La ineptitud de Miranda y el mal planteamiento de Díaz, frenaron a un Wilstermann pálido
Con un gol de Menezes (35'), el cuadro cruceño derrotó al líder. Las deficiencias de Wilstermann fueron muy visibles tras un periodo de lucidez, que
José Vladimir Nogales
JNN Digital
En un duelo con poco rango, a Wilstermann se le vieron nuevamente algunos costurones. Frente a un equipo que lucha por no descender, pudo incluso evitar la derrota, pero su incapacidad para remediar el ataque por alto y sus deficiencias para llevar el juego, le pusieron en evidencia. Cuesta creer que un equipo con la etiqueta de este Wilstermann reciba un escarnio semejante en zonas del juego tan sensibles como las áreas (blando en la propia y flaco o vacío en la de enfrente). El calvario de Miranda ejemplificó a la perfección las penurias de un cuadro anotado entre los grandes candidatos. Cortar su perfecta marcha ante uno de los más débiles fue un azote. Y no sólo por sus limitados recursos defensivos, sino por la incapacidad de su equipo para, de forma gremial y solidaria, impedir la caída. Expuesto de tal forma a la intemperie, Wilstermann recibió el primer varapalo del curso. Cierto que ante un equipo que suele ser un hueso en su casa, pero no como se produjo, sin medidas para contrarrestar las escasas armas de su adversario e incapaz de imponer las suyas.
De entrada, Wilstermann hizo sentir su presencia y ambición para ganar el partido ante un Destroyers que se mostró ansioso por salir del mal.
Pese al buen arranque, el fútbol de Wilstermann se fue diluyendo. Con el correr de los minutos, perdió precisión, se desintegró su estructura y, progresivamente, la claridad de su juego se hizo turbia. Su técnico, el argentino Christian Díaz, quiso sorprender con la inclusión del extremo argentino Orfano como lateral, arrancando desde atrás de la posición de Galindo. Pese a las buenas acciones del argentino, sus desbordes fueron revelando dos problemas: a) que le costaba concluir sus maniobras. b) inluso si lo hacía correctamente -enviando centros adecuados- de poco habrían de servir al no existir nadie en la cresta del ataque para definir. Y ese fue el gran problema de Wilstermann, un error congénito, de diseño: colocar a Bruno Miranda como centro atacante. Su ineptitud como definidor no fue tan flagrante como su falta de oficio para ejercer en esa demarcación: dispuso de dos ocasiones que un goleador de raza no hubiese dilapidado con tamaña torpeza (un mano a mano con Araúz que disparó afuera y un balón que Galindo robó en el área y le entregó para que disparase sin otro obstáculo que un golero reptando, pero Miranda en el pináculo de su ineptitud le tiró al cuerpo). A esa carencia, bastante gravosa para quien pretende asumir el protagónico rol de centro atacante en una heterogénea formación que aspira a grandes gestas, adosó un alarmante régimen de inoperantes movimientos que hizo aún más estéril la vaga ejecución de una tarea que él, insólitamente, se empeñó en estropear. Como eje del ataque, nunca aparecía en el corazón del área cuando su equipo rompía por las bandas. Permanecía estático cuando Chávez, en posesión del balón, se decidía a encarar. No se ofrecía como receptor, nunca buscaba el vacío a espaldas de los defensas, ni se esforzaba por huir de su marca. Era una ameba tiesa, inerte, sin idea alguna sobre qué era lo que debía ejecutar o por dónde transitar. Parecía ir tras camaleónicas soluciones a la sombra de defensas rivales, mimetizándose en la espesura del paisaje umbrío, exhibiendo su patético inmovilismo, sin ofrecerle opciones a un equipo ávido de referencias. Quien inventó a Miranda como punta, se equivocó feo. Lo peor es que, por los caprichos de infectan el fútbol nuestro, constituye un error con tendencia crónica, que tenderá a repetirse hasta que la dolorosa evidencia imponga una enmienda. Para entonces, todo podría estar perdido.
Lo curioso es que, pese a las pésimas prestaciones de tan poco jugador, Díaz lo mantuvo activo cuando su negativa incidencia en la mecánica exigía su exclusión. Es evidente que su presencia en la formación titular no obedece a preceptos futbolísticos convencionales. Existe alguna presión (de facto) desde la dirección del club para acreditar los devaluados bonos de aquello que buscaron, sin sustancia ni convicción, en el mercado estival. Y por regalar una hora de partido con una alineación corrompida, Wilstermann perdió claridad. Sin referencias en el área, perdió presencia ofensiva. Entonces, la nada se comió al equipo. Cada evanescente proyecto ofensivo era deglutido por el vacío futbolístico que le consumía al arribar al área. No era, como puede parecer, la eficiencia defensiva de Destroyers lo que desnaturalizó y anuló a Wilstermann. El local desplegó un juego cardinal, militarizado, pero poco seguro y nada sólido.
La primera sensación de peligro fue de José Cortes. El delantero colombiano de Destroyers sacó un cabezazo que pasó por centímetros del palo izquierdo del portero aviador, Arnaldo Giménez.
A medida que Wilstermann fue negándose con la pelota, al infectarse de imprecisión y al perder capacidad de asociación, Destroyers fue equilibrando el juego. Se animó a proponer con la pelota. Su posesión, no obstante, fue escasamente fértil. Sin elaboración, se llamó al juego físico, a las atropelladas. Y donde sacó ventaja fue en la búsqueda por alto, donde Wilstermann se reveló frágil. Con cada pelota que Destroyers colgó sobre el espacio aéreo de Giménez, Wilstermann sufrió. Tomó mal las marcas en la defensa de pelotas paradas y tampoco respondió con solvencia cuando había que obstaculizar a los posibles receptores. Le cabecearon mucho adentro del área y, en una de esas dimisiones, su pórtico cayó. Aponte (de escasa estatura) perdió en el salto con un rival, que cabeceó cómodo. El balón se estrelló en el travesaño y el rebote fue conectado por el defensor Menezez para superar a Giménez. La defensa, estática, buscó ayuda en el línea en lugar de activarse para ensayar un despeje.
La desventaja acentuó la degradación colectiva de Wilstermann, que terminó por desintegrarse. Le costaba sacar limpio del balón desde atrás para manejarlo arriba con claridad. Saucedo, de pobre partido, erró mucho en la distribución, comprometiendo la recepción y facilitando la organización de la emboscada rival. Chávez tampoco tuvo un buen andar. Sucumbió ante su marca y le costó acertar las entregas. Existía cierta lógica para ese declinante desempeño. Chávez necesita un aprovisionamiento limpio y socios que se le muestren. Como Saucedo queda muy atrás y Ortíz le lanza ladrillos, su recepción es compleja. Y como Serginho se estaciona en la línea de los defensas y Miranda se momifica a dos metros, cuando debía buscar posiciones útiles, a Chávez se le sobrecarga la tarea. Debe retener el balón más de lo necesario y trasladar en demasía, ante obstáculos que multiplican la densidad. Así, en esas condiciones, es difícil que brille, más allá de que su luz esté o no encendida.
Para la segunda mitad se imponían ciertas variantes imperiosas. Erradicar la contaminante inutilidad de Miranda, restituir la referencia en el área y mejorar las prestaciones de un mediocampo disperso. Pero, como es moneda común en el fútbol de nuestros días, el técnico Christian Díaz tiene un manual con una lógica contraria a la razón. Dio insólita continuidad a Miranda, extendiendo su perniciosa incidencia sobre la degradada salud del colectivo, pero quitó a Galindo para que Villarroel, un media punta sin rodaje, solucionase algo que era propio de un extremo. Por tanto, los problemas conservaron la preocupante carga corrosiva de la primera etapa. Un equipo sin fútbol y sin referencias en el área, se llamó a jugar a puro empuje, a tirarle pelotazos a un hombre sin capacidad para manejarse por alto, ante rivales que imponían envergadura física y numérica. Miranda seguía contaminando al equipo. El juego era poco claro. Impreciso, sin conjunción, a pura atropellada. Para peor, Miranda condicionó los siguientes cambios. Debía ingresar Nilson para restituir las perdidas referencias ofensivas, pero posibilitar su inserción en la nómina era necesaria la exclusión de un extranjero. El elegido fue Orfano. Con él murió la actividad por derecha, donde prestaron servicios agentes improvisados para el puesto, sin mejorar la oferta.
Los cambios no le aportaron mucho fútbol a Wilstermann, pese a llenarse de volantes con manejo. Para acomodarlos a todos, Díaz tuvo que reubicar a su gente en demarcaciones desconocidas: Saucedo de lateral, Villarroel de extremo, Víctor Melgar como volante de juego. Cierto es que Wilstermann montó un frenético asedio sobre el arco de Araúz y dispuso de algunas oportunidades para anotar, pero lo hizo a puro pelotazo o abonándose a los desbordes de un Serginho más activo. Poca elaboración y ninguna conjunción. Un pecado para un equipo que presume trabajo o cierto grado de evolución colectiva.
Con mucho espacio a espaldas de un rival deshilachado y empeñado en una difusa propuesta ofensiva (cuesta entender qué quiso hacer Díaz con tanto volante), Destroyers buscó, en fulminantes réplicas, liquidar el partido. Dispuso de oportunidades, pero las dilapidó por exceso de precipitación. Es cierto que Lira llegó a coronar una de esas réplicas en estampida, pero el juez anuló correctamente la anotación por evidente posición adelantada. Es verdad que Zenteno estaba casi sobre la línea de gol, pero no basta la presencia de un defensa (como erróneamente se cree) para habilitar a un receptor. El reglamento señala que deben ser dos los rivales que habiliten a un atacante (uno, obviamente, es el arquero, y el otro el último defensor). Y como Giménez había abandonado su arco, Lira sólo tenía a Zenteno entre su posición y la línea de gol. Por tanto, incurrió en infracción. Desconocer las reglas es tan aberrante como creer que Miranda es un eficiente atacante de área.
Bregó mucho Wilstermann por una igualdad que parecía lejana, muy a pesar de los tumultuosos embates de Serginho o el súbito, aunque tardío, peso que Nilson aportó en el área. El punta brasileño dio referencias y la hermenéutica funcionó, al fin, con una brújula, pero sin eficacia. Los intentos de asociación seguían siendo baldíos, devorados por una latente imprecisión que desnudaba un déficit de coordinación que, desde hace mucho, afecta a un conjunto que no ha cambiado drásticamente sus piezas y conserva vicios y virtudes, más lo primero que lo último. Es curioso que un equipo que juega junto desde hace mucho no haya desarrollado un mayor grado de asimilación, de elevada conjunción, que el que se advierte en el actual proceso. Su repertorio, esencialmente individualista, ofrece una básica gama de movimientos colectivos, no algo más variado y complejo que involucre a más actores que los que, coyunturalmente, transitan en la vecindad de la pelota. Es igualmente curioso que siempre jueguen los mismos, pese a la evidencia de ciertos deterioros en el nivel de sus prestaciones y, de igual modo, pese al peculiar ideario y diagnóstico que, en buena teoría, debe tener del técnico de turno (Díaz dijo preferir el 4-4-2, pero juega con el 4-3-3 de Mosquera, Peña, Portugal). Es como si la construcción de la alineación respondiese a los intereses de una logia de intocables que está por encima de gustos y preferencias de eventuales comandos técnicos. Hay jugadores cuyas imperfecciones causan daño, pero llamativamente nadie parece percibirlo y todos optan por convivir con el mal y proceden a disimularlo dialécticamente cuando constituyen causa de algún sacudón.
Casi sobre el final, una mano muy rigurosamente sancionada por el juez (el balón pegó en un brazo naturalmente despegado y tras un rebote, algo que no es sancionable, pese a que se ha difundido, con poco conocimiento, que toda mano es punible) le brindó a Wilstermann la oportunidad de rescatar una unidad, preservar la punta y sostener su invicto. El disparo muy cruzado de Nilson (sorprendió que él tomara a su cargo la ejecución) se estrelló en un poste y aniquiló, pese a un ramillete de minutos sobrantes, las precarias posibilidades de un equipo confundido.
José Vladimir Nogales
JNN Digital
En un duelo con poco rango, a Wilstermann se le vieron nuevamente algunos costurones. Frente a un equipo que lucha por no descender, pudo incluso evitar la derrota, pero su incapacidad para remediar el ataque por alto y sus deficiencias para llevar el juego, le pusieron en evidencia. Cuesta creer que un equipo con la etiqueta de este Wilstermann reciba un escarnio semejante en zonas del juego tan sensibles como las áreas (blando en la propia y flaco o vacío en la de enfrente). El calvario de Miranda ejemplificó a la perfección las penurias de un cuadro anotado entre los grandes candidatos. Cortar su perfecta marcha ante uno de los más débiles fue un azote. Y no sólo por sus limitados recursos defensivos, sino por la incapacidad de su equipo para, de forma gremial y solidaria, impedir la caída. Expuesto de tal forma a la intemperie, Wilstermann recibió el primer varapalo del curso. Cierto que ante un equipo que suele ser un hueso en su casa, pero no como se produjo, sin medidas para contrarrestar las escasas armas de su adversario e incapaz de imponer las suyas.
De entrada, Wilstermann hizo sentir su presencia y ambición para ganar el partido ante un Destroyers que se mostró ansioso por salir del mal.
Pese al buen arranque, el fútbol de Wilstermann se fue diluyendo. Con el correr de los minutos, perdió precisión, se desintegró su estructura y, progresivamente, la claridad de su juego se hizo turbia. Su técnico, el argentino Christian Díaz, quiso sorprender con la inclusión del extremo argentino Orfano como lateral, arrancando desde atrás de la posición de Galindo. Pese a las buenas acciones del argentino, sus desbordes fueron revelando dos problemas: a) que le costaba concluir sus maniobras. b) inluso si lo hacía correctamente -enviando centros adecuados- de poco habrían de servir al no existir nadie en la cresta del ataque para definir. Y ese fue el gran problema de Wilstermann, un error congénito, de diseño: colocar a Bruno Miranda como centro atacante. Su ineptitud como definidor no fue tan flagrante como su falta de oficio para ejercer en esa demarcación: dispuso de dos ocasiones que un goleador de raza no hubiese dilapidado con tamaña torpeza (un mano a mano con Araúz que disparó afuera y un balón que Galindo robó en el área y le entregó para que disparase sin otro obstáculo que un golero reptando, pero Miranda en el pináculo de su ineptitud le tiró al cuerpo). A esa carencia, bastante gravosa para quien pretende asumir el protagónico rol de centro atacante en una heterogénea formación que aspira a grandes gestas, adosó un alarmante régimen de inoperantes movimientos que hizo aún más estéril la vaga ejecución de una tarea que él, insólitamente, se empeñó en estropear. Como eje del ataque, nunca aparecía en el corazón del área cuando su equipo rompía por las bandas. Permanecía estático cuando Chávez, en posesión del balón, se decidía a encarar. No se ofrecía como receptor, nunca buscaba el vacío a espaldas de los defensas, ni se esforzaba por huir de su marca. Era una ameba tiesa, inerte, sin idea alguna sobre qué era lo que debía ejecutar o por dónde transitar. Parecía ir tras camaleónicas soluciones a la sombra de defensas rivales, mimetizándose en la espesura del paisaje umbrío, exhibiendo su patético inmovilismo, sin ofrecerle opciones a un equipo ávido de referencias. Quien inventó a Miranda como punta, se equivocó feo. Lo peor es que, por los caprichos de infectan el fútbol nuestro, constituye un error con tendencia crónica, que tenderá a repetirse hasta que la dolorosa evidencia imponga una enmienda. Para entonces, todo podría estar perdido.
Lo curioso es que, pese a las pésimas prestaciones de tan poco jugador, Díaz lo mantuvo activo cuando su negativa incidencia en la mecánica exigía su exclusión. Es evidente que su presencia en la formación titular no obedece a preceptos futbolísticos convencionales. Existe alguna presión (de facto) desde la dirección del club para acreditar los devaluados bonos de aquello que buscaron, sin sustancia ni convicción, en el mercado estival. Y por regalar una hora de partido con una alineación corrompida, Wilstermann perdió claridad. Sin referencias en el área, perdió presencia ofensiva. Entonces, la nada se comió al equipo. Cada evanescente proyecto ofensivo era deglutido por el vacío futbolístico que le consumía al arribar al área. No era, como puede parecer, la eficiencia defensiva de Destroyers lo que desnaturalizó y anuló a Wilstermann. El local desplegó un juego cardinal, militarizado, pero poco seguro y nada sólido.
La primera sensación de peligro fue de José Cortes. El delantero colombiano de Destroyers sacó un cabezazo que pasó por centímetros del palo izquierdo del portero aviador, Arnaldo Giménez.
A medida que Wilstermann fue negándose con la pelota, al infectarse de imprecisión y al perder capacidad de asociación, Destroyers fue equilibrando el juego. Se animó a proponer con la pelota. Su posesión, no obstante, fue escasamente fértil. Sin elaboración, se llamó al juego físico, a las atropelladas. Y donde sacó ventaja fue en la búsqueda por alto, donde Wilstermann se reveló frágil. Con cada pelota que Destroyers colgó sobre el espacio aéreo de Giménez, Wilstermann sufrió. Tomó mal las marcas en la defensa de pelotas paradas y tampoco respondió con solvencia cuando había que obstaculizar a los posibles receptores. Le cabecearon mucho adentro del área y, en una de esas dimisiones, su pórtico cayó. Aponte (de escasa estatura) perdió en el salto con un rival, que cabeceó cómodo. El balón se estrelló en el travesaño y el rebote fue conectado por el defensor Menezez para superar a Giménez. La defensa, estática, buscó ayuda en el línea en lugar de activarse para ensayar un despeje.
La desventaja acentuó la degradación colectiva de Wilstermann, que terminó por desintegrarse. Le costaba sacar limpio del balón desde atrás para manejarlo arriba con claridad. Saucedo, de pobre partido, erró mucho en la distribución, comprometiendo la recepción y facilitando la organización de la emboscada rival. Chávez tampoco tuvo un buen andar. Sucumbió ante su marca y le costó acertar las entregas. Existía cierta lógica para ese declinante desempeño. Chávez necesita un aprovisionamiento limpio y socios que se le muestren. Como Saucedo queda muy atrás y Ortíz le lanza ladrillos, su recepción es compleja. Y como Serginho se estaciona en la línea de los defensas y Miranda se momifica a dos metros, cuando debía buscar posiciones útiles, a Chávez se le sobrecarga la tarea. Debe retener el balón más de lo necesario y trasladar en demasía, ante obstáculos que multiplican la densidad. Así, en esas condiciones, es difícil que brille, más allá de que su luz esté o no encendida.
Para la segunda mitad se imponían ciertas variantes imperiosas. Erradicar la contaminante inutilidad de Miranda, restituir la referencia en el área y mejorar las prestaciones de un mediocampo disperso. Pero, como es moneda común en el fútbol de nuestros días, el técnico Christian Díaz tiene un manual con una lógica contraria a la razón. Dio insólita continuidad a Miranda, extendiendo su perniciosa incidencia sobre la degradada salud del colectivo, pero quitó a Galindo para que Villarroel, un media punta sin rodaje, solucionase algo que era propio de un extremo. Por tanto, los problemas conservaron la preocupante carga corrosiva de la primera etapa. Un equipo sin fútbol y sin referencias en el área, se llamó a jugar a puro empuje, a tirarle pelotazos a un hombre sin capacidad para manejarse por alto, ante rivales que imponían envergadura física y numérica. Miranda seguía contaminando al equipo. El juego era poco claro. Impreciso, sin conjunción, a pura atropellada. Para peor, Miranda condicionó los siguientes cambios. Debía ingresar Nilson para restituir las perdidas referencias ofensivas, pero posibilitar su inserción en la nómina era necesaria la exclusión de un extranjero. El elegido fue Orfano. Con él murió la actividad por derecha, donde prestaron servicios agentes improvisados para el puesto, sin mejorar la oferta.
Los cambios no le aportaron mucho fútbol a Wilstermann, pese a llenarse de volantes con manejo. Para acomodarlos a todos, Díaz tuvo que reubicar a su gente en demarcaciones desconocidas: Saucedo de lateral, Villarroel de extremo, Víctor Melgar como volante de juego. Cierto es que Wilstermann montó un frenético asedio sobre el arco de Araúz y dispuso de algunas oportunidades para anotar, pero lo hizo a puro pelotazo o abonándose a los desbordes de un Serginho más activo. Poca elaboración y ninguna conjunción. Un pecado para un equipo que presume trabajo o cierto grado de evolución colectiva.
Con mucho espacio a espaldas de un rival deshilachado y empeñado en una difusa propuesta ofensiva (cuesta entender qué quiso hacer Díaz con tanto volante), Destroyers buscó, en fulminantes réplicas, liquidar el partido. Dispuso de oportunidades, pero las dilapidó por exceso de precipitación. Es cierto que Lira llegó a coronar una de esas réplicas en estampida, pero el juez anuló correctamente la anotación por evidente posición adelantada. Es verdad que Zenteno estaba casi sobre la línea de gol, pero no basta la presencia de un defensa (como erróneamente se cree) para habilitar a un receptor. El reglamento señala que deben ser dos los rivales que habiliten a un atacante (uno, obviamente, es el arquero, y el otro el último defensor). Y como Giménez había abandonado su arco, Lira sólo tenía a Zenteno entre su posición y la línea de gol. Por tanto, incurrió en infracción. Desconocer las reglas es tan aberrante como creer que Miranda es un eficiente atacante de área.
Bregó mucho Wilstermann por una igualdad que parecía lejana, muy a pesar de los tumultuosos embates de Serginho o el súbito, aunque tardío, peso que Nilson aportó en el área. El punta brasileño dio referencias y la hermenéutica funcionó, al fin, con una brújula, pero sin eficacia. Los intentos de asociación seguían siendo baldíos, devorados por una latente imprecisión que desnudaba un déficit de coordinación que, desde hace mucho, afecta a un conjunto que no ha cambiado drásticamente sus piezas y conserva vicios y virtudes, más lo primero que lo último. Es curioso que un equipo que juega junto desde hace mucho no haya desarrollado un mayor grado de asimilación, de elevada conjunción, que el que se advierte en el actual proceso. Su repertorio, esencialmente individualista, ofrece una básica gama de movimientos colectivos, no algo más variado y complejo que involucre a más actores que los que, coyunturalmente, transitan en la vecindad de la pelota. Es igualmente curioso que siempre jueguen los mismos, pese a la evidencia de ciertos deterioros en el nivel de sus prestaciones y, de igual modo, pese al peculiar ideario y diagnóstico que, en buena teoría, debe tener del técnico de turno (Díaz dijo preferir el 4-4-2, pero juega con el 4-3-3 de Mosquera, Peña, Portugal). Es como si la construcción de la alineación respondiese a los intereses de una logia de intocables que está por encima de gustos y preferencias de eventuales comandos técnicos. Hay jugadores cuyas imperfecciones causan daño, pero llamativamente nadie parece percibirlo y todos optan por convivir con el mal y proceden a disimularlo dialécticamente cuando constituyen causa de algún sacudón.
Casi sobre el final, una mano muy rigurosamente sancionada por el juez (el balón pegó en un brazo naturalmente despegado y tras un rebote, algo que no es sancionable, pese a que se ha difundido, con poco conocimiento, que toda mano es punible) le brindó a Wilstermann la oportunidad de rescatar una unidad, preservar la punta y sostener su invicto. El disparo muy cruzado de Nilson (sorprendió que él tomara a su cargo la ejecución) se estrelló en un poste y aniquiló, pese a un ramillete de minutos sobrantes, las precarias posibilidades de un equipo confundido.