ANÁLISIS / Iván Duque, el discurso del equilibrista
La figura de Álvaro Uribe impide leer con normalidad las palabras del nuevo jefe de Estado
Jorge Galindo
El País
El discurso más impresionante de la toma de posesión del presidente Iván Duque no fue el del protagonista del día, sino el del presidente del Congreso. Primero, Ernesto Macías enumeró una a una todas las cosas que, según él, están mal en la Colombia que nos deja Santos. Después, desgranó una a una las políticas que su partido, que es también el del expresidente (y aún senador) Álvaro Uribe y el del propio Duque, aplicaría para resolver los problemas del país.
Se trató de un ejercicio de partidismo inusitado para alguien que representa al poder legislativo en la transferencia del poder ejecutivo. Después de las propias elecciones, es esta probablemente la ceremonia más solemne y esencial de la democracia: una facción le cede a otra el control del gobierno de manera pacífica bajo la mirada de las otras ramas del poder. Cada vez que se produce, el país (cualquier país) demuestra que es posible canalizar el conflicto inherente a la vida en sociedad a través de instituciones reconocidas por toda la ciudadanía, y que a ella le sirven. Cuando un representante de dichas instituciones toma la oportunidad que le ofrece la ceremonia de transferencia de poder para defender un programa ideológico, de parte, de alguna manera está traicionando al resto de la nación; y, con ello, está traicionando el espíritu del propio evento.
Pero el mensaje de Macías tenía un espectador particularmente importante. Duque toma posesión de la Casa de Nariño bajo la enseña de la duda. Un cuestionamiento que no viene solamente de quien no votó por él, sino también por parte de muchos de sus votantes. Unos, que lo hicieron desde el centro y por escoger lo que para ellos era el mal menor. Otros, que no saben si ese joven con fama de comedido podrá recoger la herencia de Uribe. Una herencia cuyo guardián no es el nuevo jefe del ejecutivo, sino el partido que formó: el Centro Democrático, un espacio que Duque no controla. Entre las líneas entonadas por Macías se podía leer un aviso velado al nuevo presidente: este es el programa del partido (y, por tanto, también del uribismo). Este es el ideal al que debes aspirar. "Cuanto más te alejes de él", parecía decirle, "más te estarás alejando de nosotros".
El discurso del Centro Democrático pasó a enmarcar al que segundos después enunciaría Duque. Hagamos un ejercicio: recordemos el programa de gobierno que desgranó y hagámoslo, por un momento, olvidándonos del contexto político colombiano. En este primer nivel de lectura, efectivamente superficial, el plan de Duque para Colombia no es más que un proyecto de centro-derecha al uso. Bajar impuestos, apoyar a las empresas, y fiar la seguridad a la implementación de penas y castigos. Una combinación clásica de liberalismo y conservadurismo. Hizo, incluso, ciertas concesiones tímidamente redistributivas, con menciones a la justicia social y a la necesidad de igualar oportunidades a lo largo y ancho del territorio.
Si Macías no hubiese hecho semejante discurso con anterioridad sería más fácil leer a Duque como lo que quiere ser leído: el artífice de la futura unidad de un país dividido en torno a una propuesta de derecha moderada que podría encontrarse, según sus cálculos, cerca del votante medio. Aquí es donde el actual contexto político colombiano se vuelve imposible de ignorar. Sobre el terreno, este contexto está marcado por la incertidumbre que rodea a la implementación de los acuerdos de paz. Una incertidumbre que el discurso de Duque no ayudó a disipar. Más bien, la ambigüedad se mantuvo en torno al asunto que más preocupa al uribismo de base. Todo lo específico que fue en otras áreas se tornó aquí neblina, destinada a no romper la ilusión de que puede contentar a todo el mundo.
El otro aspecto fundamental del contexto que impide leer con normalidad el discurso de Duque es la propia presencia que mantiene la figura de Álvaro Uribe sobre la política colombiana. La serie Uribe-CD-Macías podría ser entendida como una cadena que pretende impactar en Iván Duque, con una última demanda velada, pendiente de ejecución en un futuro próximo: el uribismo y su jefe están fuera de toda duda, y ahí deben mantenerse. Ahí debe mantenerlos el nuevo presidente de la República de Colombia. De ser así, todo el mensaje centrado, liberal-conservador de Duque no servirá de nada. Ni siquiera su calculada posición respecto a los acuerdos de paz. El nuevo jefe de Estado se ha pasado meses, años incluso haciendo equilibrismos para llegar al punto en el que se encuentra ahora mismo. Su discurso fue la versión más perfeccionada de esta labor funambulista: un trabajo de retejido desde el centro hacia la derecha. Que tiene vocación de unión nacional, pero que depende a su vez de lo que decida la figura más divisiva de la reciente historia colombiana.
En un momento de su discurso, Iván Duque decidió citar al poeta granadino Federico García Lorca. Asesinado por fascistas bajo orden del dictador Francisco Franco, Lorca dedicó su vida (y también su muerte) a defender la libertad. No es alguien cuyas palabras se escojan a la ligera. Por eso, citarlas en una toma de posesión, en una transferencia tranquila de poder que fue ennegrecida por alguien que decidió hacer de ella un evento de campaña, implica una enorme responsabilidad. Son como un compromiso de defensa de la libertad y de las instituciones que la representan que va más allá del debate entre políticas de izquierda y derecha. Quizás, durante este mandato, le llegue a Duque un momento en el que los equilibrismos ya no sirvan. Entonces, lo que todo el mundo recordará del evento de hoy no serán sus referencias a la economía naranja, a los emprendedores, o a la legalidad. No. Lo que se recordará será la distancia entre el discurso de Macías y su referencia a Federico García Lorca. Será el momento en el que el equilibrista decide hacia qué lado de la cuerda prefiere caer.
Jorge Galindo
El País
El discurso más impresionante de la toma de posesión del presidente Iván Duque no fue el del protagonista del día, sino el del presidente del Congreso. Primero, Ernesto Macías enumeró una a una todas las cosas que, según él, están mal en la Colombia que nos deja Santos. Después, desgranó una a una las políticas que su partido, que es también el del expresidente (y aún senador) Álvaro Uribe y el del propio Duque, aplicaría para resolver los problemas del país.
Se trató de un ejercicio de partidismo inusitado para alguien que representa al poder legislativo en la transferencia del poder ejecutivo. Después de las propias elecciones, es esta probablemente la ceremonia más solemne y esencial de la democracia: una facción le cede a otra el control del gobierno de manera pacífica bajo la mirada de las otras ramas del poder. Cada vez que se produce, el país (cualquier país) demuestra que es posible canalizar el conflicto inherente a la vida en sociedad a través de instituciones reconocidas por toda la ciudadanía, y que a ella le sirven. Cuando un representante de dichas instituciones toma la oportunidad que le ofrece la ceremonia de transferencia de poder para defender un programa ideológico, de parte, de alguna manera está traicionando al resto de la nación; y, con ello, está traicionando el espíritu del propio evento.
Pero el mensaje de Macías tenía un espectador particularmente importante. Duque toma posesión de la Casa de Nariño bajo la enseña de la duda. Un cuestionamiento que no viene solamente de quien no votó por él, sino también por parte de muchos de sus votantes. Unos, que lo hicieron desde el centro y por escoger lo que para ellos era el mal menor. Otros, que no saben si ese joven con fama de comedido podrá recoger la herencia de Uribe. Una herencia cuyo guardián no es el nuevo jefe del ejecutivo, sino el partido que formó: el Centro Democrático, un espacio que Duque no controla. Entre las líneas entonadas por Macías se podía leer un aviso velado al nuevo presidente: este es el programa del partido (y, por tanto, también del uribismo). Este es el ideal al que debes aspirar. "Cuanto más te alejes de él", parecía decirle, "más te estarás alejando de nosotros".
El discurso del Centro Democrático pasó a enmarcar al que segundos después enunciaría Duque. Hagamos un ejercicio: recordemos el programa de gobierno que desgranó y hagámoslo, por un momento, olvidándonos del contexto político colombiano. En este primer nivel de lectura, efectivamente superficial, el plan de Duque para Colombia no es más que un proyecto de centro-derecha al uso. Bajar impuestos, apoyar a las empresas, y fiar la seguridad a la implementación de penas y castigos. Una combinación clásica de liberalismo y conservadurismo. Hizo, incluso, ciertas concesiones tímidamente redistributivas, con menciones a la justicia social y a la necesidad de igualar oportunidades a lo largo y ancho del territorio.
Si Macías no hubiese hecho semejante discurso con anterioridad sería más fácil leer a Duque como lo que quiere ser leído: el artífice de la futura unidad de un país dividido en torno a una propuesta de derecha moderada que podría encontrarse, según sus cálculos, cerca del votante medio. Aquí es donde el actual contexto político colombiano se vuelve imposible de ignorar. Sobre el terreno, este contexto está marcado por la incertidumbre que rodea a la implementación de los acuerdos de paz. Una incertidumbre que el discurso de Duque no ayudó a disipar. Más bien, la ambigüedad se mantuvo en torno al asunto que más preocupa al uribismo de base. Todo lo específico que fue en otras áreas se tornó aquí neblina, destinada a no romper la ilusión de que puede contentar a todo el mundo.
El otro aspecto fundamental del contexto que impide leer con normalidad el discurso de Duque es la propia presencia que mantiene la figura de Álvaro Uribe sobre la política colombiana. La serie Uribe-CD-Macías podría ser entendida como una cadena que pretende impactar en Iván Duque, con una última demanda velada, pendiente de ejecución en un futuro próximo: el uribismo y su jefe están fuera de toda duda, y ahí deben mantenerse. Ahí debe mantenerlos el nuevo presidente de la República de Colombia. De ser así, todo el mensaje centrado, liberal-conservador de Duque no servirá de nada. Ni siquiera su calculada posición respecto a los acuerdos de paz. El nuevo jefe de Estado se ha pasado meses, años incluso haciendo equilibrismos para llegar al punto en el que se encuentra ahora mismo. Su discurso fue la versión más perfeccionada de esta labor funambulista: un trabajo de retejido desde el centro hacia la derecha. Que tiene vocación de unión nacional, pero que depende a su vez de lo que decida la figura más divisiva de la reciente historia colombiana.
En un momento de su discurso, Iván Duque decidió citar al poeta granadino Federico García Lorca. Asesinado por fascistas bajo orden del dictador Francisco Franco, Lorca dedicó su vida (y también su muerte) a defender la libertad. No es alguien cuyas palabras se escojan a la ligera. Por eso, citarlas en una toma de posesión, en una transferencia tranquila de poder que fue ennegrecida por alguien que decidió hacer de ella un evento de campaña, implica una enorme responsabilidad. Son como un compromiso de defensa de la libertad y de las instituciones que la representan que va más allá del debate entre políticas de izquierda y derecha. Quizás, durante este mandato, le llegue a Duque un momento en el que los equilibrismos ya no sirvan. Entonces, lo que todo el mundo recordará del evento de hoy no serán sus referencias a la economía naranja, a los emprendedores, o a la legalidad. No. Lo que se recordará será la distancia entre el discurso de Macías y su referencia a Federico García Lorca. Será el momento en el que el equilibrista decide hacia qué lado de la cuerda prefiere caer.