Trump ofrecerá un plan de 1,7 billones de dólares en infraestructuras durante el estado de la Unión
El presidente se apoyará en la bonanza económica, pero será la cuestión migratoria la que marque su intervención
Jan Martínez Ahrens
Washington, El País
Donald Trump tiene en él mismo a su peor enemigo. En el trascendental discurso del estado de la Unión, el presidente se enfrentará este martes al reto de ofrecer a una nación polarizada un futuro común. Para lograrlo, Trump apostará por la baza económica y su anhelado plan de 1,7 billones de dólares en infraestructuras. Será, según los expertos y medios estadounidenses, una intervención de palabras mayores que tratará de evitar las menciones directas a los temas más polémicos, pero sin abandonar la senda de la división y el rechazo al inmigrante que tan buen resultado electoral le ha dado.
Trump vive con una espina clavada. La economía brilla, la tasa de desempleo es la más baja desde 2000 y la Bolsa supera máximos históricos. Pero no ha logrado romper el maleficio que le persigue desde el primer día: sigue sin ser un presidente para todos. Por el contrario, su valoración es la peor desde que se tiene registro, y la fractura social se ha ahondado como nunca en medio siglo.
Tiene 37 años, el aire deportivo de su tío abuelo y es una estrella ascendente en el firmamento del Partido Demócrata. El congresista por Massachusetts Joe Kennedy será el paladín que empleará la oposición para responder al discurso de Donald Trump. Sus compañeros de filas le han definido como “un implacable luchador por la clase trabajadora”. Quizá sea una exageración para el sobrino nieto de John F. Kennedy, pero se le considera una promesa que despierta simpatías entre las bases electorales.
Junto a Joe Kennedy, intervendrá la delegada estatal de Virginia Elizabeth Guzmán, quien dará la respuesta demócrata en castellano.
Esta quiebra en la confianza tiene su reflejo en el Congreso. De poco ha servido que los republicanos controlen la Casa Blanca y las dos Cámaras. La incapacidad de Trump para el pacto llevó hace apenas nueve días al cierre de la Administración federal. Su reapertura se logró tras un acuerdo agónico que da hasta el 8 de febrero para resolver el destino de los dreamers, esos 1,8 millones de inmigrantes que llegaron a Estados Unidos siendo menores y ahora ven crecer ante sus ojos la amenaza de la deportación.
Esa cuenta atrás marcará el alcance real del discurso de Trump (a las 21.00 de Washington).
Tras los grandes gestos, los demócratas y no pocos republicanos exigen un mensaje que ayude a salvar el escollo. La posibilidad de un compromiso bipartidista, sin embargo, se ve cada día más lejana. Trump, fiel a su estilo, ha tomado a los dreamers como rehenes y ha colocado sobre la mesa una propuesta de máximos. A cambio de permitirles la estancia en el país, pide 25.000 millones para el muro, acabar con el reagrupamiento familiar y someter la concesión de visado a criterios de eficiencia económica. Una oferta indigerible para los demócratas, que poseen un fuerte anclaje en el electorado hispano.
Pero además de la presión de un nuevo cierre administrativo, Trump tiene la trama rusa pisándole los talones. Los últimos movimientos del fiscal especial Robert Mueller indican que su objetivo es citar directamente al presidente y enfrentarle a las contradicciones de su gestión con Moscú.
El escenario es agitado. Y las frases brillantes por sí solas no bastarán. Hace un año, en su primera alocución ante las Cámaras, Trump ofreció una versión depurada de sí mismo. Eligió la solemnidad y lanzó el que se ha considerado su mejor discurso. Una apelación al espíritu americano y a su destino universal que hizo levantarse de sus asientos a los republicanos. Hubo quien creyó que Trump había aprovechado la oportunidad para volver a empezar. Que el furioso e intempestivo candidato había abrazado la ortodoxia presidencial. El espejismo duró un día. A las 24 horas, la investigación de la trama rusa cercó a su fiscal general, Jeff Sessions, y Trump no tardó en acusar por Twitter a su antecesor, Barack Obama, de haberle espiado. El efecto se disipó al instante. Trump volvía a ser Trump.
Ahora, tiene en su mano otra oportunidad para desmarcarse de sus propias turbulencias. La bonanza económica y los efectos de su reforma fiscal, con un recorte de 1,5 billones de dólares en 10 años, forman la corona de su gestión. El capital fluye masivamente de vuelta a EE UU y la Casa Blanca prepara su próxima estocada: un plan de infraestructuras de 1,7 billones de dólares. Uno de sus proyectos más ambiciosos y con él pretende insuflar optimismo entre sus votantes. Algo fundamental para enfrentarse en condiciones a la gran batalla del año: las elecciones del 6 de noviembre, en las que se renueva la totalidad de la Cámara de Representantes y un tercio del Senado.
De cómo module su oferta económica y de su capacidad de aglutinar voluntades dependerá gran parte del éxito de su discurso. Habrá golpes de efecto, pero en el gran ceremonial americano, bajo el inclemente cielo capitolino, Trump tendrá que demostrar que más allá de haber ganado las elecciones, ya vive, actúa y piensa como el presidente de toda la nación.
Jan Martínez Ahrens
Washington, El País
Donald Trump tiene en él mismo a su peor enemigo. En el trascendental discurso del estado de la Unión, el presidente se enfrentará este martes al reto de ofrecer a una nación polarizada un futuro común. Para lograrlo, Trump apostará por la baza económica y su anhelado plan de 1,7 billones de dólares en infraestructuras. Será, según los expertos y medios estadounidenses, una intervención de palabras mayores que tratará de evitar las menciones directas a los temas más polémicos, pero sin abandonar la senda de la división y el rechazo al inmigrante que tan buen resultado electoral le ha dado.
Trump vive con una espina clavada. La economía brilla, la tasa de desempleo es la más baja desde 2000 y la Bolsa supera máximos históricos. Pero no ha logrado romper el maleficio que le persigue desde el primer día: sigue sin ser un presidente para todos. Por el contrario, su valoración es la peor desde que se tiene registro, y la fractura social se ha ahondado como nunca en medio siglo.
Tiene 37 años, el aire deportivo de su tío abuelo y es una estrella ascendente en el firmamento del Partido Demócrata. El congresista por Massachusetts Joe Kennedy será el paladín que empleará la oposición para responder al discurso de Donald Trump. Sus compañeros de filas le han definido como “un implacable luchador por la clase trabajadora”. Quizá sea una exageración para el sobrino nieto de John F. Kennedy, pero se le considera una promesa que despierta simpatías entre las bases electorales.
Junto a Joe Kennedy, intervendrá la delegada estatal de Virginia Elizabeth Guzmán, quien dará la respuesta demócrata en castellano.
Esta quiebra en la confianza tiene su reflejo en el Congreso. De poco ha servido que los republicanos controlen la Casa Blanca y las dos Cámaras. La incapacidad de Trump para el pacto llevó hace apenas nueve días al cierre de la Administración federal. Su reapertura se logró tras un acuerdo agónico que da hasta el 8 de febrero para resolver el destino de los dreamers, esos 1,8 millones de inmigrantes que llegaron a Estados Unidos siendo menores y ahora ven crecer ante sus ojos la amenaza de la deportación.
Esa cuenta atrás marcará el alcance real del discurso de Trump (a las 21.00 de Washington).
Tras los grandes gestos, los demócratas y no pocos republicanos exigen un mensaje que ayude a salvar el escollo. La posibilidad de un compromiso bipartidista, sin embargo, se ve cada día más lejana. Trump, fiel a su estilo, ha tomado a los dreamers como rehenes y ha colocado sobre la mesa una propuesta de máximos. A cambio de permitirles la estancia en el país, pide 25.000 millones para el muro, acabar con el reagrupamiento familiar y someter la concesión de visado a criterios de eficiencia económica. Una oferta indigerible para los demócratas, que poseen un fuerte anclaje en el electorado hispano.
Pero además de la presión de un nuevo cierre administrativo, Trump tiene la trama rusa pisándole los talones. Los últimos movimientos del fiscal especial Robert Mueller indican que su objetivo es citar directamente al presidente y enfrentarle a las contradicciones de su gestión con Moscú.
El escenario es agitado. Y las frases brillantes por sí solas no bastarán. Hace un año, en su primera alocución ante las Cámaras, Trump ofreció una versión depurada de sí mismo. Eligió la solemnidad y lanzó el que se ha considerado su mejor discurso. Una apelación al espíritu americano y a su destino universal que hizo levantarse de sus asientos a los republicanos. Hubo quien creyó que Trump había aprovechado la oportunidad para volver a empezar. Que el furioso e intempestivo candidato había abrazado la ortodoxia presidencial. El espejismo duró un día. A las 24 horas, la investigación de la trama rusa cercó a su fiscal general, Jeff Sessions, y Trump no tardó en acusar por Twitter a su antecesor, Barack Obama, de haberle espiado. El efecto se disipó al instante. Trump volvía a ser Trump.
Ahora, tiene en su mano otra oportunidad para desmarcarse de sus propias turbulencias. La bonanza económica y los efectos de su reforma fiscal, con un recorte de 1,5 billones de dólares en 10 años, forman la corona de su gestión. El capital fluye masivamente de vuelta a EE UU y la Casa Blanca prepara su próxima estocada: un plan de infraestructuras de 1,7 billones de dólares. Uno de sus proyectos más ambiciosos y con él pretende insuflar optimismo entre sus votantes. Algo fundamental para enfrentarse en condiciones a la gran batalla del año: las elecciones del 6 de noviembre, en las que se renueva la totalidad de la Cámara de Representantes y un tercio del Senado.
De cómo module su oferta económica y de su capacidad de aglutinar voluntades dependerá gran parte del éxito de su discurso. Habrá golpes de efecto, pero en el gran ceremonial americano, bajo el inclemente cielo capitolino, Trump tendrá que demostrar que más allá de haber ganado las elecciones, ya vive, actúa y piensa como el presidente de toda la nación.