Así se lanzó Trump al derribo de Maduro
El apoyo a Guaidó se fraguó en una maratón de reuniones, con el impulso de los nuevos halcones de Washington y los legisladores anticastristas, la movilización de los exiliados y el apoyo de la OEA
Amanda Mars
Washington, El País
La noche del 21 de enero, la Casa Blanca llama al congresista Mario Díaz-Balart y al senador Marco Rubio porque el presidente quiere verles al día siguiente junto con el vicepresidente, Mike Pence, y el equipo de seguridad para hablar de Venezuela. Díaz-Balart y Rubio, dos republicanos del ala dura del anticastrismo, han ganado influencia en la era de Donald Trump y, junto con otros legisladores, están presionando al mandatario para que redoble la presión contra el régimen de Nicolás Maduro y lo incluya en la lista de financiadores del terrorismo, en la que ahora solo se encuentran Irán, Corea del Norte, Sudán y Siria. Al salir del encuentro, el martes día 22, los periodistas preguntan sobre el asunto y Rubio echa balones fuera, pero parece exultante. Por la noche escribirá en su cuenta de Twitter: “Mañana será un día muy bueno (e importante) para la democracia y el orden constitucional en Venezuela”.
El miércoles 23, Juan Guaidó, opositor a Maduro y presidente de la Asamblea Nacional venezolana, se juramentará como presidente interino invocando el artículo 233 de la Constitución. Estados Unidos lo reconocerá ipso facto, seguido de Canadá y el resto de potencias americanas, salvo México y Uruguay. Quieren que Maduro se vaya y el Gobierno interino convoque elecciones. La Administración de Trump advierte de que, en caso contrario, todas las opciones, incluida la intervención militar, están sobre la mesa.
Para entender cómo se ha zambullido de lleno en la crisis venezolana un presidente conocido por el corte aislacionista de su política exterior —decidiendo repliegues militares contra el consejo del propio Pentágono, como en el caso de Siria— es necesario volver sobre la pista de lo ocurrido entre Caracas y Washington en los dos últimos meses. Y también en los dos últimos años.
La Casa Blanca emprende un giro respecto al régimen chavista cuando llega el republicano al poder que se agudiza aún más con la remodelación de su Gobierno, cuando prescinde de los moderados y da el mando a los halcones. El cambio de tercio, además, coincide con la llegada de Ejecutivos conservadores a Colombia y Brasil. Al sumarse el empobrecimiento cada vez mayor del país y el descontento por la deriva autoritaria, se produce algo parecido a una tormenta perfecta.
Influido por Mike Pence, este asunto se cuela desde muy pronto en la agenda de temas internacionales que más interesan a la Casa Blanca. “La primera semana tras la toma de posesión [20 de enero de 2017], Trump pide un briefing sobre Venezuela, muchas cosas cambian”, explica Fernando Cutz, asesor sénior del general H. R. McMaster, el primer consejero de Seguridad Nacional del presidente, que también había trabajado en la Administración anterior.
La hoja de ruta y el abanico de sanciones llevan mucho tiempo diseñadas, desde la misma etapa de Barack Obama, cuenta Cutz, aunque no llegan a aplicarse. Con el deterioro en Venezuela y la llegada de Trump, empieza la presión contra el líder chavista y en primavera de ese año, con la remodelación del Gobierno en Washington, entra en una nueva fase. McMaster es relevado por John Bolton, un halcón de la era de Bush hijo, muy significado en la invasión de Irak de 2003, y el moderado Rex Tillerson es despedido y sustituido por Mike Pompeo. “Este cambio es muy importante en esta historia”, destaca Cutz.
Vence la línea dura
El congresista Díaz-Balart coincide en ello. “Muchas cosas que la Administración intentaba lograr se estaban impidiendo por la burocracia del Departamento de Estado y la llegada de Pompeo, un gran conocedor del hemisferio sur por su papel como director de la CIA, fue en cambio fundamental”, afirma. “Después está la visión del embajador Bolton, que trajo a Mauricio Claver-Carone”, añade Díaz-Balart, miembro de una importante familia de exiliados cubanos y sobrino de la primera esposa de Fidel Castro.
Claver-Carone, anticastrista radical, es considerado por la mayor parte de fuentes como uno de los grandes valedores de la doctrina de la mano dura contra Maduro de los últimos tiempos. Un equipo especialmente dispuesto a implicarse en Venezuela rodea a Trump y se conecta muy bien con una oposición venezolana que ha empezado a unirse y que, además, ha vislumbrado una vía constitucional para expulsar a Maduro. “Es una alineación de astros, la Casa Blanca ve que difícilmente se va a repetir una oportunidad así”, afirma una fuente conocedora de las conversaciones.
El 10 de enero empieza el mandato presidencial en Venezuela y el líder chavista tiene que jurar el cargo ante la Asamblea Nacional, de mayoría opositora y a la que considera en desacato. Maduro no lo hace. Y la Asamblea, en cualquier caso, no lo reconoce porque las elecciones de mayo de 2018, de participación irrisoria y a las que no se presentan, se consideran fraudulentas y no son reconocidas por gran parte de la comunidad internacional. La oposición sostiene, por tanto, que la presidencia del país queda vacante a partir de ese día, y que, sobre la base del artículo 233 de la Constitución, Juan Guaidó es presidente interino automáticamente.
En diciembre, este ha viajado discretamente a Washington y se ha reunido con diferentes personalidades. El día 14, en concreto, se cita con Luis Almagro, secretario general de la OEA (Organización de Estados Americanos) y abordan todo el escenario, incluída la vía constitucional, según confirman desde el organismo. Poco después Guaidó acude a Bogotá para participar en la reunión del Grupo de Lima, formado por 14 países americanos en 2017 para abordar la crisis venezolana.
Esa cumbre, la del 4 de enero, es fundamental para EE UU. Un total de 13 países rechazan en un documento al Gobierno de Maduro, lo que da idea de que el bloque americano está dispuesto a dar un paso al frente por Guaidó, pese a la sonora ausencia de México.
Aval canadiense
Acto seguido, la entrada en escena de la canciller Chrystia Freeland —es decir, del Canadá del joven y progresista Justin Trudeau— acaba por producir eso que en EE UU suelen llamar momentum, un momento de impulso. El definitivo, según diferentes fuentes. “Canadá es el país que asimiló el principio de injerencia humanitaria y tiene una historia consagrada a la defensa de los derechos humanos”, señala Antonio Ledezma, exalcalde de Caracas exiliado en España. Ottawa se considera una especie de aval moral en la acometida contra Maduro.
Las conversaciones se intensifican a partir de entonces, con un papel importante por parte de Carlos Vecchio, opositor venezolano exiliado en EE UU, y Julio Borges, expresidente de la Asamblea Nacional refugiado en Colombia. El día 21, Gustavo Tarre recibe en su casa de Washington la llamada de Guaidó, que le propone ser el nuevo representante especial ante la OEA. “Yo sabía que esto iba en serio, soy profesor de Derecho Constitucional, a mí me estaba llamando el presidente de la República y yo le dije que obviamente estaba a la orden”, explica Tarre. Para entonces, admite, “era muy fácil suponer” que países importantes como EE UU iban a reconocer a Guaidó, “y parte del trabajo de uno era ayudar a que eso sucediera”. Al día siguiente, el 22, es cuando la Asamblea vota a Tarre y en la Casa Blanca se está acabando de tomar la decisión.
En paralelo al encuentro de Díaz-Balart y Rubio, The Wall Street Journal y The Washington Post citan también una última discusión clave del Consejo de Seguridad Nacional, con Pompeo; el secretario del Tesoro, Steven Mnuchin, entre otros, y una llamada a última hora del día del vicepresidente Pence a Guaidó para avanzarle el apoyo estadounidense.
“Todo esto no ha ocurrido de pronto”, insiste el congresista Díaz-Balart. “Esta Administración está dispuesta a presionar desde la primeras semanas y nos abre sus puertas al más alto nivel a mí y al senador Rubio. Llevamos dos años de muchas reuniones”, recalca.
Del “eje del mal” a la “troika de la tiranía”
El 15 de febrero de 2017, cuando no llevaba ni un mes en la Casa Blanca, Trump recibió a Lilian Tintori, esposa del opositor Leopoldo López, bajo arresto domiciliario y del mismo partido que Guaidó (Voluntad Popular), junto a Pence y a Rubio. Acto seguido, reclamó en un tuit la libertad para López, y empezó a marcar la pauta. En agosto, desde su campo de golf de Bedminster, deslizó la primera amenaza armada: “No voy a descartar la opción militar, es nuestro vecino y tenemos tropas por todo el mundo. Venezuela no está muy lejos, y la gente allí está sufriendo y está muriendo”. Y el “todas las opciones están sobre la mesa” se convirtió en un mantra que estos días, con la crisis al rojo vivo, se repite sin cesar.
La arremetida contra Maduro trae consigo una carga de mucha más profundidad de la que parece a simple vista. Acuñando una expresión que recuerda a aquel “eje del mal” de la Administración de George W. Bush (lo formaban Irak, Irán y Corea del Norte), el consejero de Seguridad Nacional, John Bolton, habló el pasado noviembre de una “troika de la tiranía” en América Latina. “Esta troika de la tiranía, este triángulo de terror que va de La Habana, a Caracas y Managua, es la causa de un sufrimiento humano inmenso, el motivo de una gran inestabilidad regional y la génesis de una cuna terrible de comunismo”, dijo. Estados Unidos, continuó, desea ver “caer cada punta de ese triángulo. La troika se desmoronará”.
Julio Borges, expresidente de la Asamblea Nacional, también cree que la ola contra Maduro traspasa Venezuela. De hecho, él añade Bolivia. “Es un efecto dominó, porque Venezuela hasta ahora había sido el factor que alimentaba a tres economías totalmente quebradas y era el respirador artificial de Cuba y Nicaragua. Y antes lo había sido de otros Gobiernos, la propia crisis del Ejecutivo de Maduro, del cubano, hace que ni siquiera dé para sobrevivir más allá de El Caribe o de Centroamérica, y los únicos que les quedan son esos enclaves: Cuba, Nicaragua, y colateralmente Bolivia”.
Amanda Mars
Washington, El País
La noche del 21 de enero, la Casa Blanca llama al congresista Mario Díaz-Balart y al senador Marco Rubio porque el presidente quiere verles al día siguiente junto con el vicepresidente, Mike Pence, y el equipo de seguridad para hablar de Venezuela. Díaz-Balart y Rubio, dos republicanos del ala dura del anticastrismo, han ganado influencia en la era de Donald Trump y, junto con otros legisladores, están presionando al mandatario para que redoble la presión contra el régimen de Nicolás Maduro y lo incluya en la lista de financiadores del terrorismo, en la que ahora solo se encuentran Irán, Corea del Norte, Sudán y Siria. Al salir del encuentro, el martes día 22, los periodistas preguntan sobre el asunto y Rubio echa balones fuera, pero parece exultante. Por la noche escribirá en su cuenta de Twitter: “Mañana será un día muy bueno (e importante) para la democracia y el orden constitucional en Venezuela”.
El miércoles 23, Juan Guaidó, opositor a Maduro y presidente de la Asamblea Nacional venezolana, se juramentará como presidente interino invocando el artículo 233 de la Constitución. Estados Unidos lo reconocerá ipso facto, seguido de Canadá y el resto de potencias americanas, salvo México y Uruguay. Quieren que Maduro se vaya y el Gobierno interino convoque elecciones. La Administración de Trump advierte de que, en caso contrario, todas las opciones, incluida la intervención militar, están sobre la mesa.
Para entender cómo se ha zambullido de lleno en la crisis venezolana un presidente conocido por el corte aislacionista de su política exterior —decidiendo repliegues militares contra el consejo del propio Pentágono, como en el caso de Siria— es necesario volver sobre la pista de lo ocurrido entre Caracas y Washington en los dos últimos meses. Y también en los dos últimos años.
La Casa Blanca emprende un giro respecto al régimen chavista cuando llega el republicano al poder que se agudiza aún más con la remodelación de su Gobierno, cuando prescinde de los moderados y da el mando a los halcones. El cambio de tercio, además, coincide con la llegada de Ejecutivos conservadores a Colombia y Brasil. Al sumarse el empobrecimiento cada vez mayor del país y el descontento por la deriva autoritaria, se produce algo parecido a una tormenta perfecta.
Influido por Mike Pence, este asunto se cuela desde muy pronto en la agenda de temas internacionales que más interesan a la Casa Blanca. “La primera semana tras la toma de posesión [20 de enero de 2017], Trump pide un briefing sobre Venezuela, muchas cosas cambian”, explica Fernando Cutz, asesor sénior del general H. R. McMaster, el primer consejero de Seguridad Nacional del presidente, que también había trabajado en la Administración anterior.
La hoja de ruta y el abanico de sanciones llevan mucho tiempo diseñadas, desde la misma etapa de Barack Obama, cuenta Cutz, aunque no llegan a aplicarse. Con el deterioro en Venezuela y la llegada de Trump, empieza la presión contra el líder chavista y en primavera de ese año, con la remodelación del Gobierno en Washington, entra en una nueva fase. McMaster es relevado por John Bolton, un halcón de la era de Bush hijo, muy significado en la invasión de Irak de 2003, y el moderado Rex Tillerson es despedido y sustituido por Mike Pompeo. “Este cambio es muy importante en esta historia”, destaca Cutz.
Vence la línea dura
El congresista Díaz-Balart coincide en ello. “Muchas cosas que la Administración intentaba lograr se estaban impidiendo por la burocracia del Departamento de Estado y la llegada de Pompeo, un gran conocedor del hemisferio sur por su papel como director de la CIA, fue en cambio fundamental”, afirma. “Después está la visión del embajador Bolton, que trajo a Mauricio Claver-Carone”, añade Díaz-Balart, miembro de una importante familia de exiliados cubanos y sobrino de la primera esposa de Fidel Castro.
Claver-Carone, anticastrista radical, es considerado por la mayor parte de fuentes como uno de los grandes valedores de la doctrina de la mano dura contra Maduro de los últimos tiempos. Un equipo especialmente dispuesto a implicarse en Venezuela rodea a Trump y se conecta muy bien con una oposición venezolana que ha empezado a unirse y que, además, ha vislumbrado una vía constitucional para expulsar a Maduro. “Es una alineación de astros, la Casa Blanca ve que difícilmente se va a repetir una oportunidad así”, afirma una fuente conocedora de las conversaciones.
El 10 de enero empieza el mandato presidencial en Venezuela y el líder chavista tiene que jurar el cargo ante la Asamblea Nacional, de mayoría opositora y a la que considera en desacato. Maduro no lo hace. Y la Asamblea, en cualquier caso, no lo reconoce porque las elecciones de mayo de 2018, de participación irrisoria y a las que no se presentan, se consideran fraudulentas y no son reconocidas por gran parte de la comunidad internacional. La oposición sostiene, por tanto, que la presidencia del país queda vacante a partir de ese día, y que, sobre la base del artículo 233 de la Constitución, Juan Guaidó es presidente interino automáticamente.
En diciembre, este ha viajado discretamente a Washington y se ha reunido con diferentes personalidades. El día 14, en concreto, se cita con Luis Almagro, secretario general de la OEA (Organización de Estados Americanos) y abordan todo el escenario, incluída la vía constitucional, según confirman desde el organismo. Poco después Guaidó acude a Bogotá para participar en la reunión del Grupo de Lima, formado por 14 países americanos en 2017 para abordar la crisis venezolana.
Esa cumbre, la del 4 de enero, es fundamental para EE UU. Un total de 13 países rechazan en un documento al Gobierno de Maduro, lo que da idea de que el bloque americano está dispuesto a dar un paso al frente por Guaidó, pese a la sonora ausencia de México.
Aval canadiense
Acto seguido, la entrada en escena de la canciller Chrystia Freeland —es decir, del Canadá del joven y progresista Justin Trudeau— acaba por producir eso que en EE UU suelen llamar momentum, un momento de impulso. El definitivo, según diferentes fuentes. “Canadá es el país que asimiló el principio de injerencia humanitaria y tiene una historia consagrada a la defensa de los derechos humanos”, señala Antonio Ledezma, exalcalde de Caracas exiliado en España. Ottawa se considera una especie de aval moral en la acometida contra Maduro.
Las conversaciones se intensifican a partir de entonces, con un papel importante por parte de Carlos Vecchio, opositor venezolano exiliado en EE UU, y Julio Borges, expresidente de la Asamblea Nacional refugiado en Colombia. El día 21, Gustavo Tarre recibe en su casa de Washington la llamada de Guaidó, que le propone ser el nuevo representante especial ante la OEA. “Yo sabía que esto iba en serio, soy profesor de Derecho Constitucional, a mí me estaba llamando el presidente de la República y yo le dije que obviamente estaba a la orden”, explica Tarre. Para entonces, admite, “era muy fácil suponer” que países importantes como EE UU iban a reconocer a Guaidó, “y parte del trabajo de uno era ayudar a que eso sucediera”. Al día siguiente, el 22, es cuando la Asamblea vota a Tarre y en la Casa Blanca se está acabando de tomar la decisión.
En paralelo al encuentro de Díaz-Balart y Rubio, The Wall Street Journal y The Washington Post citan también una última discusión clave del Consejo de Seguridad Nacional, con Pompeo; el secretario del Tesoro, Steven Mnuchin, entre otros, y una llamada a última hora del día del vicepresidente Pence a Guaidó para avanzarle el apoyo estadounidense.
“Todo esto no ha ocurrido de pronto”, insiste el congresista Díaz-Balart. “Esta Administración está dispuesta a presionar desde la primeras semanas y nos abre sus puertas al más alto nivel a mí y al senador Rubio. Llevamos dos años de muchas reuniones”, recalca.
Del “eje del mal” a la “troika de la tiranía”
El 15 de febrero de 2017, cuando no llevaba ni un mes en la Casa Blanca, Trump recibió a Lilian Tintori, esposa del opositor Leopoldo López, bajo arresto domiciliario y del mismo partido que Guaidó (Voluntad Popular), junto a Pence y a Rubio. Acto seguido, reclamó en un tuit la libertad para López, y empezó a marcar la pauta. En agosto, desde su campo de golf de Bedminster, deslizó la primera amenaza armada: “No voy a descartar la opción militar, es nuestro vecino y tenemos tropas por todo el mundo. Venezuela no está muy lejos, y la gente allí está sufriendo y está muriendo”. Y el “todas las opciones están sobre la mesa” se convirtió en un mantra que estos días, con la crisis al rojo vivo, se repite sin cesar.
La arremetida contra Maduro trae consigo una carga de mucha más profundidad de la que parece a simple vista. Acuñando una expresión que recuerda a aquel “eje del mal” de la Administración de George W. Bush (lo formaban Irak, Irán y Corea del Norte), el consejero de Seguridad Nacional, John Bolton, habló el pasado noviembre de una “troika de la tiranía” en América Latina. “Esta troika de la tiranía, este triángulo de terror que va de La Habana, a Caracas y Managua, es la causa de un sufrimiento humano inmenso, el motivo de una gran inestabilidad regional y la génesis de una cuna terrible de comunismo”, dijo. Estados Unidos, continuó, desea ver “caer cada punta de ese triángulo. La troika se desmoronará”.
Julio Borges, expresidente de la Asamblea Nacional, también cree que la ola contra Maduro traspasa Venezuela. De hecho, él añade Bolivia. “Es un efecto dominó, porque Venezuela hasta ahora había sido el factor que alimentaba a tres economías totalmente quebradas y era el respirador artificial de Cuba y Nicaragua. Y antes lo había sido de otros Gobiernos, la propia crisis del Ejecutivo de Maduro, del cubano, hace que ni siquiera dé para sobrevivir más allá de El Caribe o de Centroamérica, y los únicos que les quedan son esos enclaves: Cuba, Nicaragua, y colateralmente Bolivia”.