Trump pide 18.000 millones de dólares para el muro a cambio de un acuerdo sobre los dreamers
El maximalismo de la propuesta hace peligrar cualquier pacto con los demócratas
J. M. AHRENS
Washington, El País
El presidente de EEUU, Donald Trump, ha puesto precio al futuro de los dreamers: 18.000 millones de dólares para financiar su muro con México. Esa es la propuesta que ha presentado al Congreso y que corre el riesgo de bloquear cualquier acuerdo con los demócratas. Un fracaso en las negociaciones abriría las puertas a la deportación de casi 700.000 migrantes que llegaron siendo menores y que se habían acogido a un programa, creado por Barack Obama, que les permitía permanecer en el país.
El muro es la gran obsesión de Trump. El signo de su mandato. La división como fuerza motriz e imán electoral. Empeñado en hacer cumplir sus promesas, incluso las más negras, el presidente obvia que el saldo migratorio con México es negativo desde hace cinco años (salen más mexicanos de EEUU que entran) y que las grandes redes del narco introducen los cargamentos por túneles, carreteras y puertos, es decir, ahí donde los muros son inservibles.
Pero nada de eso importa a la Casa Blanca. En el imaginario xenófobo, México es el origen de muchos de los males que azotan a Estados Unidos, desde los bajos sueldos hasta la criminalidad. Y ahí el símbolo actúa con fuerza. Con los 18.000 millones, Trump pretende erigir 500 kilómetros de muro nuevo y reforzar otros 650 kilómetros. Terminado el proyecto, prácticamente la mitad de los 3.180 kilómetros de frontera con México tendrían divisoria física.
El otro muro ya está construido
El muro es una obra menor para Donald Trump. En sus casi 12 meses de presidencia, ha puesto en marcha una gigantesca ofensiva contra la inmigración que supera con mucho el proyecto de levantar una divisoria con México. Ha dado directrices que permiten expulsar a casi cualquier indocumentado, ha liquidado el programa que daba cobertura legal a los dreamers, ha recortado la cifra de refugiados de 110.000 a 45.000 al año y ha autorizado una ley que permite reducir de un millón a un medio millón la concesión anual de permisos de residencia y empleo (green cards). También ha puesto fin al estatuto de protección temporal para 5.300 nicaragüenses y 50.000 haitianos, y estudia hacer lo mismo con 86.000 hondureños y 263.000 salvadoreños.
El paquete negociador también incluye la petición de 8.000 millones de dólares para contratar y entrenar a 10.000 nuevos agentes de inmigración y ampliar los centros de detención, 5.000 millones para tecnología de vigilancia fronteriza, 1.000 millones para mejora de accesos, así como otras partidas menores. En total, 33.000 millones en 10 años, que se combinarían con un endurecimiento de las leyes de asilo y el recorte de fondos a las ciudades que se nieguen a cumplir los mandatos federales en materia de inmigración.
El maximalismo del plan hace difícil el acuerdo y pone en riesgo el destino de los dreamers (soñadores). Un colectivo que representa más que ninguno lo que fue el sueño americano. Formado en su mayoría por menores de 30 años, los beneficiados por el programa DACA (Acción Diferida para Llegadas Infantiles en sus siglas en inglés) obtenían una cobertura legal, a renovar cada dos años, que aplazaba la posibilidad de deportación. Para ello tenían que haber entrado en EEUU con menos de 16 años y vivir permanentemente en el país desde 2007. También se les exigía que careciesen de antecedentes y que estudiasen o tuviesen el bachillerato acabado. Eran jóvenes altamente integrados a los que el programa concedía permiso de trabajo y acceso a la seguridad social, pero en ningún caso la residencia.
Presionado por su propio discurso antimigratorio y sus halcones, que consideraban el programa una flagrante ilegalidad, Trump decidió en septiembre liquidarlo. Pero, consciente del impacto que la deportación de estos jóvenes tendría en sus propias filas, concedió una prórroga de seis meses para buscar una salida en el Congreso.
Desde entonces, la negociación apenas ha avanzado. En un primer momento, los demócratas intentaron desligar la cuestión de los dreamers del muro y lograron un principio de acuerdo. Pero el presidente dio un bandazo e insistió en que debía incluir la financiación para la obra. La exigencia alejó la posibilidad de pacto y ahora, a dos meses del fin de la prórroga, el tiempo empieza a jugar en contra.
Trump, como es habitual en sus negociaciones, está llevando la partida al límite. Sabe que para los demócratas la deportación de los dreamers, en un 80% mexicanos, supondrá un fracaso y, mediante esta presión, busca ganar el mayor apoyo posible.
Los demócratas, sin embargo, ya han advertido que no están dispuestos a financiar el muro. Entre los republicanos moderados hay dudas de su necesidad y tampoco todos respaldan la deportación de los dreamers. Una decisión que puede pasarles factura en un año electoral, donde se renueva la totalidad de la Cámara de Representantes y un tercio del Senado. Con el reloj en cuenta atrás, un Congreso dubitativo y un presidente apostando por una promesa de campaña, el futuro de dreamers se vislumbra incierto.
J. M. AHRENS
Washington, El País
El presidente de EEUU, Donald Trump, ha puesto precio al futuro de los dreamers: 18.000 millones de dólares para financiar su muro con México. Esa es la propuesta que ha presentado al Congreso y que corre el riesgo de bloquear cualquier acuerdo con los demócratas. Un fracaso en las negociaciones abriría las puertas a la deportación de casi 700.000 migrantes que llegaron siendo menores y que se habían acogido a un programa, creado por Barack Obama, que les permitía permanecer en el país.
El muro es la gran obsesión de Trump. El signo de su mandato. La división como fuerza motriz e imán electoral. Empeñado en hacer cumplir sus promesas, incluso las más negras, el presidente obvia que el saldo migratorio con México es negativo desde hace cinco años (salen más mexicanos de EEUU que entran) y que las grandes redes del narco introducen los cargamentos por túneles, carreteras y puertos, es decir, ahí donde los muros son inservibles.
Pero nada de eso importa a la Casa Blanca. En el imaginario xenófobo, México es el origen de muchos de los males que azotan a Estados Unidos, desde los bajos sueldos hasta la criminalidad. Y ahí el símbolo actúa con fuerza. Con los 18.000 millones, Trump pretende erigir 500 kilómetros de muro nuevo y reforzar otros 650 kilómetros. Terminado el proyecto, prácticamente la mitad de los 3.180 kilómetros de frontera con México tendrían divisoria física.
El otro muro ya está construido
El muro es una obra menor para Donald Trump. En sus casi 12 meses de presidencia, ha puesto en marcha una gigantesca ofensiva contra la inmigración que supera con mucho el proyecto de levantar una divisoria con México. Ha dado directrices que permiten expulsar a casi cualquier indocumentado, ha liquidado el programa que daba cobertura legal a los dreamers, ha recortado la cifra de refugiados de 110.000 a 45.000 al año y ha autorizado una ley que permite reducir de un millón a un medio millón la concesión anual de permisos de residencia y empleo (green cards). También ha puesto fin al estatuto de protección temporal para 5.300 nicaragüenses y 50.000 haitianos, y estudia hacer lo mismo con 86.000 hondureños y 263.000 salvadoreños.
El paquete negociador también incluye la petición de 8.000 millones de dólares para contratar y entrenar a 10.000 nuevos agentes de inmigración y ampliar los centros de detención, 5.000 millones para tecnología de vigilancia fronteriza, 1.000 millones para mejora de accesos, así como otras partidas menores. En total, 33.000 millones en 10 años, que se combinarían con un endurecimiento de las leyes de asilo y el recorte de fondos a las ciudades que se nieguen a cumplir los mandatos federales en materia de inmigración.
El maximalismo del plan hace difícil el acuerdo y pone en riesgo el destino de los dreamers (soñadores). Un colectivo que representa más que ninguno lo que fue el sueño americano. Formado en su mayoría por menores de 30 años, los beneficiados por el programa DACA (Acción Diferida para Llegadas Infantiles en sus siglas en inglés) obtenían una cobertura legal, a renovar cada dos años, que aplazaba la posibilidad de deportación. Para ello tenían que haber entrado en EEUU con menos de 16 años y vivir permanentemente en el país desde 2007. También se les exigía que careciesen de antecedentes y que estudiasen o tuviesen el bachillerato acabado. Eran jóvenes altamente integrados a los que el programa concedía permiso de trabajo y acceso a la seguridad social, pero en ningún caso la residencia.
Presionado por su propio discurso antimigratorio y sus halcones, que consideraban el programa una flagrante ilegalidad, Trump decidió en septiembre liquidarlo. Pero, consciente del impacto que la deportación de estos jóvenes tendría en sus propias filas, concedió una prórroga de seis meses para buscar una salida en el Congreso.
Desde entonces, la negociación apenas ha avanzado. En un primer momento, los demócratas intentaron desligar la cuestión de los dreamers del muro y lograron un principio de acuerdo. Pero el presidente dio un bandazo e insistió en que debía incluir la financiación para la obra. La exigencia alejó la posibilidad de pacto y ahora, a dos meses del fin de la prórroga, el tiempo empieza a jugar en contra.
Trump, como es habitual en sus negociaciones, está llevando la partida al límite. Sabe que para los demócratas la deportación de los dreamers, en un 80% mexicanos, supondrá un fracaso y, mediante esta presión, busca ganar el mayor apoyo posible.
Los demócratas, sin embargo, ya han advertido que no están dispuestos a financiar el muro. Entre los republicanos moderados hay dudas de su necesidad y tampoco todos respaldan la deportación de los dreamers. Una decisión que puede pasarles factura en un año electoral, donde se renueva la totalidad de la Cámara de Representantes y un tercio del Senado. Con el reloj en cuenta atrás, un Congreso dubitativo y un presidente apostando por una promesa de campaña, el futuro de dreamers se vislumbra incierto.