¿Qué hacen los cinéfilos durante el Mundial?
En las salas solo hay saldos del cine de autor o idioteces con afán y cálculo de espectáculo
Carlos Boyero
El País
Un maravilloso y problemático amigo, perteneciente a mi alma, uno de los seres más inteligentes, legales, sensibles, disparatados, racionales, generosos, cálidos e insoportables egoístas que tuve la fortuna de tratar y que decidió acabar con sus demonios lanzándose por una ventana, alguien que incluso en algo tan mayoritariamente aburrido como la crítica de cine introducía poesía lúcida y estremecedora (alguna vez escribió: “Busca tu refugio’ es el mejor consejo que he recibido en mi vida, pero en el curso del tiempo ya he comprendido que para alguien como yo el mejor refugio y la intemperie es la misma cosa”), resucitaba milagrosamente cada vez que llegaba el Mundial de fútbol. Y meses antes de que comenzara el gran espectáculo me enviaba cartas (escritas en papel de lujo, en sobres primorosos, como Dios manda, antes del imperio de esa cosa agobiante y afortunadamente ignota para mí llamada e-mails) en las que me detallaba con mimo la mejor alineación para equipos no ya previsiblemente ganadores como Brasil o Alemania, sino algo tan exótico como las selecciones de Corea o de Nigeria. Y se lo sabía. Y lo vivía. No confundirle con ese repelente y resabiado niño Vicente apodado Maldini. En mi amigo no suponía un ostentoso ejercicio de conocimiento exhaustivo y muy bien pagado sobre lo que no sabe nadie. Era pasión hacia lo desconocido, con la pasión de un niño por sus juguetes. Juguetes de supervivencia mental.
Y llega otro Mundial. Y recuerdo poderosamente mi existencia a través de ellos. Que frívolo, ¿verdad? Mi memoria asocia el primero con el que se celebró en Inglaterra en 1966. Y jamás olvidaré que lesionaron al dios Pelé en su primer partido, la aparición de la suprema elegancia en un tipo tan joven como sobrado que se llamaba Beckenbauer, la potencia y el disparo salvaje de Eusebio, el gol esforzado aunque inverosímil de Sanchís padre. Y siempre recuerdo a las mujeres que en aquella época estaban conmigo. En algunos solo existía mi soledad, torturante o llevadera, mis anhelos de futuro o la odiosa certidumbre de que este no existía, que solo podría consolarme con los regates, pases, goles de futbolistas admirables aunque su nivel mental o emocional jamás tocara el cielo.
Y retorna otra cita con el amor ancestral. Y sé que me esperan múltiples hora de hastío, pero me sentiré acompañado por gente que en la concepción de los arrogantemente ignorantes se limita a darle patadas a un balón. Y les comprendo, pero que también me entiendan a mí, mi droga sin resaca, mi refugio provisional ante el desamparo. Y admito el estupor de las personas que detestan legítimamente el futbol ante un mes en el que nada existe excepto él, incluidos los infinitos descerebrados y ágrafos que practican chillona y patéticamente esa religión. Y me gustaría que los cinéfilos tuvieran algo sabroso que llevarse al paladar durante esta época. Por mi parte es imposible aconsejarles nada. Solo hay saldos del cine de autor o idioteces con afán y cálculo de espectáculo.
En esta dispersión mental intento recordar películas maravillosas sobre el fútbol, el motor vital y lúdico de tanta gente en todo el planeta. Y no hay forma de que recuerde alguna con los méritos artísticos que corresponderían a algo tan popular e idolatrado. Admiro que Carlos Marañón, excelente periodista y aun mejor persona, escriba libros sobre este tema intentando reivindicar con inteligencia y corazón lo que casi siempre ha sido un desastre en el cine. Y solo resuena en mi cabeza una canción inmortal de Van Morrison en la que susurra o aúlla: “Nadie robará mis sueños en días como este”. Insólitamente alguien tan amargado como yo recobro ilusiones. Que duren. Se han cargado a los villanos, intolerablemente mediocres, viles, corruptos.
Carlos Boyero
El País
Un maravilloso y problemático amigo, perteneciente a mi alma, uno de los seres más inteligentes, legales, sensibles, disparatados, racionales, generosos, cálidos e insoportables egoístas que tuve la fortuna de tratar y que decidió acabar con sus demonios lanzándose por una ventana, alguien que incluso en algo tan mayoritariamente aburrido como la crítica de cine introducía poesía lúcida y estremecedora (alguna vez escribió: “Busca tu refugio’ es el mejor consejo que he recibido en mi vida, pero en el curso del tiempo ya he comprendido que para alguien como yo el mejor refugio y la intemperie es la misma cosa”), resucitaba milagrosamente cada vez que llegaba el Mundial de fútbol. Y meses antes de que comenzara el gran espectáculo me enviaba cartas (escritas en papel de lujo, en sobres primorosos, como Dios manda, antes del imperio de esa cosa agobiante y afortunadamente ignota para mí llamada e-mails) en las que me detallaba con mimo la mejor alineación para equipos no ya previsiblemente ganadores como Brasil o Alemania, sino algo tan exótico como las selecciones de Corea o de Nigeria. Y se lo sabía. Y lo vivía. No confundirle con ese repelente y resabiado niño Vicente apodado Maldini. En mi amigo no suponía un ostentoso ejercicio de conocimiento exhaustivo y muy bien pagado sobre lo que no sabe nadie. Era pasión hacia lo desconocido, con la pasión de un niño por sus juguetes. Juguetes de supervivencia mental.
Y llega otro Mundial. Y recuerdo poderosamente mi existencia a través de ellos. Que frívolo, ¿verdad? Mi memoria asocia el primero con el que se celebró en Inglaterra en 1966. Y jamás olvidaré que lesionaron al dios Pelé en su primer partido, la aparición de la suprema elegancia en un tipo tan joven como sobrado que se llamaba Beckenbauer, la potencia y el disparo salvaje de Eusebio, el gol esforzado aunque inverosímil de Sanchís padre. Y siempre recuerdo a las mujeres que en aquella época estaban conmigo. En algunos solo existía mi soledad, torturante o llevadera, mis anhelos de futuro o la odiosa certidumbre de que este no existía, que solo podría consolarme con los regates, pases, goles de futbolistas admirables aunque su nivel mental o emocional jamás tocara el cielo.
Y retorna otra cita con el amor ancestral. Y sé que me esperan múltiples hora de hastío, pero me sentiré acompañado por gente que en la concepción de los arrogantemente ignorantes se limita a darle patadas a un balón. Y les comprendo, pero que también me entiendan a mí, mi droga sin resaca, mi refugio provisional ante el desamparo. Y admito el estupor de las personas que detestan legítimamente el futbol ante un mes en el que nada existe excepto él, incluidos los infinitos descerebrados y ágrafos que practican chillona y patéticamente esa religión. Y me gustaría que los cinéfilos tuvieran algo sabroso que llevarse al paladar durante esta época. Por mi parte es imposible aconsejarles nada. Solo hay saldos del cine de autor o idioteces con afán y cálculo de espectáculo.
En esta dispersión mental intento recordar películas maravillosas sobre el fútbol, el motor vital y lúdico de tanta gente en todo el planeta. Y no hay forma de que recuerde alguna con los méritos artísticos que corresponderían a algo tan popular e idolatrado. Admiro que Carlos Marañón, excelente periodista y aun mejor persona, escriba libros sobre este tema intentando reivindicar con inteligencia y corazón lo que casi siempre ha sido un desastre en el cine. Y solo resuena en mi cabeza una canción inmortal de Van Morrison en la que susurra o aúlla: “Nadie robará mis sueños en días como este”. Insólitamente alguien tan amargado como yo recobro ilusiones. Que duren. Se han cargado a los villanos, intolerablemente mediocres, viles, corruptos.