El derrumbe del “ambiente hostil” con la inmigración de Theresa May
El escándalo de Windrush sacude los cimientos de la dura política migratoria del Gobierno conservador británico, diseñados por la hoy primera ministra
Pablo Guimón
Londres, El País
La plaza principal de Brixton se rebautizó en 1998 como plaza de Windrush, en honor a los ciudadanos antillanos que medio siglo antes convirtieron a este barrio del sur de Londres en su hogar. Escena de revueltas antirracistas en los años ochenta, el lugar vuelve a ser hoy símbolo de la tormentosa relación de un país con su esencia multicultural.
“Desde 2010 el Gobierno ha tratado abiertamente de deportar al mayor número de gente posible. Gente como yo, que no ha hecho más que trabajar y trabajar. Pero el racismo no es un problema nuevo en Reino Unido. Cuando yo llegué y buscaba habitación, en muchas casas me encontraba con carteles que decían que no querían negros”, explica Rudolph Passat, de 78 años, que vino en barco desde la Guyana británica en los años 60 y hoy, ya jubilado, toma el fresco en uno de los bancos de la plaza de Windrush.
La desdichada suerte de muchos de esos antillanos ha desatado la última gran crisis en el Gobierno de Theresa May. Una tormenta que se ha llevado por delante a la ministra del Interior, Amber Rudd, y que coloca contra las cuerdas a su predecesora en el cargo y hoy primera ministra, en cuya gestión al frente del Home Office se hunden las raíces del escándalo.
May ha querido dar un golpe de efecto reemplazando a Rudd por Sajid Javid, exministro de Vivienda, hijo de paquistaníes llegados a Reino Unido en los años 60 y el primer miembro de una minoría étnica al frente del Home Office. Javid ha prometido revisar las políticas migratorias del Gobierno y se ha marcado como prioridad rectificar el tratamiento recibido por estos ciudadanos de la Commonwealth víctimas de una burocracia cruel.
"Todos aquí estamos muy enfadados con el escándalo de la generación Windrush. Yo misma tengo 65 años y no me puedo jubilar, porque si pido mi pensión tengo miedo de que me obliguen a irme. ¿Sajid Javid? Quién sabe. Quizás intente cambiar algo. Pero una cosa está clara: la culpable de todo esto es Theresa May”, defiende Christiana Mossige, nacida en Nigeria y madre de tres hijos británicos.
Después de la Segunda Guerra Mundial, lastrado por la escasez de mano de obra, Reino Unido invitó a ciudadanos de la Commonwealth a reconstruir el país. Medio millar de ellos llegaron del Caribe en 1948 a bordo de un barco llamado Windrush Empire, convertido en símbolo de la historia británico-antillana.
Tras ellos, en las siguientes dos décadas, se calcula que llegaron medio millón más. No eran inmigrantes, sino individuos con pasaporte británicos a los que una ley de 1972 concedió la plena ciudadanía. Muchos se instalaron aquí y han vivido como británicos durante décadas.
Pero en 2010 llegó al Gobierno el Partido Conservador de David Cameron y, con el país sacudido por la crisis económica, después de que el Nuevo Laborismo de Tony Blair pusiera en práctica una de las políticas de inmigración más abiertas del mundo, los tories decidieron poco menos que cerrar las puertas. Atrapado por una promesa electoral aún vigente de reducir la inmigración neta por debajo de las 100.000 personas, que incumpliría en las tres elecciones generales de lo que va de década, el Gobierno de Cameron se propuso literalmente crear un “ambiente realmente hostil” para la inmigración ilegal. Y a ello se dedicó la entonces jefa del Home Office, Theresa May.
Se empezó a requerir a los empresarios, las escuelas, los bancos o los médicos que comprobaran el estatus migratorio de los ciudadanos. Incluso se obligó a los caseros, desde febrero de 2016, a comprobar si un potencial inquilino tenía derecho a vivir en el país antes de alquilarle una vivienda. Se pagaban bonus de hasta 10.000 libras a los funcionarios de inmigración que cumplieran los objetivos internos del Home Office, incluidos objetivos cuantitativos de deportados. La intención era persuadir a los inmigrantes en situación irregular de que abandonaran el país.
Esa política llevó a muchos de la generación Windrush y a sus descendientes, que no se habían preocupado por documentar una ciudadanía que daban por hecha, en uno de los pocos países europeos que no requieren que sus residentes tengan documentos de identidad, a perder sus empleos, sus viviendas o la asistencia sanitaria. Muchos de ellos, de cuyas historias ha dado cuenta The Guardian en las últimas semanas, llegaron a ser detenidos o amenazados con la deportación.
El despropósito llegó a tal punto que el Home Office destruyó negligentemente, durante un traslado de oficinas en 2010, las tarjetas que registraban las llegadas en barco de los antillanos, que podrían servir para acreditar su condición de ciudadanos británicos. Un hecho particularmente grave para los responsables del Archivo de la Cultura Negra, con sede en la propia plaza de Windrush, que se dedica desde 1981 a recolectar y custodiar el legado de la población negra británica para entroncarlo en la cultura del país y no como una narrativa separada.
Desde el pasado sábado, al calor de la ansiedad que ha provocado el escándalo de Windrush en la comunidad negra, el Archivo ofrece asesoría legal gratuita a los ciudadanos. Solo el primer día recibieron a 42 personas y ya hay 50 en lista de espera. “Vienen para rastrear su propia historia o la de sus padres, tíos o abuelos. Nos traen documentos y nos preguntan si son suficientes, o nos piden que busquemos su rastro en nuestros archivos. Tienen miedo de acudir al Ministerio”, explica Dominique Baptiste-Brown, trabajadora del centro, cuyos padres vinieron de Jamaica y Dominica.
La suerte de la generación Windrush se ha convertido en un símbolo, porque toca muchos de los temas que preocupan al Reino Unido actual: su relación con la inmigración, su historia imperial, su lugar en el mundo y, en definitiva, el significado mismo de la identidad británica. De la relevancia del tema da fe el hecho de que la hostilidad hacia la inmigración fue uno de los factores determinantes en la victoria del Brexit en 2016.
“No hay que olvidar que lo que marcó la diferencia en el referéndum fueron las fotos de refugiados sirios en las fronteras de Europa”, señala un diputado conservador, crítico con la postura oficial en el Brexit, que pide anonimato. “Ahora el escándalo de la generación Windrush puede alimentar con razón el temor de los ciudadanos europeos en Reino Unido sobre cómo pueden ser tratados cuando abandonemos la UE”.
Será Sajid Javid, el primer ciudadano no blanco que se sienta en uno de los grandes puestos del Gobierno, el encargado de diseñar la estrategia de inmigración tras el Brexit. Ardua labor la de enmendar un sistema diseñado por su jefa sin poner en cuestión su trabajo.
Pablo Guimón
Londres, El País
La plaza principal de Brixton se rebautizó en 1998 como plaza de Windrush, en honor a los ciudadanos antillanos que medio siglo antes convirtieron a este barrio del sur de Londres en su hogar. Escena de revueltas antirracistas en los años ochenta, el lugar vuelve a ser hoy símbolo de la tormentosa relación de un país con su esencia multicultural.
“Desde 2010 el Gobierno ha tratado abiertamente de deportar al mayor número de gente posible. Gente como yo, que no ha hecho más que trabajar y trabajar. Pero el racismo no es un problema nuevo en Reino Unido. Cuando yo llegué y buscaba habitación, en muchas casas me encontraba con carteles que decían que no querían negros”, explica Rudolph Passat, de 78 años, que vino en barco desde la Guyana británica en los años 60 y hoy, ya jubilado, toma el fresco en uno de los bancos de la plaza de Windrush.
La desdichada suerte de muchos de esos antillanos ha desatado la última gran crisis en el Gobierno de Theresa May. Una tormenta que se ha llevado por delante a la ministra del Interior, Amber Rudd, y que coloca contra las cuerdas a su predecesora en el cargo y hoy primera ministra, en cuya gestión al frente del Home Office se hunden las raíces del escándalo.
May ha querido dar un golpe de efecto reemplazando a Rudd por Sajid Javid, exministro de Vivienda, hijo de paquistaníes llegados a Reino Unido en los años 60 y el primer miembro de una minoría étnica al frente del Home Office. Javid ha prometido revisar las políticas migratorias del Gobierno y se ha marcado como prioridad rectificar el tratamiento recibido por estos ciudadanos de la Commonwealth víctimas de una burocracia cruel.
"Todos aquí estamos muy enfadados con el escándalo de la generación Windrush. Yo misma tengo 65 años y no me puedo jubilar, porque si pido mi pensión tengo miedo de que me obliguen a irme. ¿Sajid Javid? Quién sabe. Quizás intente cambiar algo. Pero una cosa está clara: la culpable de todo esto es Theresa May”, defiende Christiana Mossige, nacida en Nigeria y madre de tres hijos británicos.
Después de la Segunda Guerra Mundial, lastrado por la escasez de mano de obra, Reino Unido invitó a ciudadanos de la Commonwealth a reconstruir el país. Medio millar de ellos llegaron del Caribe en 1948 a bordo de un barco llamado Windrush Empire, convertido en símbolo de la historia británico-antillana.
Tras ellos, en las siguientes dos décadas, se calcula que llegaron medio millón más. No eran inmigrantes, sino individuos con pasaporte británicos a los que una ley de 1972 concedió la plena ciudadanía. Muchos se instalaron aquí y han vivido como británicos durante décadas.
Pero en 2010 llegó al Gobierno el Partido Conservador de David Cameron y, con el país sacudido por la crisis económica, después de que el Nuevo Laborismo de Tony Blair pusiera en práctica una de las políticas de inmigración más abiertas del mundo, los tories decidieron poco menos que cerrar las puertas. Atrapado por una promesa electoral aún vigente de reducir la inmigración neta por debajo de las 100.000 personas, que incumpliría en las tres elecciones generales de lo que va de década, el Gobierno de Cameron se propuso literalmente crear un “ambiente realmente hostil” para la inmigración ilegal. Y a ello se dedicó la entonces jefa del Home Office, Theresa May.
Se empezó a requerir a los empresarios, las escuelas, los bancos o los médicos que comprobaran el estatus migratorio de los ciudadanos. Incluso se obligó a los caseros, desde febrero de 2016, a comprobar si un potencial inquilino tenía derecho a vivir en el país antes de alquilarle una vivienda. Se pagaban bonus de hasta 10.000 libras a los funcionarios de inmigración que cumplieran los objetivos internos del Home Office, incluidos objetivos cuantitativos de deportados. La intención era persuadir a los inmigrantes en situación irregular de que abandonaran el país.
Esa política llevó a muchos de la generación Windrush y a sus descendientes, que no se habían preocupado por documentar una ciudadanía que daban por hecha, en uno de los pocos países europeos que no requieren que sus residentes tengan documentos de identidad, a perder sus empleos, sus viviendas o la asistencia sanitaria. Muchos de ellos, de cuyas historias ha dado cuenta The Guardian en las últimas semanas, llegaron a ser detenidos o amenazados con la deportación.
El despropósito llegó a tal punto que el Home Office destruyó negligentemente, durante un traslado de oficinas en 2010, las tarjetas que registraban las llegadas en barco de los antillanos, que podrían servir para acreditar su condición de ciudadanos británicos. Un hecho particularmente grave para los responsables del Archivo de la Cultura Negra, con sede en la propia plaza de Windrush, que se dedica desde 1981 a recolectar y custodiar el legado de la población negra británica para entroncarlo en la cultura del país y no como una narrativa separada.
Desde el pasado sábado, al calor de la ansiedad que ha provocado el escándalo de Windrush en la comunidad negra, el Archivo ofrece asesoría legal gratuita a los ciudadanos. Solo el primer día recibieron a 42 personas y ya hay 50 en lista de espera. “Vienen para rastrear su propia historia o la de sus padres, tíos o abuelos. Nos traen documentos y nos preguntan si son suficientes, o nos piden que busquemos su rastro en nuestros archivos. Tienen miedo de acudir al Ministerio”, explica Dominique Baptiste-Brown, trabajadora del centro, cuyos padres vinieron de Jamaica y Dominica.
La suerte de la generación Windrush se ha convertido en un símbolo, porque toca muchos de los temas que preocupan al Reino Unido actual: su relación con la inmigración, su historia imperial, su lugar en el mundo y, en definitiva, el significado mismo de la identidad británica. De la relevancia del tema da fe el hecho de que la hostilidad hacia la inmigración fue uno de los factores determinantes en la victoria del Brexit en 2016.
“No hay que olvidar que lo que marcó la diferencia en el referéndum fueron las fotos de refugiados sirios en las fronteras de Europa”, señala un diputado conservador, crítico con la postura oficial en el Brexit, que pide anonimato. “Ahora el escándalo de la generación Windrush puede alimentar con razón el temor de los ciudadanos europeos en Reino Unido sobre cómo pueden ser tratados cuando abandonemos la UE”.
Será Sajid Javid, el primer ciudadano no blanco que se sienta en uno de los grandes puestos del Gobierno, el encargado de diseñar la estrategia de inmigración tras el Brexit. Ardua labor la de enmendar un sistema diseñado por su jefa sin poner en cuestión su trabajo.