El peligro de un nuevo milenarismo

Mookie Tenembaum
Infobae
El año pasado, uno de cada cuatro países fue sacudido por casos extremos de desobediencia civil, y muchos analistas coinciden en afirmar que la tendencia continuará en el 2020, con cerca del 40% del mundo afectado por protestas violentas. Las causas de estos fenómenos son necesariamente muchas y muy variadas, pero hay un tipo de elemento que me gustaría subrayar, porque a mi entender no ha sido suficientemente tenido en cuenta.


Hace ya medio siglo que George Gerbner, pionero de la teoría de la comunicación, describió el “síndrome del mundo cruel” como la tendencia manifestada por la gente que pasa mucho tiempo frente al televisor a percibir el mundo como un lugar especialmente temible y peligroso, y a volverse proporcionalmente más propensa a reacciones violentas e intempestivas. El sesgo alarmista que caracterizaba a la televisión del siglo pasado se extiende en nuestros días a otros soportes tradicionales, como la radio, el cine y la prensa impresa, y excita -sobre todo- a los usuarios de medios digitales, a través de redes sociales, plataformas de streaming y publicaciones online. No hay misterio en esto: la atención humana es un recurso muy limitado, y tiende naturalmente a enfocarse en cualquier hecho que pueda ser considerado una amenaza. Los acontecimientos más grandes y más próximos tienen, a su vez, por razones obvias, más chances de llamar la atención. El resultado es previsible: las pantallas, cada vez más numerosas, compiten para que nos detengamos frente a ellas y desbordan con representaciones aterradoras.

Una de las consecuencias más notables de esta realidad es la proliferación casi ilimitada en los medios de comunicación de narrativas que anuncian catástrofes globales. Algunas pertenecen al género de la ciencia ficción, pero muchas otras son presentadas como predicciones estrictamente científicas: pandemias y guerras nucleares, impactos de meteoritos y drásticos cambios climáticos, invasiones extraterrestres o rebeliones de máquinas inteligentes... las amenazas parecen multiplicarse por doquier. El denominador común es -sin dudas- el riesgo existencial, como si el mayor interés fuese suscitado exclusivamente por aquellos eventos que podrían causar la extinción de la humanidad, y a la mayor brevedad posible. De acuerdo a mi acotada experiencia, tienden a prevalecer aquellas amenazas que a su ominosidad e inminencia agregan una cuota de dolo; eventuales catástrofes naturales como un súper volcán o una explosión de rayos gama dirigida hacia nuestra región de la galaxia, aunque posibles, suelen recibir menos cobertura que aquellas en las que puede señalarse la responsabilidad intencional de algunos seres humanos, como por ejemplo el calentamiento global atribuido a la codicia de los capitalistas o la aparición de un agente infeccioso genéticamente modificado por la inmoderada ambición del sector biotecnológico.

Nada de esto es absolutamente nuevo, por cierto. A través de las épocas, casi todas las culturas han ideado y comunicado historias acerca del fin de los tiempos. Los mitos que describen el terror de la aniquilación son universales. Lo que es nuevo, en todo caso, es la multiplicación exponencial de las versiones acerca de la catástrofe que supuestamente se aproxima y el sustento ya no místico o profético sino pretendidamente científico y racional que intenta dársele. Quiero ser claro: no me interesa discutir aquí en términos técnicos la mayor o menor probabilidad de los distintos escenarios apocalípticos que hoy circulan. Lo que me parece importante es considerar críticamente su diseminación desde un punto de vista comunicacional. El continuo llamado de atención que apela a innumerables imágenes de perentoria catástrofe global puede redundar en un estado de confusión e histerias generalizadas. De una parte, la difusión ininterrumpida de amenazas infundadas supone siempre el riesgo proverbialmente descripto por Esopo en la fábula del pastor mentiroso: llegará el momento en que nadie dará crédito a las advertencias que deban ser atendidas. Y por sobre todas las cosas, tal y como lo entendió tempranamente George Gerbner: cuanto más expuestos estemos a mensajes urgentes y escalofriantes, mayor será el clima general de crispación y menores las oportunidades para la reflexión sobre los verdaderos problemas y las verdaderas soluciones, que son necesariamente complejas y lentas.

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