El cine después del cine

En tiempos de sobreabundancia de imágenes y abuso del retoque digital, el séptimo arte se enfrenta a una crisis que pone en duda su propia definición

Álex Vicente
El País
En plena dictadura de las franquicias de superhéroes y del uso abusivo del efecto especial, con el de-aging rejuveneciendo los rostros fatigados de las estrellas de otro tiempo y la clonación de intérpretes como próxima moda, ¿ha cambiado la definición de lo que consideramos cine? La disputa está servida desde que, el pasado otoño, directores como Martin Scorsese o Francis Ford Coppola se significaron contra la supremacía de Marvel y alertaron contra el peligro de desaparición de una forma artística que a finales de 2020 cumplirá 125 años de existencia. En el otro extremo, distintos teóricos apuntan al fenómeno contrario: la tecnología ha logrado reanimar este lenguaje centenario, dotándolo de una cualidad híbrida que, más que firmar una sentencia de muerte inexorable, podría suponer un renacimiento. “El cine es un fenómeno idealista que no debe casi nada al espíritu científico”, escribió André Bazin en ¿Qué es el cine? (1958), abriendo un debate ontológico que seis décadas más tarde sigue irresuelto.


La controversia recuerda a las que tuvieron lugar tras la brutal irrupción de otras innovaciones tecnológicas en el pasado. En plena emergencia del formato digital, el historiador Paolo Cherchi Usai publicó La muerte del cine (2001), volumen con prefacio del mismo Scorsese que advertía sobre los efectos perversos de ese nuevo modelo, pronosticando una saturación de cientos de millones de imágenes que impediría procesarlas y preservarlas. “Me trataron de apocalíptico. Veinte años más tarde, creo que no lo fui lo suficiente”, considera ahora Cherchi Usai, que dirige el laboratorio de conservación del Eastman Museum de Rochester (Nueva York), uno de los más importantes del mundo. “Todas las nuevas tecnologías se creen mejores que las que les han precedido. Eso puede ser comprensible. El problema empieza cuando se cree que un nuevo medio es el único con derecho a existir y se deslegitima a los anteriores por nostálgicos o ridículos. Escribí ese libro porque atisbé el peligro del autoritarismo cultural, que es una de las quintaesencias del neoliberalismo”, señala. Prefiere no posicionarse en el debate terminológico sobre el cine porque cree que serviría de poco. “Hemos perdido el derecho a ejercer un control sobre la nomenclatura. Solo el mundo corporativo está en situación de hacerlo. Pero no es tarde para provocar un cambio. Los espectadores debemos ejercer la desobediencia civil”, agrega. Una voz de alarma similar a la que dieron los míticos Cahiers du Cinéma —al borde, por cierto, de la suspensión de pagos— en su último editorial. “El conflicto entre productores y cineastas siempre ha existido, salvo que los productores nunca han sido tan ignorantes, cobardes y pobres de imaginación”, decía la biblia del cine francés, artífice de esa “política de los autores” que dio aliento a la nouvelle vague. “Los cinéfilos deben despertar. No es una lucha entre generaciones, sino la destrucción de un arte por parte de mercaderes”, rezaba.

Para el director camboyano Rithy Panh, responsable de documentales como La imagen perdida —que llegó a las puertas del Oscar en 2014—, el problema no es tanto la manipulación digital como la uniformización de contenidos preformateados tanto en la forma como en el fondo. “Se dijo que el formato digital diversificaría la oferta, pero ha quedado en manos de empresas que, más que producir películas, fabrican productos de consumo potenciados por un algoritmo infalible”, responde Panh. “No hace falta que todo el mundo vea películas de Bergman o de Tarkovski. Pero si consideramos que el cine es el séptimo arte, debemos dejarle funcionar como una disciplina artística”, añade el director, a punto de competir en la Berlinale con Irradiated, su nuevo documental.
Fotograma de 'El irlandés', de Martin Scorsese.
Fotograma de 'El irlandés', de Martin Scorsese.

No todos los cineastas son de la misma opinión. A Luis López Carrasco le parece un debate superado. “Son críticas que desprenden un gran elitismo, propias de una clase burguesa que aspira a decidir cómo debe ser recibida una forma artística. Olvidan que sin videoclubes o películas en televisión, hoy no habría ninguna cinefilia”, explica el director, que acaba de presentar El año del descubrimiento en el Festival de Róterdam. Coincide en que el cine mainstream no va sobrado de originalidad, pero cree que el fenómeno viene de lejos. De aquel momento de cisma, a comienzos de los ochenta, en que La puerta del cielo, de Michael Cimino, y Corazonada, de Coppola, se estrellaron en la taquilla, poniendo fin al periodo de ambición artística, compromiso político y experimentación formal que caracterizó al Nuevo Hollywood. “¿Nos encontramos en un momento de montañas rusas, personajes unidimensionales y narrativas básicas? Puede ser, pero ese proceso de infantilización comienza hace varias décadas. Hoy solo vemos una exacerbación del mismo modelo”, dice López Carrasco. “Es curioso que se demonice esta industria insaciable que lo devora todo. En el fondo, sucede lo mismo en cualquier otro sector económico, en todo el mundo laboral. El capitalismo neoliberal funciona por voracidad, acumulación y aniquilación. ¿Por qué el cine tendría que ser una excepción?”.

En Madrid, un nuevo ciclo en la Filmoteca Española, La imagen renacida, se pregunta por la incidencia de la tecnología en la cultura audiovisual de las últimas décadas, marcadas por la omnipresencia de las pantallas y la profusión de archivos personales de foto y vídeo en nuestros dispositivos móviles. Su programador, Andrew Michael Davis, no ve en ello un síntoma de decadencia, sino ese renacer al que apunta el título de su programa. “Encuentro cosas más sorprendentes en YouTube que en el cine comercial. Es un momento bastante conservador para la industria. Desde los sesenta y hasta comienzos de los ochenta se aspiraba a desubicar al espectador. Hoy eso ya casi no sucede”, añade. Pese a todo, no cree que el cine corra peligro de muerte. “Al revés, está lleno de fenómenos interesantes, aunque sea en la periferia. Lo que está cambiando es la definición de lo que es un cineasta. Hoy dominamos el lenguaje audiovisual al mismo nivel que las palabras”. En el fondo, si el cine está vivo o muerto no le parece “una pregunta interesante”. Lo que importa es que somos hablantes nativos de esa nueva lengua.

Ingrid Guardiola, investigadora de la Universidad de Girona y autora del ensayo El ojo y la navaja (Arcadia), donde analiza la mercantilización de la mirada y el papel de la tecnología en la sociedad de hoy, apunta a dos fenómenos más preocupantes que “la multiplicación de superhéroes un poco kitsch”. De entrada, la importancia adquirida por los departamentos de marketing en el proceso creativo. “Por ejemplo, Warner acaba de firmar un acuerdo con Cinelytic, una start-up que usa la inteligencia artificial para predecir el éxito de una pe­lícula”, explica. ¿Favorecería sustituir a Tom Cruise por un actor más joven entre los menores de 25 años en los mercados europeos? El algoritmo hace el cómputo y luego responde sin piedad. “Se identifican unos patrones de consumo que derivan en películas, usando los mismos personajes e historias para producir gadgets comercializables. Pero eso ya sucedía en tiempos de La guerra de las galaxias”, relativiza Guardiola. La diferencia es que el lugar reservado a los autores en el sistema de Hollywood ha quedado reducido a la mínima expresión.

En segundo lugar, Guardiola habla de un “cine de posproducción”, en el que “el rodaje tiene una importancia limitada”. “La posproducción ha cobrado más relevancia y eso ha generado una realidad sintética, aunque ese es el mundo en que vivimos, lleno de interfaces. Antes el fetiche era la estrella. Ahora la estrella está posproducida”, señala. Al mismo tiempo, ese fenómeno coexiste con un contramodelo: “En el cine europeo han surgido directores como Abdellatif Kechiche o Albert Serra que ruedan durante horas, convirtiendo el rodaje en la experiencia definitoria de sus películas”. Cuanto más extremo es el modelo, más radical resulta su reverso. “Por eso no creo en la muerte de nada: se trata de una dialéctica más que de una liquidación o sustitución”, añade Guardiola, que observa una resistencia política en prácticas como el remontaje o los gif, opuestas al dogma de la sobreabundancia de imágenes.

Para el director mexicano Carlos Reygadas, el debate debería plantearse en términos distintos. “Para mí, la cuestión ontológica es otra: ¿el cine es una representación o una transformación del mundo? ¿Se trata de contar historias ilustrándolas con imágenes, o esas imágenes y sonidos deben tener valor por sí mismos antes que como símbolos?”, se pregunta. En ese sentido, puede que Scorsese y Marvel no jueguen en ligas tan distintas. “El cine lleva más de un siglo intentando nacer, buscando ser autónomo del teatro o la literatura. Ahora le amenaza una muerte prematura: el mundo contemporáneo es cada vez más homogeneizador y no promueve nada cercano a una actividad que exige observación y libertad”, critica.

El cineasta colombiano Ciro Guerra, autor de El abrazo de la serpiente, también es favorable a esa puesta en duda. “Lo importante es conocer, preservar y difundir la historia del cine. Pero igual de dañino es quedarse anclado en el pasado. El cine debe encontrar nuevas formas de interpretar el mundo”, sopesa. “Siempre habrá problemas de producción, de tecnología y de monopolios que quieran apoderarse de todo. Pero el cine siempre ha encontrado la manera de seguir. Como todo misterio, es inagotable. No hay que temer el futuro. Hay que inventarlo”. El cine ha muerto. Viva el cine.


El arte del retoque

El llamado de-aging, técnica digital de rejuvenecimiento facial, ha hecho estragos en el cine estado­unidense. Solo en 2019, seis películas de gran presupuesto lo usaron de manera ostentosa. No solo las nuevas entregas de Marvel o Star Wars, rodadas sobre el imprescindible chroma key o clave de color, sino también autores con el prestigio de Ang Lee (Géminis) o Martin Scorsese (El irlandés). Otra nueva moda en Hollywood es la clonación de actores. La compañía Worldwide XR se dedica a resucitar digitalmente a actores fallecidos, como James Dean o Bette Davis. La técnica, emparentada con el deepfake que prolifera en Internet, también fue usada en Rogue One, donde se imprimió el rostro de una joven Carrie Fisher sobre el cuerpo de otra actriz. La película pionera al respecto fue Simone (2002), que contaba con una protagonista sintética elaborada con fragmentos de otras actrices y modelos.



Las vacas sagradas y el imperio Marvel



En un mundo como Hollywood, tan acostumbrado a hablar la lengua incolora e inodora del marketing, la carga verbal de reputados directores contra el más rentable de los imperios cinematográficos, ese coloso llamado Marvel, habrá marcado un antes y un después. Martin Scorsese fue el encargado de abrir la caja de los truenos en octubre, cuando afirmó que las películas del estudio, propiedad de Disney, no convalidaban como cine. “En esas películas no hay revelación, misterio ni peligro emocional. No corren ningún riesgo. Son películas hechas para satisfacer una serie de requisitos y están diseñadas como variaciones sobre un número finito de temas”, puntualizó después en una tribuna en The New York Times. Su texto parecía pensado como una disculpa pública, aunque ahondó todavía más en la herida. Días más tarde, Francis Ford Coppola se suma al debate. “El cine de verdad aporta algo, es un regalo maravilloso a la sociedad. No trata solo de hacer dinero y convertir a la gente en rica. Eso es despreciable. En realidad, Martin fue amable. No dijo que era despreciable, que es lo que estoy diciendo yo”, expresó en el Festival Lumière de Lyon.

En Francia, patria de la excepción cultural, otros cineastas también han elevado la voz. El más rotundo ha sido el director Olivier Assayas. “Los éxitos de taquilla en general, y las películas de superhéroes en particular, se basan en la pasividad del espectador”, dijo a Le Monde a finales de diciembre. “Usan los niveles auditivos del hard rock para clavarlo en su asiento. El objetivo es rellenar los huecos entre cada descarga de adrenalina, hasta anestesiar a un espectador que sale aturdido de la sala, no muy seguro de lo que acaba de ver, ni de si le gustó, ni de si le interesó, y que lo habrá olvidado todo el día siguiente. Mejor, porque la semana que viene le volverán a proponer más o menos la misma película. De acuerdo con mi idea del cine, hay algo maléfico en ello”, añadió Assayas. Otro director francés, Jacques Audiard, fue el primero en pronunciarse sobre esta deriva. “Cuando veo a las obreras saliendo de la fábrica de los Lumière, estoy convencido de que esa escena sucedió de verdad. Ahora, en cambio, ya no me creo nada de lo que veo. Un actor pudo estar presente o ser añadido en ­posproducción”, dijo Audiard en mayo pasado a EL PAÍS. “Del cine ya solo queda una vaga noción de relato. En el futuro, tal vez habrá que buscar otra palabra para definirlo”.

También Pedro Almodóvar aprovechó para cargar contra Marvel durante una visita a Estados Unidos. “La sexualidad no existe para los superhéroes. Están esterilizados, son de género no identificado. La aventura es todo lo que importa”, dijo en octubre. Por su parte, la argentina Lucrecia Martel, conocida por pelícu­las inscritas en el cine de autor más exigente, como La ciénaga o Zama, fue contactada por la productora, deseosa de contratar a una mujer para dirigir su pelícu­­la Viuda negra. “Me dijeron que no me preocupara por las escenas de acción, que se ocuparían de ellas”, reveló en 2018. “Las compañías están interesadas en las mujeres cineastas, pero todavía creen que las escenas de acción son para los hombres”.

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