Las bandas de Barranquilla
Decenas de miles de venezolanos cruzan la frontera con Colombia, sin papeles ni perspectivas reales de trabajo
Ibsen Martínez
El País
Un tópico asimila el clima de Medellín al de Caracas, pero a mí denme Barranquilla. De las ciudades colombianas es la que más fácilmente puedo confundir con una cualquiera de mi país. Situada muy cerca de la desembocadura del río Magdalena, sobre el Caribe colombiano, el acento de sus gentes es corrientemente indistinguible del venezolano. Su historia remota y reciente es la de un puerto comercial sumamente atractivo a la migración. En todo tiempo, emigrantes italianos, holandeses (desde las cercanas posesiones neerlandesas) y árabes han brindado a Barranquilla un característico “tumbao” multicultural.
En el curso de los últimos años, en Barranquilla se han hecho discernibles ya tres oleadas del “desembarco” (así lo ha llamado el escritor colombiano Andrés Hoyos) venezolano en Colombia. La primera llegó hace mucho más de 10 años y la nutrió el “gran dinero” de contadas pero financieramente musculosas transnacionales manufactureras o inmobiliarias venezolanas que escapaban de la creciente hostilidad chavista hacia la actividad productiva privada.
Fue en la pujante Barranquilla donde se asentó Alimentos Polar, fragata insignia del empresariado venezolano acosado por el chavismo. Muchos de los rascacielos de la calle 81, entre las carreras 57 y 58, son obra de grupos inmobiliarios venezolanos.
Casi inmediatamente llegaron los petroleros despedidos por Chávez. En mi país, la voz “petroleros” no designa a un magnate, sino a un ejecutivo técnico de alta competencia. El boom petrolero colombiano de la década pasada trajo a este país a muchísimos venezolanos. La región atlántica llegó a albergar muchas empresas de servicios energéticos creadas por venezolanos, pero la caída de los precios globales de crudo ha puesto a muchas en serios aprietos. Por tanto, no es raro topar con un ingeniero de yacimientos que hoy se ocupa de regentar, por cuenta de otro, una franquicia de comida rápida. Sé de un ingeniero petroquímico que administra una cadena de barberías y se ha hecho barbero él mismo.
La oleada más reciente ha coincidido con los años de Maduro. Son el cuarto de millón de “irregulares” que hoy preocupan a las autoridades migratorias. Son los menesterosos, los “desdentados” que huyen a todo trance del “legado de Chávez” presidido por Maduro, el “presidente obrero”: la catástrofe económica, la violencia criminal y la crisis humanitaria. Son nuestros balseros de a pie.
Hablamos de jóvenes nacidos durante la “revolución socialista” bolivariana, cuyas edades oscilan entre 19 y 25 años, sin educación alguna y a menudo con hijos lactantes. Decenas de miles cruzan la frontera, sin papeles ni perspectivas reales de trabajo. Así, no han sido pocos quienes han terminado integrados a las temibles pandillas barranquilleras que con la llegada de las lluvias (no sé por qué, pero es así: ritualmente con la llegada de las lluvias) protagonizan batallas campales por el control del microtráfico de drogas. La prostitución, al igual que en Bucaramanga y Cúcuta, atrae a centenares de balseras venezolanas.
Estos son los emigrantes que atraen sobre sí calamidades añadidas al hambre y la indefensión: la xenofobia de los demás pobres, la trata de personas y la extorsión policial. Pero que por nada del mundo regresarían a Venezuela.
Ibsen Martínez
El País
Un tópico asimila el clima de Medellín al de Caracas, pero a mí denme Barranquilla. De las ciudades colombianas es la que más fácilmente puedo confundir con una cualquiera de mi país. Situada muy cerca de la desembocadura del río Magdalena, sobre el Caribe colombiano, el acento de sus gentes es corrientemente indistinguible del venezolano. Su historia remota y reciente es la de un puerto comercial sumamente atractivo a la migración. En todo tiempo, emigrantes italianos, holandeses (desde las cercanas posesiones neerlandesas) y árabes han brindado a Barranquilla un característico “tumbao” multicultural.
En el curso de los últimos años, en Barranquilla se han hecho discernibles ya tres oleadas del “desembarco” (así lo ha llamado el escritor colombiano Andrés Hoyos) venezolano en Colombia. La primera llegó hace mucho más de 10 años y la nutrió el “gran dinero” de contadas pero financieramente musculosas transnacionales manufactureras o inmobiliarias venezolanas que escapaban de la creciente hostilidad chavista hacia la actividad productiva privada.
Fue en la pujante Barranquilla donde se asentó Alimentos Polar, fragata insignia del empresariado venezolano acosado por el chavismo. Muchos de los rascacielos de la calle 81, entre las carreras 57 y 58, son obra de grupos inmobiliarios venezolanos.
Casi inmediatamente llegaron los petroleros despedidos por Chávez. En mi país, la voz “petroleros” no designa a un magnate, sino a un ejecutivo técnico de alta competencia. El boom petrolero colombiano de la década pasada trajo a este país a muchísimos venezolanos. La región atlántica llegó a albergar muchas empresas de servicios energéticos creadas por venezolanos, pero la caída de los precios globales de crudo ha puesto a muchas en serios aprietos. Por tanto, no es raro topar con un ingeniero de yacimientos que hoy se ocupa de regentar, por cuenta de otro, una franquicia de comida rápida. Sé de un ingeniero petroquímico que administra una cadena de barberías y se ha hecho barbero él mismo.
La oleada más reciente ha coincidido con los años de Maduro. Son el cuarto de millón de “irregulares” que hoy preocupan a las autoridades migratorias. Son los menesterosos, los “desdentados” que huyen a todo trance del “legado de Chávez” presidido por Maduro, el “presidente obrero”: la catástrofe económica, la violencia criminal y la crisis humanitaria. Son nuestros balseros de a pie.
Hablamos de jóvenes nacidos durante la “revolución socialista” bolivariana, cuyas edades oscilan entre 19 y 25 años, sin educación alguna y a menudo con hijos lactantes. Decenas de miles cruzan la frontera, sin papeles ni perspectivas reales de trabajo. Así, no han sido pocos quienes han terminado integrados a las temibles pandillas barranquilleras que con la llegada de las lluvias (no sé por qué, pero es así: ritualmente con la llegada de las lluvias) protagonizan batallas campales por el control del microtráfico de drogas. La prostitución, al igual que en Bucaramanga y Cúcuta, atrae a centenares de balseras venezolanas.
Estos son los emigrantes que atraen sobre sí calamidades añadidas al hambre y la indefensión: la xenofobia de los demás pobres, la trata de personas y la extorsión policial. Pero que por nada del mundo regresarían a Venezuela.