El hincha y el criminal

Conviene marcar distancias entre el hincha más desaforado y un simple criminal: nos va a todos demasiado en ello

Rafa Cabeleira
El País
A Kenneth Bailey, un funcionario del Gobierno británico, lo nombraron mascota del fútbol inglés en 1966 y fue, durante más de 30 años, el portador del estandarte que identificaba a la Asociación de Hinchas del Fútbol Inglés en los partidos de la selección nacional. Ataviado con su histriónica vestimenta, acudió a cuatro Mundiales y más de 140 partidos internacionales, siempre sufragando los gastos de su propio bolsillo –"los miles de libras mejor invertidos en toda mi vida"- y la gente lo conocía como "World Cup Willy": un pequeño guiño a la verdadera mascota oficial de la Copa del Mundo organizada por Inglaterra (un león ataviado con los colores de la Union Jack al que bautizaron con el nombre de Willie).


Había sido un prometedor atleta durante sus años de juventud y su nombre figuró durante mucho tiempo en el Libro Guinness de los récords por haber sido capaz de correr 171.250 millas en siete años. Formó parte del equipo olímpico inglés de atletismo, portó la antorcha olímpica hasta Wembley en 1948, e incluso llamó la atención de los medios de comunicación americanos al organizar una carrera de relevos sobre la cubierta de un barco que viajaba desde Southampton a Nueva York: en total, fueron 997 millas cubiertas durante los cuatro días y medio de travesía, el tipo de locuras que solo se plantean los hombres más cuerdos. Su última aparición pública, antes de morir en 1993, tuvo lugar durante la olimpiada de Barcelona.

Sin embargo, fue mucho antes cuando Ken Bailey comenzó a temer por aquello que tanto amaba, concretamente tras los terribles incidentes provocados por unos primigenios hooligans en Basilea tras una derrota de los Pross frente a la selección suiza. “Eran chicos que rondaban la veintena, violentos, organizados y con intereses que nada tenían que ver con la pasión por el fútbol”. La denuncia de Willy no sirvió de mucho y lo que siguió fue una deriva constante en el seno de las hinchadas inglesas que desembocaría en la fatídica tragedia de Heysel. “Asfixias, pisotones, cráneos rotos y hierros que atravesaron cuerpos fueron las principales causas de las muertes”, explicaba una crónica de la época. Aquello marcó un antes y un después para el fútbol inglés, cuyos clubes fueron expulsados de las competiciones internacionales por UEFA y FIFA de manera indefinida: no regresarían hasta demostrar su total compromiso en la lucha contra los grupos ultras más violentos, dejémoslo ahí.

Quien no parece haber aprendido gran cosa de aquello es el resto del mundo, que sigue empeñado en definir como hinchas a vulgares delincuentes, alimañas que utilizan la violencia asociada al fútbol en pos de otros objetivos que nada tienen que ver con el deporte. Insistimos en la idea falsa de que fueron hinchas de River quienes atacaron el autobús de Boca camino del Monumental, como si los verdaderos aficionados de la Gallina no tuviesen bastante con compartir disfraz y espacio vital con tan peligrosa y enmarañada mafia. “No los llamen hinchas nunca más”, suplicaba un aficionado a la cámara el pasado sábado. Era el grito desesperado de quien ya no alberga ninguna esperanza de cambio, tan solo un halo de dignidad.

El uso del lenguaje debería servirnos, al menos, para conceder el beneficio de la duda a tantos millones de aficionados que, como el viejo Casale, están dispuestos “a morir saltando, feliz, abrazado a los muchachos, al aire libre, con la alegría de haberle roto el orto a la lepra por el resto de los siglos”, la verdadera esencia del hincha argentino. Porque no puede ser lo mismo estar dispuesto a morir que a matar y porque conviene marcar distancias entre el hincha más desaforado, como "World Cup Willy" o el propio personaje de Fontanarrosa, y un simple criminal: nos va a todos demasiado en ello.

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