El ciclón bomba y el viaje a ninguna parte
Cuando uno vuela en medio de una tormenta se arriesga acabar implicado en la trama claustrofóbica de un cuento de Dino Buzzati
Rubén Amón
Londres / Boston, El País
No es lo mismo quedarse a vivir en un aeropuerto —Tom Hanks en La terminal— que permanecer en continuo estado de tránsito. Y entiéndase el tránsito lejos de toda dimensión metafísica. Entiéndase como un estado de viaje permanente y de transición eterna. De un aeropuerto a otro, perdiendo la noción del destino y hasta la noción del tiempo. Se confunden el amanecer y la noche. Y surge de las entrañas una risa nerviosa cuando el personal de estos corredores fantasmagóricos —pasajeros que se desenvuelven con la destreza de Ulises— promete que tu meta va a realizarse, pero no sin antes el contratiempo de una escala previa.
Mi caso concreto ha consistido en un viaje de Boston a Madrid. Escribo estas líneas desde Heathrow (Londres), pero no está claro que vaya a despegar el vuelo a Barajas. En cualquier momento puede producirse un inconveniente logístico o metereológico. Y el grado de sumisión que implican tantas horas —¿días?— de desconcierto transigiría hasta con la más extravagante de las propuestas: “Caballero, le proponemos un enlace con Ciudad del Cabo. Y una vez allí, una breve escala en Yakarta, desde la que poder desplazarse a Frankfurt. Allí podría prolongarse la espera, pero es un aeropuerto moderno y funcional. Con wifi gratuito”.
Exagera uno las cosas, pero no conviene descartar la posibilidad de terminar implicado en la trama claustrofóbica de un cuento de Dino Buzzati. Se le promete a uno el destino tanto como se le condiciona al requisito de una escala previa. Llegar nunca termina de llegarse, pero la sensación de está cerca desarrolla un instinto de adaptación al propio experimento.
Y el experimento ha consistido en volar de Boston a Madrid saliendo en tren de Boston a Nueva York para allí conectar con el aeropuerto de Newark. O no haciéndolo, pues el trayecto ferroviario aportado como remedio se resintió del temporal de nieve de la costa Este. Han llamado a la megasupertormenta “el ciclón bomba”, para que nadie se engañe con eufemismos cariñosos ni pueda oponer resistencia a las facultades semánticas de semejante manifestación meteorológica.
Y ha sido la bomba el ciclón. De nieve y de neutrones, pues la ciudad de Boston parecía haberse quedado sin humanos. Sugerían las calles vacías y las empalizadas de hielo una suerte de distopía climatológica. Una urbe sepultada en la nieve, transitada por figuras espectrales, recreada en un laberinto polar de paredes blancas. Y, curiosamente, llegaba a respirarse —a transpirarse— una extraña sensación de sosiego, de paz, de silencio magnífico. El viento mecía los copos. Hablaba un idioma extraño. No vino la calma después de la tempestad. Sobrevino con la tempestad misma, a semejanza de una catarsis que mi hijo de 13 años —no volveré a mencionarlo— disfrutaba como si estuviera en Krypton. Parecía Boston una ciudad deshabitada. Como si Trump la hubiera sacrificado en su resistencia supersticiosa a la ciencia del cambio climático. Podría haber surgido de cualquier esquina un oso polar de tres ojos o un robot miope.
Entendía uno que no procedía volar en estas condiciones, pero la satisfacción de la experiencia extrema —he comprado el fetiche del Boston Globe— degeneró después en una psicosis de cancelaciones y derivaciones geográficas a las que el duermevela incorpora un inquietante delirio. Por las horas —¿los días?— transcurridas en las áreas de esparcimiento aeroportuario. Por la conspiración urdida a las tarjetas de crédito en las adquisiciones superfluas. Creo haber volado de Boston a Dublín. Y de Dublín a Londres. Parpadea la llamada de Madrid como si Ítaca se le anunciara a Ulises en el vientre de las olas, pero en el momento de escribir estas líneas se nos acerca una azafata de intenciones inquietantes y....
Rubén Amón
Londres / Boston, El País
No es lo mismo quedarse a vivir en un aeropuerto —Tom Hanks en La terminal— que permanecer en continuo estado de tránsito. Y entiéndase el tránsito lejos de toda dimensión metafísica. Entiéndase como un estado de viaje permanente y de transición eterna. De un aeropuerto a otro, perdiendo la noción del destino y hasta la noción del tiempo. Se confunden el amanecer y la noche. Y surge de las entrañas una risa nerviosa cuando el personal de estos corredores fantasmagóricos —pasajeros que se desenvuelven con la destreza de Ulises— promete que tu meta va a realizarse, pero no sin antes el contratiempo de una escala previa.
Mi caso concreto ha consistido en un viaje de Boston a Madrid. Escribo estas líneas desde Heathrow (Londres), pero no está claro que vaya a despegar el vuelo a Barajas. En cualquier momento puede producirse un inconveniente logístico o metereológico. Y el grado de sumisión que implican tantas horas —¿días?— de desconcierto transigiría hasta con la más extravagante de las propuestas: “Caballero, le proponemos un enlace con Ciudad del Cabo. Y una vez allí, una breve escala en Yakarta, desde la que poder desplazarse a Frankfurt. Allí podría prolongarse la espera, pero es un aeropuerto moderno y funcional. Con wifi gratuito”.
Exagera uno las cosas, pero no conviene descartar la posibilidad de terminar implicado en la trama claustrofóbica de un cuento de Dino Buzzati. Se le promete a uno el destino tanto como se le condiciona al requisito de una escala previa. Llegar nunca termina de llegarse, pero la sensación de está cerca desarrolla un instinto de adaptación al propio experimento.
Y el experimento ha consistido en volar de Boston a Madrid saliendo en tren de Boston a Nueva York para allí conectar con el aeropuerto de Newark. O no haciéndolo, pues el trayecto ferroviario aportado como remedio se resintió del temporal de nieve de la costa Este. Han llamado a la megasupertormenta “el ciclón bomba”, para que nadie se engañe con eufemismos cariñosos ni pueda oponer resistencia a las facultades semánticas de semejante manifestación meteorológica.
Y ha sido la bomba el ciclón. De nieve y de neutrones, pues la ciudad de Boston parecía haberse quedado sin humanos. Sugerían las calles vacías y las empalizadas de hielo una suerte de distopía climatológica. Una urbe sepultada en la nieve, transitada por figuras espectrales, recreada en un laberinto polar de paredes blancas. Y, curiosamente, llegaba a respirarse —a transpirarse— una extraña sensación de sosiego, de paz, de silencio magnífico. El viento mecía los copos. Hablaba un idioma extraño. No vino la calma después de la tempestad. Sobrevino con la tempestad misma, a semejanza de una catarsis que mi hijo de 13 años —no volveré a mencionarlo— disfrutaba como si estuviera en Krypton. Parecía Boston una ciudad deshabitada. Como si Trump la hubiera sacrificado en su resistencia supersticiosa a la ciencia del cambio climático. Podría haber surgido de cualquier esquina un oso polar de tres ojos o un robot miope.
Entendía uno que no procedía volar en estas condiciones, pero la satisfacción de la experiencia extrema —he comprado el fetiche del Boston Globe— degeneró después en una psicosis de cancelaciones y derivaciones geográficas a las que el duermevela incorpora un inquietante delirio. Por las horas —¿los días?— transcurridas en las áreas de esparcimiento aeroportuario. Por la conspiración urdida a las tarjetas de crédito en las adquisiciones superfluas. Creo haber volado de Boston a Dublín. Y de Dublín a Londres. Parpadea la llamada de Madrid como si Ítaca se le anunciara a Ulises en el vientre de las olas, pero en el momento de escribir estas líneas se nos acerca una azafata de intenciones inquietantes y....