Macron, rey sin corona
Se le ha comparado con Napoleón, pero la figura que inspira al presidente de la República francesa es la de un monarca. Esta semana remodeló su Gobierno. Su autoridad se ve ahora como autoritarismo. Su audacia, como capricho.
Marc Bassets
El País
Fue un retraso más, que no destacaría si no fuese porque se ha convertido en algo habitual.
El presidente francés, Emmanuel Macron, llegó veinte minutos tarde a la cita en el Gran Palais de París con los Reyes de España. Iban a visitar juntos una exposición de Miró. El coche oficial de Felipe VI y Letizia estuvo dando vueltas por las calles cercanas hasta que llegaron Macron y su esposa, Brigitte. Era el 5 de octubre. No era la primera vez que ocurría —en julio, Macron llegó una hora y cuarto tarde a una cena en el Palacio Real de Madrid— y el incidente no reviste mayor gravedad. Pero es revelador. De la discrecionalidad con la que Macron gestiona su tiempo. Y del paradójico carácter monárquico que envuelve la institución de la presidencia de la República.
Si hay desconfianza, la autoridad se vuelve autoritarismo; la audacia, capricho, y el rey sabio, príncipe resabido
Emmanuel Macron quiso ser un rey: sin decirlo con estas palabras, lo argumentó antes de llegar al poder. Ahora la corona le pesa: o parece demasiado arrogante, o demasiado familiar, y los franceses se impacientan. Esta semana, obligado por la deserción del ministro del Interior, Gérard Collomb, ha remodelado el Gobierno: salen cuatro ministros y secretarios de Estado y entran ocho, pero “no hay hoy ni un giro ni un cambio de rumbo o de política”, como dijo en un mensaje televisado a la nación. Tampoco ha cambiado un rasgo suyo: la tendencia a rodearse de ministros de poco peso político, a concentrar el poder en el palacio del Elíseo, a ser él el ministro de todo.
Todo está teorizado, y la reflexión vale para otros países: ¿qué límites requiere el poder presidencial? ¿Cuál es la línea que diferencia la autoridad del autoritarismo, o la popularidad del populismo? ¿Cómo ejercer el poder en un tiempo en que este se disgrega y quienes lo ostentan sienten que les cuesta mandar, en una era del “fin del poder”, como dice el título del libro de Moisés Naím?
En 2015, cuando faltaba un año y medio para que ganase la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, Macron describió cómo concebía el ejercicio del poder. “La democracia implica siempre que hay algo incompleto, porque por sí sola no basta. En el proceso democrático y en su funcionamiento hay un ausente. En la política francesa, este ausente es la figura del rey, cuya muerte pienso que el pueblo francés fundamentalmente no quiso. El terror cavó un vacío emocional, imaginario, colectivo: ¡el rey ya no está!”, dijo en una entrevista con la publicación Le 1. Macron hablaba de la revolución de 1789, de la ejecución de Luis XVI en 1793 y del periodo de violencia y represión. “Más tarde se intentó rellenar el vacío, colocar otras figuras: fueron, sobre todo, los momentos napoleónico y gaullista”, continuaba el futuro presidente, aludiendo a Napoleón Bonaparte y al general Charles de Gaulle, fundador de la V República, el régimen democrático actual. “El resto del tiempo, la democracia francesa no rellena este espacio. Esto se ve bien con la interrogación permanente en torno a la figura presidencial, vigente desde la marcha del general De Gaulle. Después de él, la normalización de la figura presidencial ha reinstalado una silla vacía en el corazón de la vida política”.
Macron, tras ganar las elecciones de mayo de 2017, dejó claro que él deseaba llenar el vacío que había dejado Luis XVI al ser guillotinado. Multiplicó los gestos. La entrada por el Louvre, en la noche electoral, solitario y al son del Himno a la alegría. El paseo tras su investidura, en un vehículo militar descubierto por los Campos Elíseos. La invitación al presidente ruso, Vladímir Putin, al castillo de Versalles: la pompa majestuosa del Antiguo Régimen como arma electoral. La mayoría en la Asamblea Nacional que dejaba al país sin una oposición preparada para la alternancia. El deseo de marcar distancias con su antecesor, François Hollande, quien se jactaba de ser un “presidente normal”, un hombre que se miraba en el espejo y al que le costaba verse en el cargo. La voluntad de ser más parco que Hollande en palabras, de recuperar una liturgia que con el tiempo se había desdibujado. Por su ímpetu juvenil, se le comparaba con Napoleón Bonaparte y con su sobrino, Napoleón III. Por su afán de acabar con el método del consenso y de gobernar verticalmente, y por su interés por el Antiguo Régimen —ha frecuentado Versalles y la basílica de Saint-Denis, donde están enterrados los reyes franceses— se le caricaturizaba como Luis XIV, el Rey Sol.
Macron ejerce el poder y, al mismo tiempo, sigue teorizando sobre él mientras construye el relato de su presidencia
“El punto de partida de todo esto no es Macron: son las instituciones de la V República”, dice en su despacho Alain Minc, ensayista, directivo empresarial, consejero de presidentes y uno de los mentores de Macron. “Francia es una monarquía republicana. Y la experiencia demuestra que, cuando el presidente no entiende esto, fracasa. Fue el caso de François Hollande, que se comportó como un primer ministro de coalición en un país escandinavo. No ocupó la función del presidente y todo lo que tiene de autoritaria, como sí hicieron sus predecesores. Esto influyó en la filosofía del poder de Macron. Porque estuvo en el Elíseo con Hollande, y después en el Gobierno, y vio que el poder presidencial no se usaba. Regresó a una concepción clásica de la V República. Macron consideró que la función disponía de dos atributos: hacía falta tener porte y autoridad”.
Macron es un presidente que ejerce el poder y, al mismo tiempo, sigue teorizando sobre él mientras construye el relato de su presidencia. Los franceses no solo sienten nostalgia del rey muerto y se sienten afligidos al ver el trono vacío, sino que, en su opinión, “son infelices cuando la política se reduce a una técnica”. “Les gusta que haya una historia. ¡Yo soy la prueba viviente!”, proclamó el pasado mayo en una entrevista con la revista literaria Nouvelle Revue Française. Su trayectoria —el muchacho de provincias que se enamora de su profesora, 24 años mayor que él, y se marcha a conquistar París para acabar siendo, a los 39 años, el jefe de Estado más joven desde Napoleón— podría ser el argumento de una novela decimonónica. “En realidad, yo no soy más que la emanación del gusto del pueblo francés por lo novelesco”, comentó.
La trama es literaria y casi teológica. Un reportaje en Le Monde, en ocasión del primer aniversario de su presidencia, se refería a la teoría que el historiador Ernst Kantorowicz expuso en el clásico Los dos cuerpos del rey sobre la combinación, en la figura del soberano, de un aspecto temporal y humano, y otro institucional y eterno. Sus antecesores inmediatos, François Hollande y Nicolas Sarkozy, nunca lograron habitar el cuerpo simbólico y espiritual, decía el artículo: eran humanos, demasiado humanos. Macron quiso reconciliar ambos cuerpos: sintetizar el ser humano y el líder que encarnaba una institución. De ahí la importancia de la liturgia republicana y la búsqueda obsesiva del contacto con el pueblo, soslayando el Parlamento o lo que en Francia se denomina los cuerpos intermedios: los sindicatos, la patronal, la sociedad civil.
Los baños de masas remiten, según los asesores del presidente, a otro clásico de la historia del siglo XX, Los reyes taumaturgos, de Marc Bloch. El historiador Bloch estudió los rituales milagrosos que entre el siglo XII y el XIX practicaron los monarcas franceses e ingleses, a quienes se atribuía el poder de curar a los enfermos mediante la imposición de manos. “[Para Macron] tocar es fundamental: es un segundo lenguaje”, dijo a Le Monde su consejero Bruno Roger-Petit. “Es un tocamiento performativo: ‘El rey te toca, Dios te cura’. Hay aquí una forma de trascendencia”.
Macron no hace milagros tocando a sus conciudadanos. Pero sí hubo algo de ilusión mística en la idea de que la llegada de un presidente joven e inteligente, desligado de los viejos partidos y con promesas de renovación, serviría para liberar a Francia del fantasma de la decadencia y para frenar en Europa la ola de populismo y nacionalismo que unos meses antes había triunfado en Estados Unidos con Donald Trump y en Reino Unido con el Brexit. El gesto y el físico —el cuerpo del rey— eran tanto o más importantes que el programa.
Hubo algo de ilusión mística en la idea de que la llegada de un presidente joven e inteligente serviría para liberar a Francia del fantasma de la decadencia
El historiador Stanis Perez, autor de Le corps du roi (El cuerpo del rey), recuerda que, al llegar al poder hace un año y medio, Macron era lo que los romanos llamaban un homo novus: sin experiencia, sin cargos electos y, hasta poco antes, desconocido. “Fue necesario compensar esta virginidad política relativa con signos ostentatorios”, dice Perez en una entrevista telefónica. El historiador establece una diferencia entre la encarnación del poder en el cuerpo del rey durante el Antiguo Régimen y ahora. En su apogeo, en época de Luis XIV, el cuerpo era visible en la corte casi siempre. “Todo estaba teatralizado porque todo era público”. La puesta en escena no ha desaparecido —incluso es más enfática y alcanza a un público más amplio que en el siglo XVII—, pero no es completa y está controlada: la corte no asiste al despertar y al acostarse de Macron como sucedía con Luis XIV. Y se ha desacralizado.
Lo mismo ocurre con el aspecto taumatúrgico, la capacidad de realizar prodigios. “El contacto físico es importante, pero separado de toda espiritualidad y con un contexto laico, puede parecer una monarquía pero es una monarquía de pacotilla: el espectáculo monárquico sin la espiritualidad”, dice. El peligro de lo que Stanis Perez llama “la majestad del gobernante” es que, cuando el país funciona, nadie la cuestiona. Pero una vez que se instala la desconfianza, lo que parecía autoridad se transforma en autoritarismo; la audacia, en capricho; la originalidad, en incompetencia; el talento para ser el primero de la clase y ejercer de ministro de todo, en aislamiento y soledad en el palacio presidencial, y el rey sabio en príncipe resabido y resabiado. La imposición de manos —la real, en las personas; y la metafórica, en el país entero— deja de obrar milagros: el presidente ya no es creíble cuando intenta encarnar el cuerpo místico del rey.
Se vio hace unos meses, cuando Macron regañó a un adolescente por llamarle Manu, y no monsieur le président. Macron reafirmaba la función presidencial, el cuerpo institucional del rey. Pero el verdadero rey no necesita recordar que es el rey: lo es, sin más, porque la autoridad no se reclama, se ejerce. No es sencillo mantener el porte presidencial con la proliferación de fotos, selfies y declaraciones extemporáneas en todo tipo de situaciones. Casos como el del exjefe de seguridad de Macron, Alexandre Benalla, grabado mientras agredía a manifestantes el pasado 1 de mayo, exponen los peligros del monarquismo republicano: la capacidad del presidente para rodearse, sin control, de personas sin la experiencia adecuada en cargos de responsabilidad.
“Hay un doble sentimiento entre los políticos y sobre todo presidentes franceses: de impunidad para los que cometen infracciones, de que nunca se verá lo que hacen; o que están por encima de todo y que, como son presidentes, pueden decir: ‘Yo quiero esto y es así”, explica Béatrice Houchard, autora del libro Le fait du prince (El capricho del príncipe, un retrato de los presidentes de la V República por medio de sus decisiones arbitrarias). “Diría que ha caído dos o tres peldaños del trono”, comenta, resumiendo los últimos meses.
El presidente de la República, este rey republicano más poderoso en su país que sus homólogos occidentales, descubre que los márgenes de maniobra son estrechos, que el trono es frágil. No es el único, en las democracias acechadas por el populismo y el nacionalismo. La necesidad de teorizar sobre el poder y de escribir la historia del poder al mismo tiempo que este se ejerce reflejan un vacío. No el del rey, sino el de un poder que ya no es lo que era. ¿Qué lo sustituye? Los mitos, el relato y la novela: la literatura. Antes que presidente, Macron quiso ser escritor.
Marc Bassets
El País
Fue un retraso más, que no destacaría si no fuese porque se ha convertido en algo habitual.
El presidente francés, Emmanuel Macron, llegó veinte minutos tarde a la cita en el Gran Palais de París con los Reyes de España. Iban a visitar juntos una exposición de Miró. El coche oficial de Felipe VI y Letizia estuvo dando vueltas por las calles cercanas hasta que llegaron Macron y su esposa, Brigitte. Era el 5 de octubre. No era la primera vez que ocurría —en julio, Macron llegó una hora y cuarto tarde a una cena en el Palacio Real de Madrid— y el incidente no reviste mayor gravedad. Pero es revelador. De la discrecionalidad con la que Macron gestiona su tiempo. Y del paradójico carácter monárquico que envuelve la institución de la presidencia de la República.
Si hay desconfianza, la autoridad se vuelve autoritarismo; la audacia, capricho, y el rey sabio, príncipe resabido
Emmanuel Macron quiso ser un rey: sin decirlo con estas palabras, lo argumentó antes de llegar al poder. Ahora la corona le pesa: o parece demasiado arrogante, o demasiado familiar, y los franceses se impacientan. Esta semana, obligado por la deserción del ministro del Interior, Gérard Collomb, ha remodelado el Gobierno: salen cuatro ministros y secretarios de Estado y entran ocho, pero “no hay hoy ni un giro ni un cambio de rumbo o de política”, como dijo en un mensaje televisado a la nación. Tampoco ha cambiado un rasgo suyo: la tendencia a rodearse de ministros de poco peso político, a concentrar el poder en el palacio del Elíseo, a ser él el ministro de todo.
Todo está teorizado, y la reflexión vale para otros países: ¿qué límites requiere el poder presidencial? ¿Cuál es la línea que diferencia la autoridad del autoritarismo, o la popularidad del populismo? ¿Cómo ejercer el poder en un tiempo en que este se disgrega y quienes lo ostentan sienten que les cuesta mandar, en una era del “fin del poder”, como dice el título del libro de Moisés Naím?
En 2015, cuando faltaba un año y medio para que ganase la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, Macron describió cómo concebía el ejercicio del poder. “La democracia implica siempre que hay algo incompleto, porque por sí sola no basta. En el proceso democrático y en su funcionamiento hay un ausente. En la política francesa, este ausente es la figura del rey, cuya muerte pienso que el pueblo francés fundamentalmente no quiso. El terror cavó un vacío emocional, imaginario, colectivo: ¡el rey ya no está!”, dijo en una entrevista con la publicación Le 1. Macron hablaba de la revolución de 1789, de la ejecución de Luis XVI en 1793 y del periodo de violencia y represión. “Más tarde se intentó rellenar el vacío, colocar otras figuras: fueron, sobre todo, los momentos napoleónico y gaullista”, continuaba el futuro presidente, aludiendo a Napoleón Bonaparte y al general Charles de Gaulle, fundador de la V República, el régimen democrático actual. “El resto del tiempo, la democracia francesa no rellena este espacio. Esto se ve bien con la interrogación permanente en torno a la figura presidencial, vigente desde la marcha del general De Gaulle. Después de él, la normalización de la figura presidencial ha reinstalado una silla vacía en el corazón de la vida política”.
Macron, tras ganar las elecciones de mayo de 2017, dejó claro que él deseaba llenar el vacío que había dejado Luis XVI al ser guillotinado. Multiplicó los gestos. La entrada por el Louvre, en la noche electoral, solitario y al son del Himno a la alegría. El paseo tras su investidura, en un vehículo militar descubierto por los Campos Elíseos. La invitación al presidente ruso, Vladímir Putin, al castillo de Versalles: la pompa majestuosa del Antiguo Régimen como arma electoral. La mayoría en la Asamblea Nacional que dejaba al país sin una oposición preparada para la alternancia. El deseo de marcar distancias con su antecesor, François Hollande, quien se jactaba de ser un “presidente normal”, un hombre que se miraba en el espejo y al que le costaba verse en el cargo. La voluntad de ser más parco que Hollande en palabras, de recuperar una liturgia que con el tiempo se había desdibujado. Por su ímpetu juvenil, se le comparaba con Napoleón Bonaparte y con su sobrino, Napoleón III. Por su afán de acabar con el método del consenso y de gobernar verticalmente, y por su interés por el Antiguo Régimen —ha frecuentado Versalles y la basílica de Saint-Denis, donde están enterrados los reyes franceses— se le caricaturizaba como Luis XIV, el Rey Sol.
Macron ejerce el poder y, al mismo tiempo, sigue teorizando sobre él mientras construye el relato de su presidencia
“El punto de partida de todo esto no es Macron: son las instituciones de la V República”, dice en su despacho Alain Minc, ensayista, directivo empresarial, consejero de presidentes y uno de los mentores de Macron. “Francia es una monarquía republicana. Y la experiencia demuestra que, cuando el presidente no entiende esto, fracasa. Fue el caso de François Hollande, que se comportó como un primer ministro de coalición en un país escandinavo. No ocupó la función del presidente y todo lo que tiene de autoritaria, como sí hicieron sus predecesores. Esto influyó en la filosofía del poder de Macron. Porque estuvo en el Elíseo con Hollande, y después en el Gobierno, y vio que el poder presidencial no se usaba. Regresó a una concepción clásica de la V República. Macron consideró que la función disponía de dos atributos: hacía falta tener porte y autoridad”.
Macron es un presidente que ejerce el poder y, al mismo tiempo, sigue teorizando sobre él mientras construye el relato de su presidencia. Los franceses no solo sienten nostalgia del rey muerto y se sienten afligidos al ver el trono vacío, sino que, en su opinión, “son infelices cuando la política se reduce a una técnica”. “Les gusta que haya una historia. ¡Yo soy la prueba viviente!”, proclamó el pasado mayo en una entrevista con la revista literaria Nouvelle Revue Française. Su trayectoria —el muchacho de provincias que se enamora de su profesora, 24 años mayor que él, y se marcha a conquistar París para acabar siendo, a los 39 años, el jefe de Estado más joven desde Napoleón— podría ser el argumento de una novela decimonónica. “En realidad, yo no soy más que la emanación del gusto del pueblo francés por lo novelesco”, comentó.
La trama es literaria y casi teológica. Un reportaje en Le Monde, en ocasión del primer aniversario de su presidencia, se refería a la teoría que el historiador Ernst Kantorowicz expuso en el clásico Los dos cuerpos del rey sobre la combinación, en la figura del soberano, de un aspecto temporal y humano, y otro institucional y eterno. Sus antecesores inmediatos, François Hollande y Nicolas Sarkozy, nunca lograron habitar el cuerpo simbólico y espiritual, decía el artículo: eran humanos, demasiado humanos. Macron quiso reconciliar ambos cuerpos: sintetizar el ser humano y el líder que encarnaba una institución. De ahí la importancia de la liturgia republicana y la búsqueda obsesiva del contacto con el pueblo, soslayando el Parlamento o lo que en Francia se denomina los cuerpos intermedios: los sindicatos, la patronal, la sociedad civil.
Los baños de masas remiten, según los asesores del presidente, a otro clásico de la historia del siglo XX, Los reyes taumaturgos, de Marc Bloch. El historiador Bloch estudió los rituales milagrosos que entre el siglo XII y el XIX practicaron los monarcas franceses e ingleses, a quienes se atribuía el poder de curar a los enfermos mediante la imposición de manos. “[Para Macron] tocar es fundamental: es un segundo lenguaje”, dijo a Le Monde su consejero Bruno Roger-Petit. “Es un tocamiento performativo: ‘El rey te toca, Dios te cura’. Hay aquí una forma de trascendencia”.
Macron no hace milagros tocando a sus conciudadanos. Pero sí hubo algo de ilusión mística en la idea de que la llegada de un presidente joven e inteligente, desligado de los viejos partidos y con promesas de renovación, serviría para liberar a Francia del fantasma de la decadencia y para frenar en Europa la ola de populismo y nacionalismo que unos meses antes había triunfado en Estados Unidos con Donald Trump y en Reino Unido con el Brexit. El gesto y el físico —el cuerpo del rey— eran tanto o más importantes que el programa.
Hubo algo de ilusión mística en la idea de que la llegada de un presidente joven e inteligente serviría para liberar a Francia del fantasma de la decadencia
El historiador Stanis Perez, autor de Le corps du roi (El cuerpo del rey), recuerda que, al llegar al poder hace un año y medio, Macron era lo que los romanos llamaban un homo novus: sin experiencia, sin cargos electos y, hasta poco antes, desconocido. “Fue necesario compensar esta virginidad política relativa con signos ostentatorios”, dice Perez en una entrevista telefónica. El historiador establece una diferencia entre la encarnación del poder en el cuerpo del rey durante el Antiguo Régimen y ahora. En su apogeo, en época de Luis XIV, el cuerpo era visible en la corte casi siempre. “Todo estaba teatralizado porque todo era público”. La puesta en escena no ha desaparecido —incluso es más enfática y alcanza a un público más amplio que en el siglo XVII—, pero no es completa y está controlada: la corte no asiste al despertar y al acostarse de Macron como sucedía con Luis XIV. Y se ha desacralizado.
Lo mismo ocurre con el aspecto taumatúrgico, la capacidad de realizar prodigios. “El contacto físico es importante, pero separado de toda espiritualidad y con un contexto laico, puede parecer una monarquía pero es una monarquía de pacotilla: el espectáculo monárquico sin la espiritualidad”, dice. El peligro de lo que Stanis Perez llama “la majestad del gobernante” es que, cuando el país funciona, nadie la cuestiona. Pero una vez que se instala la desconfianza, lo que parecía autoridad se transforma en autoritarismo; la audacia, en capricho; la originalidad, en incompetencia; el talento para ser el primero de la clase y ejercer de ministro de todo, en aislamiento y soledad en el palacio presidencial, y el rey sabio en príncipe resabido y resabiado. La imposición de manos —la real, en las personas; y la metafórica, en el país entero— deja de obrar milagros: el presidente ya no es creíble cuando intenta encarnar el cuerpo místico del rey.
Se vio hace unos meses, cuando Macron regañó a un adolescente por llamarle Manu, y no monsieur le président. Macron reafirmaba la función presidencial, el cuerpo institucional del rey. Pero el verdadero rey no necesita recordar que es el rey: lo es, sin más, porque la autoridad no se reclama, se ejerce. No es sencillo mantener el porte presidencial con la proliferación de fotos, selfies y declaraciones extemporáneas en todo tipo de situaciones. Casos como el del exjefe de seguridad de Macron, Alexandre Benalla, grabado mientras agredía a manifestantes el pasado 1 de mayo, exponen los peligros del monarquismo republicano: la capacidad del presidente para rodearse, sin control, de personas sin la experiencia adecuada en cargos de responsabilidad.
“Hay un doble sentimiento entre los políticos y sobre todo presidentes franceses: de impunidad para los que cometen infracciones, de que nunca se verá lo que hacen; o que están por encima de todo y que, como son presidentes, pueden decir: ‘Yo quiero esto y es así”, explica Béatrice Houchard, autora del libro Le fait du prince (El capricho del príncipe, un retrato de los presidentes de la V República por medio de sus decisiones arbitrarias). “Diría que ha caído dos o tres peldaños del trono”, comenta, resumiendo los últimos meses.
El presidente de la República, este rey republicano más poderoso en su país que sus homólogos occidentales, descubre que los márgenes de maniobra son estrechos, que el trono es frágil. No es el único, en las democracias acechadas por el populismo y el nacionalismo. La necesidad de teorizar sobre el poder y de escribir la historia del poder al mismo tiempo que este se ejerce reflejan un vacío. No el del rey, sino el de un poder que ya no es lo que era. ¿Qué lo sustituye? Los mitos, el relato y la novela: la literatura. Antes que presidente, Macron quiso ser escritor.