Bolsonaro nombra ‘número dos’ a un militar para apelar a la deriva ultraderechista de Brasil

El ultraconservador se alía a un general nostálgico de la dictadura brasileña para mantener su ventaja en las encuestas de intención de voto

Tom C. Avendaño
São Paulo, Infobae
Jair Bolsonaro, el candidato a la presidencia de Brasil que lleva meses desconcertando a sus muchos críticos por liderar las encuestas de intención de voto con ideas indisimuladamente autoritarista, confirmó el domingo los peores miedos de sus oponentes al anunciar quién será su número dos en la campaña electoral. Hamilton Mourão es un general de 64 años dado a criticar al poder Ejecutivo y a ensalzar aspectos de la dictadura militar brasileña (1964-1988), lo cual hasta ahora le había merecido un papel cada vez más apartado en el Ejército brasileño. Pero en el mundo al revés de Jair Bolsonaro le convierte en el símbolo perfecto para lanzar el gran órdago de la candidatura que tiene un 17% de intención de voto, casi el doble que el 10% del siguiente en la lista. Todo lo ocurrido hasta ahora —los guiños a la dictadura, los insultos micrófono en mano, el racismo, el clasismo, el machismo, todo eso que tantos llamaron de teatro político previo a una campaña suavizada por un vicepresidente más moderado— iba en serio. Esta es la candidatura de los militares, la fuerza bruta, el ultraconservadurismo y el orden establecido. Y no hay nada que matizar en la que es, en definitiva, la propuesta que está atrayendo a más en el primer país de América Latina.


Mourão, que entró en el Ejército en 1972 y estuvo en activo hasta febrero de 2018, ya se había negado antes a hacer campaña con Bolsonaro. Que el candidato haya insistido, creen muchos en Brasilia, se debe más a una falta de opciones —Bolsonaro ya había sido rechazado por otras dos personas— que de idoneidad para el cargo. Al fin y al cabo, Mourão es el hombre que, al entrar en reserva hace unos meses, llamó “héroe” al coronel que había liderado la represión política durante la dictadura militar y a quien el Tribunal de Justicia había declarado “torturador”. Pero el general ya está acostumbrado a pagar caro por sus opiniones. En octubre de 2015 protagonizó un escándalo al afirmar en una conferencia que Brasil necesitaba “un despertar de la lucha patriótica”: días después, se anunció que había sido “exonerado de su puesto”. En septiembre deseó públicamente que el poder Judicial “purgase” al presidente brasileño Michel Temer de la vida pública y en diciembre tildó al Gobierno, debilitado por varias acusaciones de corrupción, de “bazar de negocios”. En pocos días fue trasladado a la Secretaría de Economía del Ejército, donde no ocupó ningún puesto concreto. En febrero, entró en la reserva.

Pero el Brasil en el que ese historial tumbaría cualquier carrera política parece no existir ya. En los últimos meses es cada vez más común que los militares opinen públicamente sobre la turbulenta deriva del país, y que recuerden, para deleite de muchos, que ellos están ahí y, a diferencia de los entumecidos políticos tradicionales, podrían hacer algo. En abril, horas antes de que el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva fuese encarcelado por corrupción y cuando aún se temía la remota posibilidad de que fuese indultado, el mismísimo comandante del Ejército amenazó en un tuit: “El Ejército brasileño comparte el anhelo de todos los ciudadanos de bien de repudiar la impunidad (…) y se mantiene atento a sus misiones institucionales”.

La sociedad brasileña, atrapada desde hace ya años en una encrucijada formada por una recesión económica, una clase política paralizada por incontables juicios de corrupción y unos índices de violencia que no hacen más que subir, también muestra cada vez mayor agrado ante la presencia de los militares en la vida civil. En enero, el presidente, impotente ante la sangría diaria de Río de Janeiro, cedió al Ejército el control de la seguridad de todo el Estado: fue la primera vez que se tomaba una medida tan extrema desde la llegada de la democracia en 1988. Lejos de condenarlo, muchos lo usaron como prueba de que la política habitual no tiene nada que hacer en un lugar tan violento. La próxima vez que una crisis azotó Brasil —cuando, a finales de mayo, los camioneros se pusieron en huelga y paralizaron el país que más depende de las autopistas en todo el mundo—, las manifestaciones de protesta mostraban varios mensajes de “Intervenção já” (“Intervención ya”: que lo mismo que se hizo en Río se haga en el resto del país). Se prevé que haya 117 militares disputando algún cargo en estas elecciones.

Y nadie ha sabido capitalizar este sentimiento como Bolsonaro, único aspirante a presidente con pasado militar (si bien su carrera acabó en 1987, cuando fue suspendido por intentar poner bombas en los baños de su academia). Cuando se convirtió en el diputado más votado de las elecciones de 2014 ya jugaba con la estética militar. Tras su éxito, fue a más y empezó a tontear con la nostalgia de la dictadura (algo permitido por la constitución brasileña). En los vídeos que colgaba a diario en redes sociales y que le proporcionaron sus primeros seguidores serios, se veían, discretamente colgados en las paredes de su despacho, retratos de los de los generales que durante 22 años persiguieron y torturaron a los disidentes. Redobló la apuesta. En 2016, con las encuestas ya a su favor como posible presidente, dijo que “el error fue torturar y no matar”. En lugar de caer, se mantuvo. A finales de julio pasado ya se atrevió a decir abiertamente que la dictadura había sido “un periodo muy bueno”.

Con Lula en prisión y por tanto incapacitado para presentarse candidato a pesar de ser el eterno favorito en las encuestas, Bolsonaro es quien reúne más intención de votos. Ahora comparte esa cifra con Mourão. Se pensó brevemente que buscaría un número dos más moderado, y de hecho le ofreció el puesto a una abogada, Janaína Paschoal, que le rechazó. Lo mismo hizo otro militar. Al final, ha optado por el camino del extremismo. Por el hombre que defiende las intervenciones militares y llama “héroes” a los torturadores.

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