamson (20 años, contrato rookie) se ocupó de un mes de sueldo de los trabajadores de los Pelicans afectados por la pandemia cuando todavía no habían movido un dedo los propietarios, con una fortuna de más de 3.000 millones. La cúpula de los Sixers tuvo que correr a igualar (nada más) la donación a los trabajadores de Joel Embiid, cuyo bote no llega al 1% del capital de estos. Las franquicias han comprometido 300 millones en 10 años a las causas sociales. Un (otro) buen gesto, pero la cuenta para no echar las campanas al vuelo es fácil: un millón al año por equipo. Los jugadores, con el imperio LeBron a la cabeza, quieren más.

Una crisis en plena era del jugador

Y han ejercido su poder para dejarlo claro. Es el signo de estos tiempos en la NBA, los del jugador empoderado que no tiene miedo a los órdagos. Que es, de hecho, el que los plantea. Culto, conocedor de sus derechos y su potencial y capaz de descifrar un juego en el que antes se perdían los deportistas de forma irremisible: los propietarios de las franquicias, y al final es el pilar más obvio de un asunto complejo, no quieren perder dinero. No quieren matar a sus gallinas de los huevos de oro. Rugen de entrada, intentan amedrentar… pero son en realidad frágiles, especialmente en estos tiempos. Los jugadores quieren justicia para que haya paz y quieren acción para que la atención sea suficiente. Y saben que tienen derecho a reclamar. Y también que, muy probablemente, acaben teniendo la sartén por el mango. O, al menos, que pueden pelear por hacerse con ese mango.


La burbuja de Disney era el escenario perfecto para que los jugadores escenificaran una fuerza de la que hace tiempo que son plenamente conscientes: una sede que concentra todo el universo NBA, los principales actores compartiendo hoteles y sometidos a las mismas fronteras geográficas. Un foco obvio, como el de la rebelión que legitimó el sindicato de jugadores (NBPA) en 1964. Por entonces, la Liga estaba a un año de tener su primer contrato televisivo a nivel nacional. Lo iba a firmar con ABC, que quería televisar en directo aquel All Star Game, que pasaba así a convertirse en la puesta de largo mediática de una competición que hasta entonces no había despegado. Y que llevaba una década toreando a esa NBPA que no conseguía que nadie, ni comisionado ni equipos, se sentará a hablar con sus representantes.

Allí, en el Boston Garden (nada menos), se plantaron las primeras súper estrellas de la NBA: otra vez Bill Russell, Oscar Robertson, Jerry West, Wilt Chamberlain y un Tom Heinsohn que ejercía del presidente del sindicato. Bajo amenaza de no jugar el partido de las estrellas, y de dejar marchar un tren que puede que no volviera jamás (uno televisado), los jugadores exigieron legitimidad y reconocimiento oficial para el sindicato y un lote de medidas que incluía el primer plan de pensiones para ellos o la obligación de que cada equipo contratara a un preparador físico. Después de muchos nervios, la máquina crujió y la Liga y sus franquicias cedieron. Y tuvieron que reconocer a la NBPA y los derechos de sus empleados, los jugadores. Fue el primer sindicato del deporte profesional estadounidense (la MLB lo creó en 1968 y la NFL en 1968). Pero su legitimidad exigió pelea y amenaza de boicot: acción. Otra vez, la música no suena muy pasada de moda.

La diferencia entre esta época y las anteriores, un proceso de lenta evolución estructural, es que es más obvio que nunca, no hay trampa ni cartón, que las estructuras super millonarias que son hoy en día las franquicias acaban dependiendo de las decisiones de jugadores generalmente muy jóvenes (tal vez no haya una edad mejor que otra para , por ejemplo, si se dejan pasar o no contratos con 80 millones de dólares extra garantizados) y cuyas aspiraciones y motivaciones son cada vez más particulares y difíciles de predecir. Kevin Durant se fue a los Warriors que acababan de dejar a sus Thunder fuera de las Finales en una seria dramática (de 1-3 a 4-3) y se fue después a los Nets sin importarle el traslado a San Francisco, con lluvia de millones, o las posibilidades inmejorables de ganar más anillos. LeBron James primero volvió a una Cleveland en la que había sido el gran satán tras su fuga a Miami y después, ganado un título y cubierto un ciclo, eligió marcharse, con 33 años y cada vez menos opciones de ampliar los tres anillos de su currículum (aunque en eso está), a unos Lakers mal posicionados (cuando él llegó) en el corto plazo deportivo.

Kyrie Irving pidió irse en 2017 de los Cavaliers porque ya no quería jugar a la sombra de LeBron James y el pasado verano se fue a los Nets, precisamente con Kevin Durant, porque ya no quería jugar a la sombra de las diecisiete banderas de campeón que adornan el Garden, donde la continuidad de Al Horford parecía garantizada hasta que se filtró la irrupción de un "pretendiente misterioso" que acabó siendo Philadelphia 76ers, otro meritorio en las nuevas jerarquías del Este y, más allá, el gran rival histórico de los Celtics en su Costa, antes de girar la vista hacia Los Ángeles. Esos mismos Sixers se quedaron sin un Jimmy Butler que había forzado un año antes su salida de los Timberwolves tras acabar no precisamente bien en los Bulls y que el pasado verano, después de tener contra las cuerdas al futuro campeón en un séptimo partido de semifinales de Conferencia, optó por irse a Miami Heat, donde se le ofrecía menos dinero y peores aspiraciones deportivas, al menos en el corto plazo y por mucho que no haya sido finalmente así.

Kawhi Leonard pasó de ser el primer gran jugador que acaba de la peor manera posible con los Spurs de RC Buford y Gregg Popovich, la franquicia pluscuamperfecta, a ser el primero que se iba del equipo campeón tras haberse proclamado MVP de las Finales. Su sueño era jugar en su California natal y sus cuentas pasaban por hacerlo en la mejor situación competitiva posible, objetivo que consiguió enredando durante días a Lakers y Raptors para amasar capacidad de presión mientras tanteaba a otras estrellas: Durant, Harden, Butler... hasta que recibió el sí de Paul George, otro angelino que en 2017 pidió salir de los Pacers para jugar en los Lakers pero acabó traspasado a los Thunder, donde se le suponía a préstamo durante un año pero donde renovó finalmente por cuatro. En Oklahoma City la fiesta fue tal que aquel 7 de julio de 2018 fue nombrado día oficial de Paul George. Sin saber, claro, que menos de un año después el alero iba a orquestar una ultra agresiva petición de traspaso que obligó a los Clippers a meterse en un intercambio de récord (dieron a Danilo Gallinari, Shai Gilgeous-Alexander y cinco primeras rondas más el derecho a intercambiar otras dos). Kawhi y Paul George llegaron a su destino soñado pero los dos podrán ser agentes libres otra vez en 2021, ya que Kawhi firmó por solo tres años (103 millones) y en 2+1. Así que los Clippers pueden verse sometidos a una presión máxima ya en el futuro casi inmediato, si esta temporada no acaba bien para sus intereses. En OKC, mientras, el golpe de Paul George obligó a adelantar a toda prisa, y no según los planes iniciales de la franquicia, el final de la era Russell Westbrook.

Franquicias con el ceño fruncido

Todo eso, pieza tras pieza de un dominó inaudito, sucedió en un puñado de días del pasado julio. Una sucesión de giros de guion que cambió por completo el mapa de la NBA y, por ejemplo, dejó muy tocados a unos mercados pequeños que habían celebrado durante el año anterior la continuidad de Paul George en OKC y el título de Toronto Raptors tras su firme apuesta por tener, al menos un año (así fue) a Kawhi Leonard. Pero todo cambio en unas semanas entre el culebrón venezolano y la superproducción hollywoodiense que, sobre todo, llevaron a la primera línea de debate la consumación del nuevo sentido de libertad de los jugadores. Estos ahora hacen lo que les viene en gana y destilan un aroma a poder que pasará examen precisamente cuando se negocie el nuevo convenio colectivo y se pongan frente a unas franquicias que perciben que están cada vez más a la cola, a verlas venir y sin manera de influir en los jugadores de la manera en que lo han hecho tradicionalmente. El trabajo del general manager sigue siendo esencial, pero su rol en los primeros días de la agencia está cambiando de forma drástica.

Sam Presti, el niño prodigio (ahora 43 años) que es general manager de los Thunder desde que eran Seattle Supersonics, ha sido en los últimos años uno de los estandartes de la resistencia del mercado pequeño, una de las figuras que demostraban que en los despachos se generan ventajas competitivas casi tan grandes (o al menos tan necesarias) como las que marcan los mejores jugadores en la cancha. Presti, que en 2001 (¡con 25 años!) ya se apuntó el tanto de recomendar a los Spurs que draftearan a un base francés llamado Tony Parker, fue tajante cuando negó, apenas horas después de que hablara el alero, la versión de Paul George, que vendió una salida de los Thunder pactada y consensuada por ambas partes. Después, con un tono en el que seguramente había más cansancio que derrotismo, publicó un artículo en la prensa de Oklahoma en el que reconoció que hasta su chistera se puede acabar quedando sin conejos: "tal y como está diseñada ahora la Liga, los mercados pequeños operamos con obvias desventajas. no hay ya motivos para fingir que eso es de otra manera".


Desde lo alto de la pirámide se multiplican los mensajes que invitan a repensar un sistema marcado ahora, y esta vez son los propietarios los que toman buena nota, por el advenimiento de esta nueva era de poder absoluto de los jugadores. Que además, en tiempo de redes sociales y comunicaciones directas y prácticamente ininterrumpidas, pueden ocupar un lugar nuevo y preferente en el relato. Mucho más cerca del aficionado, mucho más directos en el mensaje, mucho más capaces de no parecer los malos de la película, un problema tradicional en unos conflictos laborales en los que sus salarios, estilos de vida y a veces incluso raza (bienvenidos a América, otra vez) cambiaban el paso de unos aficionados que no solían percibirlos en una lucha de trabajadores contra patrones, donde la simpatía suele inclinarse hacia los primeros, y que además veían a esos jóvenes, a los que consideraban millonarios caprichosos, como principales responsables de los lockout que mandaban al limbo semanas y semanas de competición.

El dueño multimillonario, con el que sorprendentemente el aficionado al deporte tiene muchas veces más paciencia y empatía, lo tiene mucho más difícil ahora. No solo porque los jugadores tienen una fuerza nunca vista como marcas personales y están prácticamente metidos, pantallas mediante, en casa de un nuevo tipo de aficionados. También porque les resultan mucho menos efectivas las vías de comunicación tradicionales. En 1998, Mike Wise publicó en el New York Times un artículo atronador durante el lockout que dejó la Regular Season en 50 partidos por equipo (464 menos en total), sin All Star Weekend y con fecha de inicio en el 5 de febrero. Un golpe monumental para una Liga que bastante tenía con sostenerse en lo que era, para colmo, el año I sin Michael Jordan, que se había ido por segunda (y esta vez definitiva) vez de Chicago Bulls. El base Kenny Anderson le contó a Wise el efecto del cierre patronal en sus finanzas, y detalló sus cuentas y gastos con todo detalle. Una candidez que, ni siquiera era el objetivo del periodista, puso a los jugadores en la picota, sentenciados por una opinión pública pasmada.

Era una NBA con los jugadores unidos de aquella manera y un sindicato manejado off the record por David Falk, el súper agente de Michael Jordan pero también de los dos líderes de la asociación de jugadores, Patrick Ewing y Alonzo Mourning. Anderson había firmado en 1996 un contrato de siete años y 49 millones, unos muy saludables siete al año con la media de la liga todavía en 2,6. El lockout le costaba, contó el con pelos y señales, 76.000 dólares por cada partido que no se jugaba durante el cierre patronal. Anderson aseguraba, sin pensar en qué imagen transmitiría eso, que tal vez tendría que vender uno de los ocho coches de lujo que tenían puesto a su nombre o el de su mujer y que les quitaban 75.000 dólares cada año entre seguros y mantenimiento.

La exestrella del legendario baloncesto de instituto neoyorquino, con 29 años, tenía garantizados a priori esa temporada 5,8 millones, que se quedaban después de impuestos en unos 3 ("como si fuera socio del estado"). Tenía dos hijas con su actual pareja y otras dos con otras dos mujeres a las que pagaba 14.400 dólares totales al mes, a los que había que sumar 3.000 en hipotecas e impuestos inmobiliarios. Más, y ya en cantidades anuales: 232.000 para su agente (el 4% del último contrato firmado), 175.000 en abogados y gastos legales y un total indeterminado en préstamos (regalos a fondo perdido, en realidad) para amigos y familiares, que se llevaban cheques de entre 3.000 y 5.000 dólares. Wise escribió después sobre las labores que hacía Kenny Anderson en su antigua comunidad y los problemas reales de un buen chico real. Pero ya casi nadie quería escuchar porque, muy convenientemente para el establishment, Kenny Anderson estaba boicoteando la NBA para chantajear a las franquicias y aumentar esa colección de ocho coches de lujo.


Hoy, sucede en todos los ámbitos, los mensajes están atomizados y las redes sociales ejercen, a veces para bien y muchísimas otras para mal, una suerte de nuevo boca a boca que escapa al control de cualquier estrategia comunicativa tradicional. Y la lectura y manejo de esa nueva realidad es uno de los grandes legados, al menos entre bastidores, que va a dejar LeBron James a sus compañeros de profesión. Del mismo modo que los Warriors, su némesis durante un lustro, han sido mucho más que uno de los mejores equipos de la historia y están ayudando a redefinir el concepto de franquicia, LeBron ha dado a los jugadores un nuevo poder mucho más real, público y material. Uno definido por esa absoluta libertad de expresión y acción.

En 2010, LeBron anunció en "The Decision", un especial televisivo en ESPN de infausto recuerdo (pero seguido en directo por nueve millones de personas), que cerraba ciclo en los Cavaliers de su Ohio natal para irse a los Heat de la glamurosa Miami. Fue un error, mal parido y peor ejecutado incluso en términos de producción, pero fue la primera muesca de un jugador que estaba cambiando la forma de relacionarse con todo lo que lo rodeaba. En sus cuatro años en Miami, que definió como el periplo universitario fuera de casa que no había tenido ya que saltó a la NBA desde el instituto, maduró como jugador pero también como persona. Como empresario y como gestor. Sin aquel patinazo que le convirtió en uno de los deportistas más odiados de América no hubiera sido posible, así son las cosas, la exquisita carta redactada con Lee Jenkins para Sports Illustrated (el periodista ahora trabaja en los Clippers) en la que anunció en 2014 su vuelta a casa. O un proceso de salida hacia los Lakers, en 2018, que acabó con un escueto comunicado de su agencia, dirigida siempre por su eterna mano derecha, Rich Paul.

En ocho años, y esa fuerza se ha vuelto a sentir ahora en la burbuja de Florida, uno de los mejores jugadores de la historia había cambiado tres veces de equipo, había ganado tres anillos y perdido cinco Finales; Había manejado los tiempos y los discursos, impuesto su marca y sus señas comunicativas y manejado sus contratos con astucia y egoísmo pero sin caretas, con el objetivo de maximizar sus ganancias según se movía el salary cap pero también de ejercer un control de facto casi total en sus equipos, que acabaron desquiciados en carreras extenuantes por tenerle siempre contento y bien rodeado. Les pasó a los Heat pese al embrujo de Pat Riley y les pasó desde luego a los Cavaliers, que en la temporada 2017-18 jugaron las Finales sin saber muy bien cómo, con un equipo cogido con alfileres y sin tener ni idea de si tenían que planificar en el corto plazo, con un riesgo tremendo si LeBron finalmente se iba, o para el medio y largo, con el problema de comprometer el presente y tal vez con ello empujar definitivamente a su estrella a la puerta de salida. Un galimatías.

LeBron había hecho todo eso sin dañar una imagen pública totalmente reconstruida y ya esencialmente inquebrantable, con las redes sociales como ventana de los demás a su mundo, y no al contrario, y las ataduras que habían limitado la toma de decisiones de los jugadores, especialmente de las grandes estrellas, reventadas y hechas un ovillo. El advenimiento definitivo de la era del jugador, uno que además ha decidido usar ese músculo para promover el cambio social. Y para exigirlo donde su mensaje no cala con tanta facilidad… o se intenta que no empape más allá de la superficie.

Cuando los jugadores no tenían derecho a elegir

Conviene recordar, volviendo por última vez a la historia de la NBA, que incluso con sus defectos y vicios (ya obvios) el proceso de empoderamiento del jugador ha sido una victoria de su fuerza trabajadora y, como tal, algo digno de celebración. A partir de ahí, forma parte de la banda sonora del mundillo NBA en los últimos años: "Antes los jugadores eran fieles a su equipo durante toda o casi toda su carrera", "antes las estrellas no querían jugar juntas sino enfrentarse". En la pista y, para los demasiado nostálgicos, parece que también en justas medievales a vida o muerte. Las estrellas actuales tienen nuevas motivaciones y nuevos intereses, interactúan desde críos en los circuitos AAU o después en las versiones NBA del Team USA que compite desde 1992 en Juegos Olímpicos y Mundiales. Y todo está llegando a un extremo que puede acabar resultando excesivo, finalmente contraproducente. Veremos. Pero por ahora están ejerciendo unos derechos de los que ahora son plenamente conscientes y que antes, sencillamente, no tenían. Los aficionados que critican algunos movimientos (muchas veces en función de las camisetas que haya en el ajo) son los mismos que consumen con frenesí cada culebrón y explosionan con cada rumor. Y los que olvidan que muchas estrellas de antaño habrían matado por, simplemente, tener la libertad de movimientos que tienen las actuales. Que, como mínimo, es la que tienen que tener en su contexto y como trabajadores que finalmente son.


La agencia libre es un artefacto relativamente nuevo en la NBA. De hecho, ni siquiera existía en un formato similar al actual hasta 1988. Así que los jugadores no tenían libertad para elegir destino ni siquiera cuando terminaban contrato. Esa lucha acabó con Tom Chambers, un excelente ala-pívot blanco que fue cuatro veces all star, pero había comenzado décadas antes a lomos de gigantes inolvidables. Bob Cousy puso en marcha la NBPA en 1954, cuando en la Liga no había seguros médicos, planes de pensiones ni salarios mínimos (el medio estaba en 8.000 dólares por temporada). Rick Barry, el excepcional alero que tiraba los tiros libres en estilo cuchara y que fue campeón con los Warriors y ocho veces all star, llegó a la Bahía en 1965, cuando todavía funcionaba en todo el deporte profesional estadounidense la reserve clause, una cláusula por la cual los equipos conservaban los derechos de los jugadores una vez finiquitados los contratos.

La única opción era negociar uno nuevo o jugar por decreto una temporada más para el mismo equipo si este no quería dejarle marchar o traspasarle. Los jugadores no tenían en esencia armas para negociar más allá de la presión que podían ejercer negándose a jugar. Barry fue el primer deportista profesional que, en 1967, plantó cara a la reserve clause para tratar de saltar de la NBA a la recién creada ABA, la liga alternativa que operó hasta 1976. Cuando lo hizo, se le tachó poco menos que de pesetero porque por entonces, sencillamente, no se consideraba que un deportista profesional tuviera derecho, bastante bien vivía ya, a aspirar a mejoras a través del cambio de equipo. El hecho, otra vez el relato, era que la oferta (75.000 dólares) de los Oakland Oaks, cuyo entrenador Bruce Hale era su su suegro, se movía en cantidades idénticas a la de los Warriors, que todavía jugaban en San Francisco.


Barry retó a los Warriors, se pasó la temporada 1967-68 sin jugar y, aunque no ganó por la vía legal, abrió la puerta al cambio de jugadores entre ligas, de por sí una bendición para un colectivo de repente con más opciones y, por lo tanto, con salarios más altos: la media pasó de 18.000 dólares al año en 1967 a 110.000 en 1975, cuando la NBA, que antes hundía su fuerza en lo que de facto era un monopolio, ya operaba en busca de la integración de las dos competiciones. La ABA ganó legitimidad con este trance. Los jugadores podían optar por otra liga y podían aspirar a controlar su destino deportivo y su futuro económico. El terreno se había abonado para la llegada de otro personaje fundamental en la historia del baloncesto dentro y fuera de las pistas: Oscar Robertson. Big O fue un base extraordinario, campeón en 1971 con los Bucks de Lew Alcindor (después Kareem Abdul-Jabbar), MVP en 1964 y doce veces all star. Y antes, en los duros años cincuenta, leyenda de Indianápolis con el instituto Crispus Attucks, el centro segregado, para chicos negros, cuya historia sirvió de base para la recordada película Hoosiers: el primer equipo de un instituto para negros que ganó un campeonato estatal y paseó por su ciudad como vencedor, aunque por una ruta limitada a algunos barrios. No fuera a ser que…

Robertson, el primero de raza negra con un cargo semejante en el deporte estadounidense, fue un presidente del sindicato de jugadores valiente y comprometido. Él inició la batalla contra la fusión NBA-ABA y en aras de la libertad de mercado. Eran otros tiempos: jugó catorce años y aseguró después que su sueldo total en ese tiempo no llegó al millón de euros. En 1970 Robertson planteó una denuncia que le enfrentaba, en realidad muy solo, a los equipos. Por entonces veintidós (14 de la NBA y 8 de la ABA). El litigio se alargó hasta 1976, año de la fusión y de un acuerdo que de base sentaba los principios para la desaparición de la reserve clause y el primer embrión de la agencia libre, el mercado en el que los jugadores sin contrato eligen destino. Esa nueva norma llevó el nombre de Oscar Robertson Rule. La senda estaba abierta, pero seguía existiendo la obligación de que el nuevo equipo compensara al antiguo para que se pudiera completar un cambio de camiseta.


En esencia y durante más de una década, la agencia libre plena seguía siendo poco más que un sueño. El traspaso era todavía la forma más lógica para que un jugador dejara el equipo que le había drafteado. Eso o la consabida compensación que muchas veces incluía jugadores o rondas de draft. El cambio definitivo llegó en el verano de 1988 con Tom Chambers, que en su séptima temporada en la NBA, la quinta en Seattle Supersonics, había promediado 20,4 puntos y 6 rebotes por partido y que en 1987, la temporada anterior, había sido MVP del All Star, el primero de los que cuatro que jugó. Pese a su excelente momento, en Seattle empezaron a replantear su rotación interior y Chambers sintió que sería traspasado tarde o temprano, así que decidió que prefería que no eligieran otros cuál sería su siguiente destino. Para ello recibió el apoyo del líder de la Unión de Jugadores, Larry Fleisher, en ruta hacia una revisión del convenio colectivo que por fin pasó a establecer que un jugador podría ser agente libre sin ninguna restricción una vez terminado un contrato si, todavía había flecos, llevaba al menos siete temporadas y dos contratos firmados en la NBA. Chambers encajaba en ese perfil y acabó firmando con Phoenix Suns, que le cortejó con reuniones y dinero sobre la mesa, un escenario que ahora es rutina diaria cuando llega el mes de julio. Firmó por nueve nueve millones en cinco años, más del doble que su último contrato en Seattle.
Una NBA de agencia libre perpetua

A partir de ahí cambió todo y, entonces sí, comenzó el proceso que, gota a gota, desembocó en las leyes actuales del mercado NBA. Con perspectiva, hay tres décadas entre el caso Chambers y las decisiones de LeBron, la conectividad y confraternización de los jugadores y los giros copernicanos que hacen felices a unas aficiones, deprimen a otras y sacan de quicio a la mayoría de los ejecutivos. Conviene, en todo caso, no olvidar que hay una parte coyuntural también en este asunto: el mercado de 2019 lo tenía todo para ser una bomba de relojería y el de 2021 apunta al mismo escenario (tal vez con Giannis Antetokounmpo, LeBron James, Paul George, Kawhi Leonard, Jrue Holiday, Bradley Beal, CJ McCollum, Blake Griffin, Rudy Gobert...), mientras que en este de 2020 apenas habrá grandes estrellas en la pista de baile. Pero el simple hecho de que se plantee el debate a partir de esa premisa confirma que ahora el eje de poder está girado hacia los jugadores, con unas franquicias más pasivas y unos aficionados anonadados. Un posible riesgo sería llegar a un punto en el que hasta los propios jugadores se planteen si todo ha cambiado demasiado en muy poco tiempo.

Incluso ahora que proliferan los seguidores de jugadores más que de equipos, la identificación jugador-club sigue siendo un valor esencial para la mayoría de los aficionados. Fidelidad llama a fidelidad. Y, desde luego y en este clima de agencia libre perenne, las franquicias acabarán amenazando con dejar de firmar contratos tan largos, tan voluminosos y con tantas garantías si los jugadores hacen con ellos lo que quieren incluso cuanto tienen todavía años de vigencia y sin ni siquiera esperar ya al último, tradicionalmente inestable.

Hay más sectores de poder cuyos intereses chocan con algunas nuevas derivas de las temporadas: a diferencia del sobrexictado clima de webs de noticias y redes sociales, las viejas televisiones siguen necesitando partidos con enjundia, estrellas que ni descansan porque sí ni se dosifican demasiado y sin un lote peligroso de equipos abandonados al tanking desde un punto demasiado temprano del curso. También preferirían, puestos a pedir, que haya un buen grupo de equipos de mucho nivel pero que los garbanzos se los jueguen al final los equipos más históricos y mediáticos. Es el mercado. Pero por encima de todos esos intereses, ahora mismo claramente por encima, se ha alzado la figura del jugador. Y quien no quisiera entenderlo a través de las señales que enviaban ese mercado y el reparto económico en la Liga, lo habrá visto ahora con claridad, como casi siempre con LeBron al frente y esta vez por una causa justa. La más justa de todas, en realidad: la justicia social, la igualdad, la guerra abierta contra el racismo sistémico.

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