Wilstermann cayó con estrépito

José Vladimir Nogales
JNN Digital
Sin honor y con un juego pésimo, Wilstermann se fue a pique en el Capriles. Sobre el campo proyectó una insospechada crisis, desatada por la degradada respuesta de sus individualidades, por las innovaciones tacticistas de un imaginativo adiestrador y por la cruda evidencia de la desatinada política de fichajes del club. Fue un equipo debilísimo, sin carácter, con una tendencia autodestructiva que le llevó a entregar el partido a San José que, casi sin proponérselo, encontró su momento para derribar a los rojos. Cuando le llegó la hora, marcó sus goles, ambos en propia puerta, propiciados por groseros errores que desacreditan la indulgente justificación del infortunio. El partido del subestimado equipo orureño fue sencillo: se agrupo atrás, ganó por coraje todos los balones divididos y se lanzó al contragolpe cuando pudo, apelando a la velocidad. Wilstermann dimitió desde la grosera pifia de Giménez, intentando despejar una tan innecesaria como horrible cesión atrás de Torsiglieri, ya entonces condicionado por su negativo protagonismo en el primer descalabro. Varios jugadores se eliminaron del partido, otros quedaron presos de sus limitaciones y el pequeño núcleo de supervivientes fue incapaz de encontrar soluciones al juego, que no existió. El desplome resultó estrepitoso. El equipo se quedó en los huesos y sólo Serginho, Torrico y Justiniano tuvieron la entereza para levantar la bandera en medio del desastre.


De movida, a Wilstermann se le hizo muy penosa la circulación de pelota, obligado a actuar con gran precisión en espacios muy cortos y con receptores distantes y estáticos. Durante los primeros minutos, encontró la solución a sus problemas con pases por detrás de la línea defensiva, pero en todas las ocasiones prevalecieron las intercepciones o Rivas arribó antes que los delanteros. Sin embargo, la fórmula, por repetida y pobre, perdió utilidad.

Ante el súbito daño autoinferido por los rojos (Torsiglieri desvió contra su valla un balón mal defendido por toda la línea), San José ajustó todavía más su estrategia y Wilstermann se vio metido en dificultades matemáticas o físicas. No tenía ni circuitos ni movilidad para realizar el juego corto. El fútbol largo se lo prohibía su imprecisión y la excesiva distancia entre líneas. Le quedaba el recurso de la paciencia, del toque constante hasta adivinar cualquier grieta, pero todo su escuálido bagaje táctico se redujo a Serginho, a su magia. De su ilustre repertorio de indescifrable prestidigitador, llegó una igualdad balsámica, pero fugaz, como los aromáticos efluvios medicinales. La torpeza coprotagónica de Giménez y Torsiglieri restituyó el oscurantismo, el abismo. La nada, cruda y cruel.

La autoflagelación (que incluyó la expulsión de Zenteno) fijó las reglas del partido: San José se tiró atrás sin disimulo y Wilstermann se lanzó al área rival. Lo hizo con la misma parsimonia de siempre, pero con un juego deplorable. Fue una acometida ciega, brusca, respondida desde las filas de San José con una defensa a la antigua, por amontonamiento, desaseada, pero finalmente eficaz por las continuas torpezas de Wilstermann, empeñado en colgar inservibles balones sobre el área, procurando el intangible cabezazo del pétreo Álvarez.

La crítica coyuntura exigía respuestas del comando técnico. Además de reconfigurar el módulo defensivo, Wilstermann necesitaba una inyección de fútbol. Y Díaz, desafiando los patrones tácticos convencionales, dejó aflorar su prolífica vena creativa: quitó al único central que quedaba en cancha (Torsiglieri), pero no agregó otro. Justiniano, el medio centro, se ubicó como único central de una defensa compuesta, además, por dos laterales. Es decir, armó un 3-3-3 sin defensores, muy expuesto atrás y sin oficio para resolver situaciones límite, como las ocasionadas por Orfano con sus infecundos despliegues sin retroceso. En ese contexto, cada pérdida engendraba gran riesgo para una retaguardia deforestada y adulterada. Pero las réplicas de la visita, muy a pesar del favorable contexto propiciatorio, se desvanecieron en la ingenuidad de sus resoluciones.

En todo caso, el riesgo que Díaz asumió en defensa (un desaguisado táctico por la naturaleza de sus componentes) tuvo el propósito de preservar, incólume, su disposición (y composición) ofensiva, sin verse obligado a sacrificar elemento alguno ante la abrupta extirpación de un órgano. Pero la apuesta no redituó. Aún íntegro, el módulo de ataque fracasó con estrépito. La individualidad se constituía en único factor para generar desequilibrio, no la mecánica colectiva, que no existe. Para peor, todo lo que se intenta, toda la polícroma gama de acciones que emerge de la espontaneidad, culmina con un centro inútil. Otras vías no existen o no se exploran. El centro, aún inservible, lo es todo. Y Álvarez, con su pétrea inocuidad, absorbe el juego, lo consume en la nada.

El alboroto obligado en la alineación animó a Díaz a sumar otra torre en el área (Pedriel), pensando quizá que, ante un rival sin gran talla y cerrado en su área, podría aprovechar algún balón en la pertinaz lluvia de centros. No fue una presentación prometedora. El pulso ofensivo (que redobló el riesgo atrás al retirar a Aponte) fue desolador. Un boquete en la credibilidad del campeón. Los remiendos fueron muy visibles, y aunque Díaz cambió varias cosas no consiguió nunca disimular el desastre.

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