Túnez, otra vez en llamas: qué cambió y qué no desde la "Primavera Árabe"
El séptimo aniversario de la caída del dictador Ben Ali sirvió de excusa para el estallido de una nueva ola de protestas, en un país que parecía haber entrado a una era de progreso tras la "Revolución de los Jazmines". Las naciones de la región, aún presas de las penurias económicas y de
Darío Mizrahi
dmizrahi@infobae.com
Todo empezó en Túnez el 17 de diciembre de 2010, cuando en Sidi Bouzid, una pequeña localidad ubicada en el centro del país, un mercader llamado Mohamed Bouazizi explotó. Cansado de años de abusos y de miseria, decidió prenderse fuego a lo bonzo luego de que la Policía le sacara los productos que vendía. Ese acto desesperado de protesta desató una ola de manifestaciones populares contra el autoritarismo que rápidamente se propagó por todo el territorio nacional, y luego, por casi todo el mundo árabe. Asombrada ante lo que parecía el despertar de pueblos que habían vivido sometidos la mayor parte de su historia, la prensa occidental empezó a hablar de una "Primavera Árabe".
En Túnez cayó el primer dictador. Tras gobernar ininterrumpidamente durante 24 años, Zine El Abidine Ben Ali tuvo que dejar el poder el 14 de enero de 2011. El mismo camino seguirían otros autócratas de la región en los meses siguientes. Sin embargo, lo que parecía una primavera terminó siendo un verano infernal. Muchas de las dictaduras no fueron sucedidas por democracias, sino por guerras civiles brutales, que en algunos casos continúan hasta hoy, y que en otros terminaron en nuevas dictaduras.
Túnez era la excepción. El 23 de octubre de 2011 se celebraron las primeras elecciones libres de la historia, y el 31 de diciembre de 2014 asumió el primer presidente de la era democrática, Moncef Marzouki. El país empezó a gozar de libertades civiles y políticas impensadas tiempo atrás. La revolución parecía haber abierto un período de progreso y prosperidad. No obstante, la ilusión tampoco duró demasiado.
"Tanto el capitalismo de Estado de los 60 como la economía de mercado de los 70 en adelante han fracasado en sus intentos de transformar a Túnez en un centro autónomo de acumulación capitalista. Si bien es incorrecta la imagen de un estancamiento absoluto sin ningún crecimiento económico, el desarrollo del país ha permanecido dependiente de los estados capitalistas centrales, en particular, de las potencias europeas. Esto produjo una serie de efectos: la falta de una burguesía nacional poderosa, una clase media limitada y una creciente incapacidad del sistema para absorber a las decenas de miles de jóvenes que ingresan al mercado de trabajo cada año", explicó Gianni Del Panta, profesor del Departamento de Ciencias Políticas e Internacionales de la Universidad de Siena, Italia, consultado por Infobae.
Las primeras señales claras de que las cosas no iban tan bien fueron los dos atentados terroristas que se produjeron en marzo y junio de 2015. El primero, en el Museo Nacional del Bardo, dejó 19 turistas extranjeros y tres tunecinos muertos. El segundo, en un lujoso hotel en las playas de Sousse, dejó 38 víctimas fatales, la mayoría, veraneantes europeos. Ambos fueron reivindicados por el Estado Islámico, sin dudas el más oscuro emergente de la inestabilidad política y la violencia que sucedieron a las revueltas de 2011. Los ataques evidenciaron la presencia del terrorismo en el país y tuvieron consecuencias dramáticas en los años siguientes para el turismo, la principal fuente de ingresos de Túnez.
La crisis que se desató a comienzos de año se explica, en buena medida, por la necesidad de hacer reformas para tener una economía más moderna, algo urgente tras el colapso de la industria turística. Pero con líderes débiles, y sin partidos políticos consolidados, cualquier plan económico se vuelve una quimera. Tras recibir un importante crédito del Fondo Monetario Internacional que lo rescató de la quiebra en 2015, el Gobierno se vio obligado a aplicar un drástico ajuste fiscal. El plan se ejecutó a través de la Ley de Finanzas, que rige desde el 1 de enero pasado, y que incluye un aumento de los impuestos al combustible, a las tarjetas telefónicas, a las viviendas y a algunos alimentos.
La democracia no es una varita mágica que se mueve y soluciona instantáneamente todos los problemas
"La democracia no es una varita mágica que se mueve y soluciona instantáneamente todos los problemas", dijo a Infobae Daniel M. Silverman, investigador del Instituto de Políticas y Estrategia de la de la Universidad Carnegie Mellon, de Pensilvania. "Cuando un país pasa por una revolución como la de Túnez en 2011, tiene que lidiar con todos los problemas que la desencadenaron en un primer momento, además de todos los que se generaron durante la revolución misma. Túnez tiene mucho desempleo, inflación, una crisis presupuestaria, desigualdad regional y muchos otros inconvenientes. Estas medidas económicas de austeridad las pusieron a confrontar y encendieron la chispa de la movilización".
Las protestas comenzaron el lunes 8. Youssef Chahed, jefe de gobierno, reaccionó desplegando a los militares para prevenir ataques contra edificios públicos y ordenando arrestos masivos. Eso volcó aún más gente a la calle. La oposición convocó a una masiva manifestación el 14 de enero, cuando se cumplían siete años de la caída de Ben Ali. Las marchas continuaron en los días siguientes, algunas con enfrentamientos entre concurrentes y policías, aunque se fueron aplacando. El saldo final fue de un muerto, varias decenas de heridos y 778 personas detenidas. El 85% son jóvenes de entre 15 y 30 años que, al igual que cuando explotó todo en diciembre de 2010, no vislumbran ningún futuro posible.
"Me parece que la contradicción que se ve en la experiencia tunecina —dijo Del Panta— reside en la combinación de una historia política exitosa, con la emergencia de un sistema liberal democrático, caracterizado por una incorporación política particularmente amplia, y la profunda e irresuelta exclusión social de gran parte de la población. Si el sistema podrá o no resistir la extraordinaria presión que se está ejerciendo desde abajo es muy difícil de predecir".
A pesar de que está muy lejos de ser una comedia romántica, Túnez sigue siendo el caso más exitoso de la Primavera Árabe. Más precisamente, el único. No porque le haya ido demasiado bien en estos años, sino por el desastroso devenir de los otros países.
"Una cosa que diferencia a 2018 de 2011 es el caos y la inestabilidad de la región. Siria, Libia y Yemen fueron historias para lamentar. Egipto regresó al autoritarismo. Así que la situación es más precaria que antes. Todos esos países siguieron sus propias trayectorias y es difícil aplicar un sólo lente para entenderlos. Túnez sigue siendo un caso único, pero su éxito debe ser atribuido a factores específicos del país", dijo Maria Syed, investigadora del Colegio de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional Australiana, en diálogo con Infobae.
El efecto dominó que desencadenó ese acto trágico del mercader de Sidi Bouzid terminó afectando a prácticamente todas las naciones del mundo árabe, desde el noroeste de África hasta el Golfo Pérsico. El primero en seguir los pasos de Túnez fue Egipto. Las protestas contra el régimen de Hosni Mubarak, que estaba en el poder desde 1981, empezaron el 25 de enero de 2011. Fueron tan masivas y explosivas que bastaron 17 días para provocar la caída del rais.
Los sucesos iniciales también fueron alentadores. El 16 de junio de 2012 se realizaron las primeras elecciones presidenciales libres, en las que se impuso el islamista moderado Mohamed Morsi, de los Hermanos Musulmanes. Sin embargo, el rechazo a sus políticas generó nuevas movilizaciones, que terminaron el 3 de julio de 2013 con un golpe de Estado. Su líder, Abdelfatah Al-Sisi, asumió como presidente el 8 de junio de 2014, convirtiéndose en un nuevo rais. Cuesta mucho diferenciarlo de Mubarak.
En Libia, las movilizaciones se fueron de control muy rápidamente, en parte por la feroz represión que ordenó Muammar Kadhafi —amo del país desde 1969— para no seguir los pasos de sus colegas. Con la toma de la ciudad de Bengasi por parte de un grupo de manifestantes, el 17 de febrero de 2011 comenzó una guerra civil. Con el apoyo de la OTAN, los rebeldes derrotaron a las fuerzas de Kadhafi, que fue capturado y ejecutado por milicianos el 20 de octubre. En ese lapso, murieron más de 9.000 personas y se pulverizó la estructura del estado. Desde ese momento, Libia pasó a estar sumida en el caos absoluto, con un territorio fragmentado, bajo control de distintos grupos que están enfrentados entre sí.
Yemen siguió un camino similar, aunque la degradación fue más progresiva. Como las protestas eran multitudinarias, pero no tan violentas, Ali Abdullah Saleh, presidente desde 1990, pudo acordar una salida más o menos negociada, que se concretó el 27 de febrero de 2012. Pero no le entregó el poder a un gobierno de transición, sino a quien había sido su vicepresidente desde 1994, Abd Rabbuh Mansur al-Hadi. El conflicto entre los ex aliados fue creciendo hasta que el 25 de marzo de 2015 se desató una guerra civil entre el nuevo régimen, apoyado por Arabia Saudita, y las fuerzas hutíes, insurgentes chiíes leales a Saleh —que fue asesinado el pasado 4 de diciembre— y respaldadas por Irán. El conflicto continúa hasta hoy con final incierto y se estima que ya causó cerca de 4.000 muertos
No hay tragedia equiparable a la siria. Al igual que Kadhafi, Bashar al Assad, heredero de una dinastía que controla el país desde 1971, vio lo que les pasó a Ben Ali y a Mubarak y pensó que con el terror podría acabar rápidamente con las revueltas. Pero lo único que logró fue el empoderamiento de distintos grupos radicalizados —entre los que se destaca el Estado Islámico—, con los que protagoniza una guerra que continúa hasta el presente, y que ya dejó más de 300 mil muertos y millones de desplazados.
La contradicción que se ve en la experiencia tunecina reside en la combinación de una historia política exitosa y la profunda exclusión social de gran parte de la población
"El descenso hacia una guerra civil en Siria, junto con Libia y Yemen, es lo que prendió fuego a la región —reflexionó Silverman—. Pero la verdadera tragedia de 2011 fue el fracaso del intento de establecer una democracia estable en Egipto, porque allí había una oportunidad real. Tanto los militares como los islamistas tienen la culpa, pero yo le asigno mayor responsabilidad a los primeros, porque son más poderosos y porque creo que nunca estuvieron dispuestos a dejar el poder. La clave para que se desarrollen democracias en países islámicos es, como en Túnez, que los islamistas puedan perder una elección, en lugar de hacer un golpe de Estado antes de que tengan la posibilidad. Por ese fracaso, sólo un país pudo dar el salto".
El mundo no vio aún el alcance final de la Primavera. Muchos de los conflictos que se abrieron en 2011 continúan con desenlace incierto, empezando por Túnez. No se puede descartar que haya nuevos estallidos en los próximos meses.
"La erupción de protestas sociales vastas y radicales como las que hemos visto en Túnez parece posible en Marruecos y en Argelia, aunque no tanto en Libia, que continúa trabada en una interminable guerra civil, y en Egipto, donde la dictadura militar de Al-Sisi ha sido exitosa en aplastar la movilización política. Pero en Marruecos y Argelia, de hecho, surgieron movimientos de protesta en los últimos años, lo que demuestra que la región continúa siendo políticamente inestable", sugirió Del Panta.
Construir una democracia, mucho más difícil de lo que parece
Lo que pasó en todos los países árabes a lo largo de estos años revela que consolidar un sistema democrático es mucho más difícil que derrocar a un dictador. América Latina tiene mucho para decir al respecto. La democracia requiere, antes que nada, una sociedad democrática, con actores preparados para desempeñar los papeles que exige esa forma de organización política y social.
"El elemento más peculiar de la región no es la falta de democratización, sino la persistencia del autoritarismo", dijo Del Panta. En sociedades que carecen de historia democrática, en las que aún persisten estructuras familiares y religiosas profundamente autoritarias, es utópico pensar que se va a poder fundar una república más o menos funcional de un día para otro. Es un proceso que demanda mucho aprendizaje y, por ende, mucho tiempo. Por eso, más allá de todas sus limitaciones, sigue siendo destacable el camino recorrido por Túnez.
El elemento más peculiar de la región no es la falta de democratización, sino la persistencia del autoritarismo
"Hay que poner las cosas en perspectiva —advirtió Silverman—. Si uno quita la palabra Túnez, ¿es muy diferente a lo que pasa en Grecia, en Italia o en España? Es una democracia mediterránea corta de efectivo, con un Estado inflado y una economía dependiente del turismo. La única diferencia es que está en un vecindario más duro, y por eso merece crédito".
Es evidente que el mundo desarrollado tiene una deuda con los países árabes. Sus intervenciones en la región, incluso las "humanitarias", aportaron más problemas que soluciones. Y así como otros países han recibido mucha ayuda a lo largo de su historia, Túnez también podría ser merecedor de ese privilegio.
"La comunidad internacional no debería forzar la austeridad en el cuello de Túnez. La solución a sus problemas no es el recorte de los gastos, sino aumentar los ingresos para reinvertirlos y crecer. Occidente debería considerar aportar más ayuda externa e incluso un perdón de la deuda bajo la condición de que haya inversiones inteligentes por parte del gobierno. Así, la única democracia real del Norte de África podría tener una chance de prosperar", concluyó Silverman.
Darío Mizrahi
dmizrahi@infobae.com
Todo empezó en Túnez el 17 de diciembre de 2010, cuando en Sidi Bouzid, una pequeña localidad ubicada en el centro del país, un mercader llamado Mohamed Bouazizi explotó. Cansado de años de abusos y de miseria, decidió prenderse fuego a lo bonzo luego de que la Policía le sacara los productos que vendía. Ese acto desesperado de protesta desató una ola de manifestaciones populares contra el autoritarismo que rápidamente se propagó por todo el territorio nacional, y luego, por casi todo el mundo árabe. Asombrada ante lo que parecía el despertar de pueblos que habían vivido sometidos la mayor parte de su historia, la prensa occidental empezó a hablar de una "Primavera Árabe".
En Túnez cayó el primer dictador. Tras gobernar ininterrumpidamente durante 24 años, Zine El Abidine Ben Ali tuvo que dejar el poder el 14 de enero de 2011. El mismo camino seguirían otros autócratas de la región en los meses siguientes. Sin embargo, lo que parecía una primavera terminó siendo un verano infernal. Muchas de las dictaduras no fueron sucedidas por democracias, sino por guerras civiles brutales, que en algunos casos continúan hasta hoy, y que en otros terminaron en nuevas dictaduras.
Túnez era la excepción. El 23 de octubre de 2011 se celebraron las primeras elecciones libres de la historia, y el 31 de diciembre de 2014 asumió el primer presidente de la era democrática, Moncef Marzouki. El país empezó a gozar de libertades civiles y políticas impensadas tiempo atrás. La revolución parecía haber abierto un período de progreso y prosperidad. No obstante, la ilusión tampoco duró demasiado.
"Tanto el capitalismo de Estado de los 60 como la economía de mercado de los 70 en adelante han fracasado en sus intentos de transformar a Túnez en un centro autónomo de acumulación capitalista. Si bien es incorrecta la imagen de un estancamiento absoluto sin ningún crecimiento económico, el desarrollo del país ha permanecido dependiente de los estados capitalistas centrales, en particular, de las potencias europeas. Esto produjo una serie de efectos: la falta de una burguesía nacional poderosa, una clase media limitada y una creciente incapacidad del sistema para absorber a las decenas de miles de jóvenes que ingresan al mercado de trabajo cada año", explicó Gianni Del Panta, profesor del Departamento de Ciencias Políticas e Internacionales de la Universidad de Siena, Italia, consultado por Infobae.
Las primeras señales claras de que las cosas no iban tan bien fueron los dos atentados terroristas que se produjeron en marzo y junio de 2015. El primero, en el Museo Nacional del Bardo, dejó 19 turistas extranjeros y tres tunecinos muertos. El segundo, en un lujoso hotel en las playas de Sousse, dejó 38 víctimas fatales, la mayoría, veraneantes europeos. Ambos fueron reivindicados por el Estado Islámico, sin dudas el más oscuro emergente de la inestabilidad política y la violencia que sucedieron a las revueltas de 2011. Los ataques evidenciaron la presencia del terrorismo en el país y tuvieron consecuencias dramáticas en los años siguientes para el turismo, la principal fuente de ingresos de Túnez.
La crisis que se desató a comienzos de año se explica, en buena medida, por la necesidad de hacer reformas para tener una economía más moderna, algo urgente tras el colapso de la industria turística. Pero con líderes débiles, y sin partidos políticos consolidados, cualquier plan económico se vuelve una quimera. Tras recibir un importante crédito del Fondo Monetario Internacional que lo rescató de la quiebra en 2015, el Gobierno se vio obligado a aplicar un drástico ajuste fiscal. El plan se ejecutó a través de la Ley de Finanzas, que rige desde el 1 de enero pasado, y que incluye un aumento de los impuestos al combustible, a las tarjetas telefónicas, a las viviendas y a algunos alimentos.
La democracia no es una varita mágica que se mueve y soluciona instantáneamente todos los problemas
"La democracia no es una varita mágica que se mueve y soluciona instantáneamente todos los problemas", dijo a Infobae Daniel M. Silverman, investigador del Instituto de Políticas y Estrategia de la de la Universidad Carnegie Mellon, de Pensilvania. "Cuando un país pasa por una revolución como la de Túnez en 2011, tiene que lidiar con todos los problemas que la desencadenaron en un primer momento, además de todos los que se generaron durante la revolución misma. Túnez tiene mucho desempleo, inflación, una crisis presupuestaria, desigualdad regional y muchos otros inconvenientes. Estas medidas económicas de austeridad las pusieron a confrontar y encendieron la chispa de la movilización".
Las protestas comenzaron el lunes 8. Youssef Chahed, jefe de gobierno, reaccionó desplegando a los militares para prevenir ataques contra edificios públicos y ordenando arrestos masivos. Eso volcó aún más gente a la calle. La oposición convocó a una masiva manifestación el 14 de enero, cuando se cumplían siete años de la caída de Ben Ali. Las marchas continuaron en los días siguientes, algunas con enfrentamientos entre concurrentes y policías, aunque se fueron aplacando. El saldo final fue de un muerto, varias decenas de heridos y 778 personas detenidas. El 85% son jóvenes de entre 15 y 30 años que, al igual que cuando explotó todo en diciembre de 2010, no vislumbran ningún futuro posible.
"Me parece que la contradicción que se ve en la experiencia tunecina —dijo Del Panta— reside en la combinación de una historia política exitosa, con la emergencia de un sistema liberal democrático, caracterizado por una incorporación política particularmente amplia, y la profunda e irresuelta exclusión social de gran parte de la población. Si el sistema podrá o no resistir la extraordinaria presión que se está ejerciendo desde abajo es muy difícil de predecir".
A pesar de que está muy lejos de ser una comedia romántica, Túnez sigue siendo el caso más exitoso de la Primavera Árabe. Más precisamente, el único. No porque le haya ido demasiado bien en estos años, sino por el desastroso devenir de los otros países.
"Una cosa que diferencia a 2018 de 2011 es el caos y la inestabilidad de la región. Siria, Libia y Yemen fueron historias para lamentar. Egipto regresó al autoritarismo. Así que la situación es más precaria que antes. Todos esos países siguieron sus propias trayectorias y es difícil aplicar un sólo lente para entenderlos. Túnez sigue siendo un caso único, pero su éxito debe ser atribuido a factores específicos del país", dijo Maria Syed, investigadora del Colegio de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional Australiana, en diálogo con Infobae.
El efecto dominó que desencadenó ese acto trágico del mercader de Sidi Bouzid terminó afectando a prácticamente todas las naciones del mundo árabe, desde el noroeste de África hasta el Golfo Pérsico. El primero en seguir los pasos de Túnez fue Egipto. Las protestas contra el régimen de Hosni Mubarak, que estaba en el poder desde 1981, empezaron el 25 de enero de 2011. Fueron tan masivas y explosivas que bastaron 17 días para provocar la caída del rais.
Los sucesos iniciales también fueron alentadores. El 16 de junio de 2012 se realizaron las primeras elecciones presidenciales libres, en las que se impuso el islamista moderado Mohamed Morsi, de los Hermanos Musulmanes. Sin embargo, el rechazo a sus políticas generó nuevas movilizaciones, que terminaron el 3 de julio de 2013 con un golpe de Estado. Su líder, Abdelfatah Al-Sisi, asumió como presidente el 8 de junio de 2014, convirtiéndose en un nuevo rais. Cuesta mucho diferenciarlo de Mubarak.
En Libia, las movilizaciones se fueron de control muy rápidamente, en parte por la feroz represión que ordenó Muammar Kadhafi —amo del país desde 1969— para no seguir los pasos de sus colegas. Con la toma de la ciudad de Bengasi por parte de un grupo de manifestantes, el 17 de febrero de 2011 comenzó una guerra civil. Con el apoyo de la OTAN, los rebeldes derrotaron a las fuerzas de Kadhafi, que fue capturado y ejecutado por milicianos el 20 de octubre. En ese lapso, murieron más de 9.000 personas y se pulverizó la estructura del estado. Desde ese momento, Libia pasó a estar sumida en el caos absoluto, con un territorio fragmentado, bajo control de distintos grupos que están enfrentados entre sí.
Yemen siguió un camino similar, aunque la degradación fue más progresiva. Como las protestas eran multitudinarias, pero no tan violentas, Ali Abdullah Saleh, presidente desde 1990, pudo acordar una salida más o menos negociada, que se concretó el 27 de febrero de 2012. Pero no le entregó el poder a un gobierno de transición, sino a quien había sido su vicepresidente desde 1994, Abd Rabbuh Mansur al-Hadi. El conflicto entre los ex aliados fue creciendo hasta que el 25 de marzo de 2015 se desató una guerra civil entre el nuevo régimen, apoyado por Arabia Saudita, y las fuerzas hutíes, insurgentes chiíes leales a Saleh —que fue asesinado el pasado 4 de diciembre— y respaldadas por Irán. El conflicto continúa hasta hoy con final incierto y se estima que ya causó cerca de 4.000 muertos
No hay tragedia equiparable a la siria. Al igual que Kadhafi, Bashar al Assad, heredero de una dinastía que controla el país desde 1971, vio lo que les pasó a Ben Ali y a Mubarak y pensó que con el terror podría acabar rápidamente con las revueltas. Pero lo único que logró fue el empoderamiento de distintos grupos radicalizados —entre los que se destaca el Estado Islámico—, con los que protagoniza una guerra que continúa hasta el presente, y que ya dejó más de 300 mil muertos y millones de desplazados.
La contradicción que se ve en la experiencia tunecina reside en la combinación de una historia política exitosa y la profunda exclusión social de gran parte de la población
"El descenso hacia una guerra civil en Siria, junto con Libia y Yemen, es lo que prendió fuego a la región —reflexionó Silverman—. Pero la verdadera tragedia de 2011 fue el fracaso del intento de establecer una democracia estable en Egipto, porque allí había una oportunidad real. Tanto los militares como los islamistas tienen la culpa, pero yo le asigno mayor responsabilidad a los primeros, porque son más poderosos y porque creo que nunca estuvieron dispuestos a dejar el poder. La clave para que se desarrollen democracias en países islámicos es, como en Túnez, que los islamistas puedan perder una elección, en lugar de hacer un golpe de Estado antes de que tengan la posibilidad. Por ese fracaso, sólo un país pudo dar el salto".
El mundo no vio aún el alcance final de la Primavera. Muchos de los conflictos que se abrieron en 2011 continúan con desenlace incierto, empezando por Túnez. No se puede descartar que haya nuevos estallidos en los próximos meses.
"La erupción de protestas sociales vastas y radicales como las que hemos visto en Túnez parece posible en Marruecos y en Argelia, aunque no tanto en Libia, que continúa trabada en una interminable guerra civil, y en Egipto, donde la dictadura militar de Al-Sisi ha sido exitosa en aplastar la movilización política. Pero en Marruecos y Argelia, de hecho, surgieron movimientos de protesta en los últimos años, lo que demuestra que la región continúa siendo políticamente inestable", sugirió Del Panta.
Construir una democracia, mucho más difícil de lo que parece
Lo que pasó en todos los países árabes a lo largo de estos años revela que consolidar un sistema democrático es mucho más difícil que derrocar a un dictador. América Latina tiene mucho para decir al respecto. La democracia requiere, antes que nada, una sociedad democrática, con actores preparados para desempeñar los papeles que exige esa forma de organización política y social.
"El elemento más peculiar de la región no es la falta de democratización, sino la persistencia del autoritarismo", dijo Del Panta. En sociedades que carecen de historia democrática, en las que aún persisten estructuras familiares y religiosas profundamente autoritarias, es utópico pensar que se va a poder fundar una república más o menos funcional de un día para otro. Es un proceso que demanda mucho aprendizaje y, por ende, mucho tiempo. Por eso, más allá de todas sus limitaciones, sigue siendo destacable el camino recorrido por Túnez.
El elemento más peculiar de la región no es la falta de democratización, sino la persistencia del autoritarismo
"Hay que poner las cosas en perspectiva —advirtió Silverman—. Si uno quita la palabra Túnez, ¿es muy diferente a lo que pasa en Grecia, en Italia o en España? Es una democracia mediterránea corta de efectivo, con un Estado inflado y una economía dependiente del turismo. La única diferencia es que está en un vecindario más duro, y por eso merece crédito".
Es evidente que el mundo desarrollado tiene una deuda con los países árabes. Sus intervenciones en la región, incluso las "humanitarias", aportaron más problemas que soluciones. Y así como otros países han recibido mucha ayuda a lo largo de su historia, Túnez también podría ser merecedor de ese privilegio.
"La comunidad internacional no debería forzar la austeridad en el cuello de Túnez. La solución a sus problemas no es el recorte de los gastos, sino aumentar los ingresos para reinvertirlos y crecer. Occidente debería considerar aportar más ayuda externa e incluso un perdón de la deuda bajo la condición de que haya inversiones inteligentes por parte del gobierno. Así, la única democracia real del Norte de África podría tener una chance de prosperar", concluyó Silverman.