La lección que salvó vidas al fallar la alerta de tsunami

El recuerdo del gran maremoto de 2004 llevó a muchos habitantes de la costa a huir a tiempo tras el seísmo en Indonesia
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Xavier Fontdeglòria (Enviado especial)
Palu (Indonesia), El País
Después de salir indemne del fuerte temblor, Erfin sabía que la pesadilla no había terminado. Alarmados por la fuerte sacudida de la casa, este pescador y su familia salieron al exterior inmediatamente. Con unas vistas privilegiadas sobre un mar de aguas turquesas, vieron que algo extraño sucedía. Erfin, en la cuarentena (y que como muchos indonesios no tiene apellido), lo describe como “un gran remolino que después lanzó un chorro de agua hacia arriba”. No había llegado ninguna alerta de tsunami a su teléfono, pero la señal que enviaba el mar era inequívoca: corrieron hacia una zona elevada para salvarse. Poco después llegaron las olas gigantes que engulleron casi todo el pueblo.


Erfin vive en Bulurri, una de las localidades de la región costera de Donggala, situada en la zona central de la isla indonesia de Célebes. Es uno de los puntos más cercanos al epicentro del terremoto de magnitud 7,5 del pasado viernes y del posterior tsunami, dos tragedias en una que se han cobrado al menos 1.500 vidas, según el último recuento oficial. En el lugar solo quedan en pie la mezquita y las casas en áreas altas del pueblo, adonde no llegó el agua. La de Erfin, que tiene tres hijos, es una de ellas. “Hemos tenido mucha suerte, fue cuestión de pocos metros”, apunta.

La amplia destrucción que se observa en varios kilómetros de la costa noroccidental desde Palu y la imposibilidad de acceder a estas zonas en los primeros días hacían temer que habría miles de fallecidos. Afortunadamente, no ha sido así. A ningún residente le llegó la alerta de tsunami, pero la intuición —y la lección aprendida del gran maremoto de 2004 que arrasó otra zona de Indonesia— salvó a muchos. El Gobierno indonesio esquiva las quejas por los fallos de la alerta. La agencia meteorológica alega que los mensajes se enviaron pero no llegaron a los móviles de los ciudadanos porque el terremoto provocó la caída de las comunicaciones.

En estos 30 kilómetros de costa de la región de Donggala al salir de Palu lo único que está mínimamente despejado en parte de los tramos es una pequeña carretera. Varias familias montan puestos para pedir agua o alimentos a los vehículos que circulan hacia o desde Palu. Alman Alarudin, de unos 30 años, y los suyos consiguen algunas botellas de agua, pero no han recibido ayuda humanitaria alguna desde que ocurrió el desastre hace casi una semana. Les es imposible acceder a los grandes convoyes de víveres porque están protegidos por militares y nadie viene a distribuirla en las cercanías. Como tantos otros en estos pueblos, se han quedado con lo puesto, pero al menos están todos. En el caso de Alarudin, al ver que el tsunami se acercaba, la familia se refugió rápidamente en la ladera de una montaña. Su casa, en Bulurri, sobrevivió al seísmo, pero no a las olas.
Un festival en la playa

Los vecinos de la zona viven ahora precisamente en estos montes, en refugios improvisados. En Loly, también destrozada por el tsunami, solo murió un vecino, pero hay cientos que viven de forma precaria entre dos y cinco kilómetros tierra adentro. Este miércoles les visitó el presidente indonesio, Joko Widodo, y recibieron una primera ayuda: arroz, azúcar, fideos y pollos vivos.

El jefe del Estado les prometió 50 millones de rupias (unos 5.000 euros) de indemnización por cada casa destruida. Es mucho dinero para unas familias pobres que se dedican eminentemente a la agricultura y la pesca, pero entre ellas cunde el escepticismo cuando se habla de volver pronto a la primera línea de playa. “Como mínimo seis meses”, estima Budin, uno de los desplazados. “Lo agradecemos, pero el dinero no lo es todo. Hemos estado muchos días completamente abandonados”.

Esta sensación es generalizada entre los afectados por la tragedia, aunque casi todos se lo toman con resignación. Los accesos han mejorado y la ayuda internacional empieza a llegar, aunque no alcanza a todo el mundo. Muchos se preguntan por qué el sistema de alerta de tsunamis no funcionó en un país que no es la primera vez que se ha visto afectados por el fenómeno.

Randi Basyarewan ha perdido a su hermana adolescente. Ella bajó a la playa de Palu esa fatídica tarde para, según cree su hermano, asistir a la preparación del festival anual de Palu Nomoni. “[Las autoridades] son extremadamente irresponsables. Quizás porque aún estaban aturdidas por el sismo, o simplemente porque no lo vieron venir, cientos de personas murieron en esa playa. No somos el único país del mundo proclive a catástrofes naturales, pero sí el que peor las previene y gestiona”, sostiene. No hay medidores de la marea en la bahía de Palu, cuya forma estrecha y larga —similar a la de una herradura— contribuyó a multiplicar el tamaño de las olas al estar la costa tan cerca del origen del maremoto. En esta ciudad se produjeron la mayoría de víctimas mortales. Entre el terremoto y el tsunami hubo un margen de tan solo tres minutos. En los pueblos de Donggala fue suficiente para salvar miles de vidas.

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