El gran juego de Sudán
Rusia, China y sobre todo Arabia Saudí buscan mantener su influencia en el país tras la caída de Al Bashir
José Naranjo
El País
Viernes, 24 de mayo. Dos hombres hablan amistosamente en una de las lujosas salas del Royal State Palace de Yeda, en Arabia Saudí. Discuten el futuro inminente de Sudán. Son el general Mohamed Hamdan Dagalo, alias Hemeidti, número dos de la Junta Militar en Jartum, y el todopoderoso príncipe saudí Mohamed Bin Salmán. Ambos son jóvenes, ambiciosos e implacables. El primero, al frente de las temibles milicias Janjawid, fue el brazo ejecutor de numerosas masacres en Darfur; el segundo es el responsable de los feroces bombardeos en Yemen y se le acusa de haber ordenado la tortura y asesinato del periodista Jamal Khashoggi.
Lunes, 3 de junio. En respuesta al llamamiento del Sindicato de Profesionales Sudanés, los trabajadores del aeropuerto de Jartum están en huelga. Sin embargo, los hombres de la Fuerza de Apoyo Rápido (RSF) de Hemeidti van a buscar a los operarios a punta de pistola y los obligan a reabrir las instalaciones para que tres aviones saudíes cargados de blindados, armas y munición aterricen en la capital sudanesa. Al mismo tiempo, las calles de Jartum viven un baño de sangre. Los miembros de esta unidad militar reciben la orden tajante de desalojar la acampada de protesta en torno al cuartel general y se lanzan a la tarea sin miramientos.
Jóvenes ensangrentados que se desvanecen en plena calle, cadáveres recogidos del río Nilo, ciudadanos marchando en fila india bajo la atenta mirada de militares armados. Pese al corte de Internet, las imágenes de la sangrienta represión que vivió Sudán ese lunes 3 de junio afloran en las redes sociales. Es difícil esconder a decenas de muertos, a centenares de heridos. Esta es la batalla visible, la más evidente, en la que miles de jóvenes sudaneses que se echaron a las calles por la subida del precio del pan y acabaron forzando la caída del dictador Omar al Bashir el pasado 11 de abril sufren ahora la represión de los militares que se hicieron con el poder.
Sin embargo, entre bambalinas, Sudán se ha convertido en el último capítulo del viejo serial del expansionismo saudí en África. Los profesionales sudaneses organizados en sindicatos y las fuerzas de oposición combaten, en realidad, a un poderoso enemigo, uno de los países más ricos del mundo dirigido por una élite sin demasiados escrúpulos en materia de Derechos Humanos que no quiere perder el control de otro país, Sudán, que está desde hace tiempo en su órbita. Los grupos islamistas que controlan los resortes del poder desde hace años y la propia junta militar se sienten seguros en sus brazos.
De la mano de Riad, Egipto y Emiratos Árabes Unidos también han expresado su apoyo sin fisuras a la nueva Junta Militar sudanesa. Arabia Saudí movió ficha con celeridad. A los pocos días de la caída de Omar Al Bashir anunciaba una inversión de 3.000 millones de dólares para “estabilizar” al país, de los que 500 millones ya han sido inyectados. La maniobra persigue garantizarse la fidelidad sudanesa, país que apoya a los saudíes en la guerra de Yemen con soldados de Hemeidti sobre el terreno, pero también marginar a Qatar e Irán, sus rivales regionales.
Tanta es la influencia saudí que el subsecretario de Asuntos Políticos del Departamento de Estado estadounidense, David Hale, telefoneó al viceministro de Defensa del país árabe, Jaled Bin Salmán, para pedirle que ordenara el cese de la represión contra los manifestantes. Hasta ese punto se considera que Riad está detrás de los movimientos de la junta militar. Sin embargo,
pese a las reiteradas declaraciones de condena de su embajador y a su insistencia en pedir el traspaso a un poder civil, Washington parece estar a la espera de que la Unión Europea dé un primer paso más allá de los comunicados de rechazo a la violencia.
Aunque por ahora mantienen perfil bajo, a Rusia y China tampoco le interesan demasiado los sobresaltos. En noviembre de 2017, un Al Bashir perseguido por la Corte Penal Internacional se reunía sin aparente problema con Vladímir Putin en el Kremlin para negociar, entre otras cosas, la apertura de una gran base militar rusa en el Mar Rojo. A la semana de ser derrocado el dictador sudanés, el viceministro de Exteriores ruso, Mijail Bogdánov, se trasladaba a Jartum para comprobar que todo estaba en orden. “Tenemos una larga historia de relaciones y la esperanza de no perder los avances alcanzados”, dijo.
El proyecto seguía adelante y la junta militar se garantizaba el apoyo de Moscú. Al igual que Rusia, China ha sido uno de los grandes suministradores de armas a Sudán incluso en los peores tiempos del embargo. De hecho, Pekín tiene un acuerdo con Jartum para fabricarlas in situ. El pasado martes, 24 horas después de la masacre en la capital sudanesa, Rusia y China bloqueaban una declaración de condena de la violenta represión en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. El respaldo de ambos a la junta militar se mantiene intacto. Por ahora.
También ha mantenido un perfil prudente la Turquía del presidente Recep Tayyip Erdogan, con unas excelentes relaciones con el depuesto Al Bashir. En diciembre de 2017, el propio Erdogan, primer mandatario turco en viajar a Sudán, firmó con Al Bashir un gran acuerdo de cooperación valorado en 650 millones de dólares. La estrella de este pacto fue la renovación de la isla de Suakin, antigua perla del imperio Otomano. El pasado 4 de junio y tras la represión en las calles de Jartum, Ankara difundió un comunicado en el que se limitó a expresar su “profunda preocupación” por lo sucedido, al tiempo que pidió continuar con las negociaciones a través del consenso y métodos pacíficos.
La suspensión de Sudán por parte de la Unión Africana podría escorar la balanza, dado que Pekín mantiene suculentas inversiones en casi todo el continente. Con un Ejército dividido en al menos cinco facciones lideradas por ex señores de la guerra o generales con ambiciones, Arabia Saudí insuflando oxígeno a la junta militar, los manifestantes que reclaman democracia y el traspaso del poder a un Gobierno civil aún movilizados en la calle, pero también repartidos en múltiples grupos de distinto signo y sin un líder claro, y los halcones del antiguo régimen de Al Bashir e islamistas todavía manejando los resortes del poder, la ecuación para resolver el futuro de Sudán depende de múltiples variables. Pero muchas pasan por Riad.
José Naranjo
El País
Viernes, 24 de mayo. Dos hombres hablan amistosamente en una de las lujosas salas del Royal State Palace de Yeda, en Arabia Saudí. Discuten el futuro inminente de Sudán. Son el general Mohamed Hamdan Dagalo, alias Hemeidti, número dos de la Junta Militar en Jartum, y el todopoderoso príncipe saudí Mohamed Bin Salmán. Ambos son jóvenes, ambiciosos e implacables. El primero, al frente de las temibles milicias Janjawid, fue el brazo ejecutor de numerosas masacres en Darfur; el segundo es el responsable de los feroces bombardeos en Yemen y se le acusa de haber ordenado la tortura y asesinato del periodista Jamal Khashoggi.
Lunes, 3 de junio. En respuesta al llamamiento del Sindicato de Profesionales Sudanés, los trabajadores del aeropuerto de Jartum están en huelga. Sin embargo, los hombres de la Fuerza de Apoyo Rápido (RSF) de Hemeidti van a buscar a los operarios a punta de pistola y los obligan a reabrir las instalaciones para que tres aviones saudíes cargados de blindados, armas y munición aterricen en la capital sudanesa. Al mismo tiempo, las calles de Jartum viven un baño de sangre. Los miembros de esta unidad militar reciben la orden tajante de desalojar la acampada de protesta en torno al cuartel general y se lanzan a la tarea sin miramientos.
Jóvenes ensangrentados que se desvanecen en plena calle, cadáveres recogidos del río Nilo, ciudadanos marchando en fila india bajo la atenta mirada de militares armados. Pese al corte de Internet, las imágenes de la sangrienta represión que vivió Sudán ese lunes 3 de junio afloran en las redes sociales. Es difícil esconder a decenas de muertos, a centenares de heridos. Esta es la batalla visible, la más evidente, en la que miles de jóvenes sudaneses que se echaron a las calles por la subida del precio del pan y acabaron forzando la caída del dictador Omar al Bashir el pasado 11 de abril sufren ahora la represión de los militares que se hicieron con el poder.
Sin embargo, entre bambalinas, Sudán se ha convertido en el último capítulo del viejo serial del expansionismo saudí en África. Los profesionales sudaneses organizados en sindicatos y las fuerzas de oposición combaten, en realidad, a un poderoso enemigo, uno de los países más ricos del mundo dirigido por una élite sin demasiados escrúpulos en materia de Derechos Humanos que no quiere perder el control de otro país, Sudán, que está desde hace tiempo en su órbita. Los grupos islamistas que controlan los resortes del poder desde hace años y la propia junta militar se sienten seguros en sus brazos.
De la mano de Riad, Egipto y Emiratos Árabes Unidos también han expresado su apoyo sin fisuras a la nueva Junta Militar sudanesa. Arabia Saudí movió ficha con celeridad. A los pocos días de la caída de Omar Al Bashir anunciaba una inversión de 3.000 millones de dólares para “estabilizar” al país, de los que 500 millones ya han sido inyectados. La maniobra persigue garantizarse la fidelidad sudanesa, país que apoya a los saudíes en la guerra de Yemen con soldados de Hemeidti sobre el terreno, pero también marginar a Qatar e Irán, sus rivales regionales.
Tanta es la influencia saudí que el subsecretario de Asuntos Políticos del Departamento de Estado estadounidense, David Hale, telefoneó al viceministro de Defensa del país árabe, Jaled Bin Salmán, para pedirle que ordenara el cese de la represión contra los manifestantes. Hasta ese punto se considera que Riad está detrás de los movimientos de la junta militar. Sin embargo,
pese a las reiteradas declaraciones de condena de su embajador y a su insistencia en pedir el traspaso a un poder civil, Washington parece estar a la espera de que la Unión Europea dé un primer paso más allá de los comunicados de rechazo a la violencia.
Aunque por ahora mantienen perfil bajo, a Rusia y China tampoco le interesan demasiado los sobresaltos. En noviembre de 2017, un Al Bashir perseguido por la Corte Penal Internacional se reunía sin aparente problema con Vladímir Putin en el Kremlin para negociar, entre otras cosas, la apertura de una gran base militar rusa en el Mar Rojo. A la semana de ser derrocado el dictador sudanés, el viceministro de Exteriores ruso, Mijail Bogdánov, se trasladaba a Jartum para comprobar que todo estaba en orden. “Tenemos una larga historia de relaciones y la esperanza de no perder los avances alcanzados”, dijo.
El proyecto seguía adelante y la junta militar se garantizaba el apoyo de Moscú. Al igual que Rusia, China ha sido uno de los grandes suministradores de armas a Sudán incluso en los peores tiempos del embargo. De hecho, Pekín tiene un acuerdo con Jartum para fabricarlas in situ. El pasado martes, 24 horas después de la masacre en la capital sudanesa, Rusia y China bloqueaban una declaración de condena de la violenta represión en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. El respaldo de ambos a la junta militar se mantiene intacto. Por ahora.
También ha mantenido un perfil prudente la Turquía del presidente Recep Tayyip Erdogan, con unas excelentes relaciones con el depuesto Al Bashir. En diciembre de 2017, el propio Erdogan, primer mandatario turco en viajar a Sudán, firmó con Al Bashir un gran acuerdo de cooperación valorado en 650 millones de dólares. La estrella de este pacto fue la renovación de la isla de Suakin, antigua perla del imperio Otomano. El pasado 4 de junio y tras la represión en las calles de Jartum, Ankara difundió un comunicado en el que se limitó a expresar su “profunda preocupación” por lo sucedido, al tiempo que pidió continuar con las negociaciones a través del consenso y métodos pacíficos.
La suspensión de Sudán por parte de la Unión Africana podría escorar la balanza, dado que Pekín mantiene suculentas inversiones en casi todo el continente. Con un Ejército dividido en al menos cinco facciones lideradas por ex señores de la guerra o generales con ambiciones, Arabia Saudí insuflando oxígeno a la junta militar, los manifestantes que reclaman democracia y el traspaso del poder a un Gobierno civil aún movilizados en la calle, pero también repartidos en múltiples grupos de distinto signo y sin un líder claro, y los halcones del antiguo régimen de Al Bashir e islamistas todavía manejando los resortes del poder, la ecuación para resolver el futuro de Sudán depende de múltiples variables. Pero muchas pasan por Riad.