Spandau, la prisión de máxima seguridad custodiada por cuatro países… ¡para vigilar a un solo prisionero!
Inexpugnable, duró ciento once años, y fue demolida después de la muerte del nazi Rudolph Hess, mano derecha de Hitler
Alfredo Serra
Especial para Infobae
Nadie, ni en Alemania ni en el mundo, imaginó que la inexpugnable prisión militar de Spandau, construida en Berlín en 1876 para albergar a quinientos prisioneros…, acabaría bajo la piqueta ciento once años después, casi con el último suspiro de su único prisionero, el nazi Rudolph Hess, que se suicidó el 17 de agosto de 1987 luego de más de cuatro décadas entre rejas.
Un suicidio (¿o crimen?) nunca aclarado hasta hoy.
Pero la historia de Spandau después de la caída del Tercer Reich, más allá de la colosal tragedia de la Segunda Gran Guerra… fue un largo y costoso delirio.
Luego de los históricos juicios de Núremberg, y a pesar de que la prisión estaba en el sector británico de Berlín luego de la división de la ciudad entre los cuatro países aliados y vencedores…, los otros tres reclamaron ser también protagonistas y custodios de los siete prisioneros destinados a pasar largos años –o todas sus vidas– detrás de esos gruesos muros de ladrillos rojos y diseño neomedieval.
Pocas cosas más lúgubres…
Los prisioneros: Baldur von Schirach, líder de las Juventudes Hitlerianas, condenado a 20 años. Karl Dönitz, Gran Almirante y último Presidente del Tercer Reich, 10 años. Konstantin Freiherr von Neurath, ministro de Asuntos Exteriores, 15 años. Erich Raeder, Gran Almirante de la Kriegsmarine, prisión perpetua. Albert Speer, ministro de Armamento y Munición, 20 años. Walther Funk, ministro de Economía, perpetua.
Y el número siete, la gran estrella del nazismo, lugarteniente de Hitler hasta 1941… ¡perpetua!
Los seis primeros cumplieron sus condenas. Algunos, menos, por enfermedad. Quedaron libres. Entre 1960 y 1980, todos murieron por causas naturales.
¡Y sólo quedó, en esa prisión–castillo, Rudolf Hess!
Pero a pesar de su extraña condición de único recluso, ninguno de los cuatro países aliados resignó su papel de custodio.
Como profesores universitarios, armaron un rígido cronograma de vigilancia. Gran Bretaña, enero–mayo–septiembre. Francia, febrero–junio–octubre. Unión Soviética, marzo–julio–noviembre. Estados Unidos: abril–agosto–diciembre.
Mantener esa fortaleza en condiciones no fue tarea fácil, y mucho menos barata. Estaba circundada por una barrera eléctrica tipo Toque y muere, salvo cuando la desconectaban. Detrás se alzaba un muro de seis metros de altura con varias torretas de vigilancia y sus consabidos guardias armados.
Seguía un pequeño pasillo, vigilado también, y por último un contramuro elevado –de cinco metros–, iluminado toda la noche con focos de alta potencia…, como los que años después coronarían el Muro de Berlín. No menos sorprendente era la dotación de custodios: 600 soldados de los cuatro países –200 por cabeza–…, ¡más 50 agentes de la Alemania Federal!
A pesar de las estrecheces propias de la posguerra, el presupuesto de mantenimiento no sufrió recortes: a valores de hoy entre 60 y 80 mil euros por año.
Si se tiene en cuenta la magra exigencia alimenticia del último y único prisionero, que se acercaba a los 90 años, más algún medicamento para gerontes, no es aventurado deducir que los vigilantes y sus jefes ¡la pasaban de maravillas! Porque, cómo privar a británicos, franceses, rusos y norteamericanos de sus hábitos, en ese orden, de whisky, cognac, vodka y bourbon.
Como era de imaginar, el hijo de Rudolph Hess, un arquitecto residente en Baviera, y otros nostálgicos de los días de gloria del Reich, presionaron a los cuatro países para lograr lo que llamaban "el injusto y cruel cautiverio del preso más caro de Alemania".
Pero cierta razón política era más fuerte: esa libertad podía significar un símbolo para los sectores nazis residuales jamás persuadidos de que la derrota y sus consecuencias eran irreversibles.
De pronto, en la mañana del 17 de agosto de 1987, un comunicado desde la prisión de Spandau anuncio urbi et orbi que el ex niño mimado y mano derecha de Hitler se había suicidado ahorcándose con un cable eléctrico. Detalles: había logrado evadir la vigilancia de los guardias, entrar en una cabaña del jardín, atar el cable a los barrotes de una ventana, y colgarse hasta la morir por asfixia.
Tenía 93 años y claros signos de demencia senil. Dos datos que impulsaron a su familia a denunciar que el suicidio era una farsa, ya que Hess "estaba casi ciego, sin fuerzas, y con una pierna inmóvil".
Rápida respuesta aliada: "En el pantalón de Hess había una nota de despedida que confirmaba el suicidio, y un agradecimiento a su esposa por los esfuerzos para lograr su libertad".
Segunda hipótesis: ¿fue un asesinato?
Instalados el enigma y la polémica, Margaret Thatcher, entonces primera ministro del Reino Unido, ordenó una investigación… pero se negó a revelar el resultado.
La familia de Hess no cesó su presión, y logró una segunda autopsia a cargo de Wolgfang Spaan, director del Instituto Anatómico Forense de Munich.
Dictamen: "muerte por asfixia pero no por suspensión". Es decir…, no colgado.
Traducción: Hess bien pudo ser asesinado.
Sin embargo, a pesar del vendaval desatado, Thatcher siguió firme, como era su costumbre: no comment.
Las versiones se multiplicaron. La enfermera que lo cuidó en sus últimos cinco años juró –ante la BBC– que lo mataron… pero sin aportar prueba alguna.
El vigilador que encontró el cadáver, Abdala Melaohui, dijo que "no estaba cerca de la ventana, y mostraba huellas de un forcejeo, como para defenderse". Pero tardó dos años en decirlo…
Otro custodio arriesgó: "Hess tenía artritis avanzada: carecía de fuerza para ahorcarse".
Y hasta llegó a esgrimirse la fábula de que el muerto… ¡no era Hess! Se trataba de un sustituto. El verdadero cautivo había huido a algún ignoto punto del planeta.
A menos de un mes de ese final, la antigua, extraña y legendaria prisión de Spandau fue demolida hasta no dejar piedra sobre piedra, para impedir que su mole, omnipresente, fuera un objeto de culto y un perpetuo impulso de renovar el criminal delirio de un Tercer Reich que duraría mil años y acabó sepultado (y rendido) el 8 de mayo de 1945.
Menos de seis años.
En el enorme terreno libre se levantó un centro comercial. Un centro comercial. El aire de los nuevos tiempos…
Alfredo Serra
Especial para Infobae
Nadie, ni en Alemania ni en el mundo, imaginó que la inexpugnable prisión militar de Spandau, construida en Berlín en 1876 para albergar a quinientos prisioneros…, acabaría bajo la piqueta ciento once años después, casi con el último suspiro de su único prisionero, el nazi Rudolph Hess, que se suicidó el 17 de agosto de 1987 luego de más de cuatro décadas entre rejas.
Un suicidio (¿o crimen?) nunca aclarado hasta hoy.
Pero la historia de Spandau después de la caída del Tercer Reich, más allá de la colosal tragedia de la Segunda Gran Guerra… fue un largo y costoso delirio.
Luego de los históricos juicios de Núremberg, y a pesar de que la prisión estaba en el sector británico de Berlín luego de la división de la ciudad entre los cuatro países aliados y vencedores…, los otros tres reclamaron ser también protagonistas y custodios de los siete prisioneros destinados a pasar largos años –o todas sus vidas– detrás de esos gruesos muros de ladrillos rojos y diseño neomedieval.
Pocas cosas más lúgubres…
Los prisioneros: Baldur von Schirach, líder de las Juventudes Hitlerianas, condenado a 20 años. Karl Dönitz, Gran Almirante y último Presidente del Tercer Reich, 10 años. Konstantin Freiherr von Neurath, ministro de Asuntos Exteriores, 15 años. Erich Raeder, Gran Almirante de la Kriegsmarine, prisión perpetua. Albert Speer, ministro de Armamento y Munición, 20 años. Walther Funk, ministro de Economía, perpetua.
Y el número siete, la gran estrella del nazismo, lugarteniente de Hitler hasta 1941… ¡perpetua!
Los seis primeros cumplieron sus condenas. Algunos, menos, por enfermedad. Quedaron libres. Entre 1960 y 1980, todos murieron por causas naturales.
¡Y sólo quedó, en esa prisión–castillo, Rudolf Hess!
Pero a pesar de su extraña condición de único recluso, ninguno de los cuatro países aliados resignó su papel de custodio.
Como profesores universitarios, armaron un rígido cronograma de vigilancia. Gran Bretaña, enero–mayo–septiembre. Francia, febrero–junio–octubre. Unión Soviética, marzo–julio–noviembre. Estados Unidos: abril–agosto–diciembre.
Mantener esa fortaleza en condiciones no fue tarea fácil, y mucho menos barata. Estaba circundada por una barrera eléctrica tipo Toque y muere, salvo cuando la desconectaban. Detrás se alzaba un muro de seis metros de altura con varias torretas de vigilancia y sus consabidos guardias armados.
Seguía un pequeño pasillo, vigilado también, y por último un contramuro elevado –de cinco metros–, iluminado toda la noche con focos de alta potencia…, como los que años después coronarían el Muro de Berlín. No menos sorprendente era la dotación de custodios: 600 soldados de los cuatro países –200 por cabeza–…, ¡más 50 agentes de la Alemania Federal!
A pesar de las estrecheces propias de la posguerra, el presupuesto de mantenimiento no sufrió recortes: a valores de hoy entre 60 y 80 mil euros por año.
Si se tiene en cuenta la magra exigencia alimenticia del último y único prisionero, que se acercaba a los 90 años, más algún medicamento para gerontes, no es aventurado deducir que los vigilantes y sus jefes ¡la pasaban de maravillas! Porque, cómo privar a británicos, franceses, rusos y norteamericanos de sus hábitos, en ese orden, de whisky, cognac, vodka y bourbon.
Como era de imaginar, el hijo de Rudolph Hess, un arquitecto residente en Baviera, y otros nostálgicos de los días de gloria del Reich, presionaron a los cuatro países para lograr lo que llamaban "el injusto y cruel cautiverio del preso más caro de Alemania".
Pero cierta razón política era más fuerte: esa libertad podía significar un símbolo para los sectores nazis residuales jamás persuadidos de que la derrota y sus consecuencias eran irreversibles.
De pronto, en la mañana del 17 de agosto de 1987, un comunicado desde la prisión de Spandau anuncio urbi et orbi que el ex niño mimado y mano derecha de Hitler se había suicidado ahorcándose con un cable eléctrico. Detalles: había logrado evadir la vigilancia de los guardias, entrar en una cabaña del jardín, atar el cable a los barrotes de una ventana, y colgarse hasta la morir por asfixia.
Tenía 93 años y claros signos de demencia senil. Dos datos que impulsaron a su familia a denunciar que el suicidio era una farsa, ya que Hess "estaba casi ciego, sin fuerzas, y con una pierna inmóvil".
Rápida respuesta aliada: "En el pantalón de Hess había una nota de despedida que confirmaba el suicidio, y un agradecimiento a su esposa por los esfuerzos para lograr su libertad".
Segunda hipótesis: ¿fue un asesinato?
Instalados el enigma y la polémica, Margaret Thatcher, entonces primera ministro del Reino Unido, ordenó una investigación… pero se negó a revelar el resultado.
La familia de Hess no cesó su presión, y logró una segunda autopsia a cargo de Wolgfang Spaan, director del Instituto Anatómico Forense de Munich.
Dictamen: "muerte por asfixia pero no por suspensión". Es decir…, no colgado.
Traducción: Hess bien pudo ser asesinado.
Sin embargo, a pesar del vendaval desatado, Thatcher siguió firme, como era su costumbre: no comment.
Las versiones se multiplicaron. La enfermera que lo cuidó en sus últimos cinco años juró –ante la BBC– que lo mataron… pero sin aportar prueba alguna.
El vigilador que encontró el cadáver, Abdala Melaohui, dijo que "no estaba cerca de la ventana, y mostraba huellas de un forcejeo, como para defenderse". Pero tardó dos años en decirlo…
Otro custodio arriesgó: "Hess tenía artritis avanzada: carecía de fuerza para ahorcarse".
Y hasta llegó a esgrimirse la fábula de que el muerto… ¡no era Hess! Se trataba de un sustituto. El verdadero cautivo había huido a algún ignoto punto del planeta.
A menos de un mes de ese final, la antigua, extraña y legendaria prisión de Spandau fue demolida hasta no dejar piedra sobre piedra, para impedir que su mole, omnipresente, fuera un objeto de culto y un perpetuo impulso de renovar el criminal delirio de un Tercer Reich que duraría mil años y acabó sepultado (y rendido) el 8 de mayo de 1945.
Menos de seis años.
En el enorme terreno libre se levantó un centro comercial. Un centro comercial. El aire de los nuevos tiempos…