Jaque a la austeridad en Reino Unido
La oposición, parte del Gobierno y la opinión pública, que por primera vez desde la crisis pide más gasto y más impuestos, presionan a May para acabar con siete años de recortes.
Pablo Guimón
Londres, El País
Si la inesperada mayoría absoluta de David Cameron en las elecciones de 2015 fue unánimemente interpretada como un respaldo a la austeridad, la pérdida de esa mayoría por Theresa May el pasado 8 de junio ha sido su rechazo. En medio, el referéndum sobre el Brexit del año pasado que, más allá de un voto sobre Europa, fue la expresión de un malestar nacional. Los cuatro ataques terroristas que sufrió el país en tres meses. El espeluznante incendio en una torre de viviendas sociales en Londres. Estos días en Westminster, todo se las acaba arreglando para señalar un fin de ciclo en un país que vive, desde 2010, el mayor y más largo recorte en el gasto público desde que existen registros.
El estudio anual sobre actitudes sociales en Reino Unido, publicado esta semana, revelaba el rechazo popular a la austeridad. Por primera vez desde la crisis financiera de finales de la década pasada, más británicos (48%) quieren que suban los impuestos para permitir mayor gasto público que aquellos (44%) que quieren que los niveles impositivos y de gasto permanezcan como están. En 2010, cuando llegaron los conservadores al poder después de la crisis, solo el 32% quería mas impuestos y más gasto. Hoy, el 83% considera que el Gobierno debería gastar más o mucho más en sanidad, el 71% en educación y el 57% en la policía.
“Después de siete años de austeridad, la opinión pública muestras signos de una vuelta a posturas en favor de más impuestos y gasto y una mayor redistribución de la riqueza”, explica Roger Harding, director del estudio. “También encontramos que las actitudes hacia aquellos que reciben ayudas del Estado se están suavizando”.
Las grietas en el Gobierno se han abierto con el debate sobre las restricciones a las subidas salariales de los funcionarios, que la oposición laborista exigió levantar, respaldada moralmente por la imagen de los heroicos bomberos que siguen jugándose la vida para buscar cadáveres en las cenizas de la torre Grenfell. Pesos pesados del Ejecutivo, incluido Boris Johnson, se unieron a los laboristas esta semana al cuestionar el tope del 1% al incremento de los salarios de los 5,4 millones de trabajadores públicos, en un momento en que la inflación se acerca al 3%.
La postura de Johnson y compañía despide un tufillo oportunista: una toma de posiciones ante una eventual batalla por el liderazgo que nadie descarta. No tardó en llegar la airada reacción del ministro de Finanzas, Philip Hammond, temeroso de perder un margen de maniobra estrechado por sus autoimpuestos objetivos de equilibrio presupuestario y la muy real posibilidad de una ralentización de la economía tras el Brexit.
La realpolitik llevó el miércoles a la primera ministra a alinearse con Hammond y airear el fantasma de Grecia en el Parlamento. Pero lo cierto es que, ya hace un año, cuando tomó las riendas de un país en estado de shock, May intuyó que los límites de la austeridad se habían alcanzado. En sus primeros discursos defendió un conservadurismo para la clase trabajadora y un Estado intervencionista. “No creemos en el mercado libre sin límites”, dijo, “rechazamos el culto al individualismo egoísta”.
Fue una postura retórica: el discurso no estuvo sustentado en hechos concretos. Pero, a la vuelta de Semana Santa, May decidió adelantar las elecciones dispuesta a levantar su hegemonía sobre las cenizas del populista UKIP y el supuestamente suicida viraje laborista a la izquierda. Fracasó estrepitosamente. El mayismo murió antes de nacer. Y el vacío ideológico en el conservadurismo, combinado con un liderazgo débil, ha levantado el tabú.
Reino Unido ha sido un laboratorio de jibarización del Estado desde que Margaret Thatcher llegó al poder en 1979. Gobiernos conservadores y también del Nuevo Laborismo han seguido con las privatizaciones, la desregulación y la reducción del “Estado niñera”, en palabras de la propia dama de hierro, construido por el laborismo de posguerra.
Pero hoy el tema se ha vuelto a convertir en el centro de la batalla ideológica entre un partido conservador debilitado y una oposición laborista crecida. "La primera ministra encontró mil millones de libras para mantener su propio trabajo, ¿por qué no encuentra el mismo dinero para mantener a las enfermeras y los profesores en el suyo?", dijo el miércoles en el Parlamento el líder laborista, Jeremy Corbyn, en referencia a la millonaria inversión extra en Irlanda del Norte que May compremetió a cambio del apoyo del DUP norirlandés a su Gobierno en minoría.
Corbyn ha roto el consenso neoliberal de los últimos 30 años y resulta que el público, sobre todo el más joven, ha respondido. Cosechó un resultado histórico: diez puntos más que en 2010 e incluso cinco más que en 2005, cuando Blair ganó sus terceras elecciones.
“Los votantes están al fin cansados de la austeridad, el racionamiento, la subcontratación y la tacañería”, opina Jonathan Eley, columnista del liberal Financial Times. “Siete años de restricción del gasto están empezando a manifestarse en la calidad de algunos servicios públicos”.
Pero si algo simboliza trágicamente el rechazo a la contención presupuestaria, es la torre Grenfell. Tras la crisis de 2008, los presupuestos de los ministerios han sido recortados en una media superior al 20%. El tijeretazo ha superado el 50% en la financiación a las administraciones locales, responsables de la vivienda social. Al escarbar en las cenizas de la torre emerge un Estado que suelta lastre derivando al sector privado la política de vivienda, una desregulación que permite escatimar en seguridad para ahorrar unas pocas libras y, al fin, una sociedad herida por unas profundas desigualdades acrecentadas por una deficiente redistribución de la riqueza.
Mientras presidían la histórica retirada del Estado, los conservadores prometían “una hoguera de las regulaciones”. “Bien”, escribió el columnista de The Guardian Jonathan Freedman después del incendio de la torre, “pues aquí tienen su hoguera”.
Pablo Guimón
Londres, El País
Si la inesperada mayoría absoluta de David Cameron en las elecciones de 2015 fue unánimemente interpretada como un respaldo a la austeridad, la pérdida de esa mayoría por Theresa May el pasado 8 de junio ha sido su rechazo. En medio, el referéndum sobre el Brexit del año pasado que, más allá de un voto sobre Europa, fue la expresión de un malestar nacional. Los cuatro ataques terroristas que sufrió el país en tres meses. El espeluznante incendio en una torre de viviendas sociales en Londres. Estos días en Westminster, todo se las acaba arreglando para señalar un fin de ciclo en un país que vive, desde 2010, el mayor y más largo recorte en el gasto público desde que existen registros.
El estudio anual sobre actitudes sociales en Reino Unido, publicado esta semana, revelaba el rechazo popular a la austeridad. Por primera vez desde la crisis financiera de finales de la década pasada, más británicos (48%) quieren que suban los impuestos para permitir mayor gasto público que aquellos (44%) que quieren que los niveles impositivos y de gasto permanezcan como están. En 2010, cuando llegaron los conservadores al poder después de la crisis, solo el 32% quería mas impuestos y más gasto. Hoy, el 83% considera que el Gobierno debería gastar más o mucho más en sanidad, el 71% en educación y el 57% en la policía.
“Después de siete años de austeridad, la opinión pública muestras signos de una vuelta a posturas en favor de más impuestos y gasto y una mayor redistribución de la riqueza”, explica Roger Harding, director del estudio. “También encontramos que las actitudes hacia aquellos que reciben ayudas del Estado se están suavizando”.
Las grietas en el Gobierno se han abierto con el debate sobre las restricciones a las subidas salariales de los funcionarios, que la oposición laborista exigió levantar, respaldada moralmente por la imagen de los heroicos bomberos que siguen jugándose la vida para buscar cadáveres en las cenizas de la torre Grenfell. Pesos pesados del Ejecutivo, incluido Boris Johnson, se unieron a los laboristas esta semana al cuestionar el tope del 1% al incremento de los salarios de los 5,4 millones de trabajadores públicos, en un momento en que la inflación se acerca al 3%.
La postura de Johnson y compañía despide un tufillo oportunista: una toma de posiciones ante una eventual batalla por el liderazgo que nadie descarta. No tardó en llegar la airada reacción del ministro de Finanzas, Philip Hammond, temeroso de perder un margen de maniobra estrechado por sus autoimpuestos objetivos de equilibrio presupuestario y la muy real posibilidad de una ralentización de la economía tras el Brexit.
La realpolitik llevó el miércoles a la primera ministra a alinearse con Hammond y airear el fantasma de Grecia en el Parlamento. Pero lo cierto es que, ya hace un año, cuando tomó las riendas de un país en estado de shock, May intuyó que los límites de la austeridad se habían alcanzado. En sus primeros discursos defendió un conservadurismo para la clase trabajadora y un Estado intervencionista. “No creemos en el mercado libre sin límites”, dijo, “rechazamos el culto al individualismo egoísta”.
Fue una postura retórica: el discurso no estuvo sustentado en hechos concretos. Pero, a la vuelta de Semana Santa, May decidió adelantar las elecciones dispuesta a levantar su hegemonía sobre las cenizas del populista UKIP y el supuestamente suicida viraje laborista a la izquierda. Fracasó estrepitosamente. El mayismo murió antes de nacer. Y el vacío ideológico en el conservadurismo, combinado con un liderazgo débil, ha levantado el tabú.
Reino Unido ha sido un laboratorio de jibarización del Estado desde que Margaret Thatcher llegó al poder en 1979. Gobiernos conservadores y también del Nuevo Laborismo han seguido con las privatizaciones, la desregulación y la reducción del “Estado niñera”, en palabras de la propia dama de hierro, construido por el laborismo de posguerra.
Pero hoy el tema se ha vuelto a convertir en el centro de la batalla ideológica entre un partido conservador debilitado y una oposición laborista crecida. "La primera ministra encontró mil millones de libras para mantener su propio trabajo, ¿por qué no encuentra el mismo dinero para mantener a las enfermeras y los profesores en el suyo?", dijo el miércoles en el Parlamento el líder laborista, Jeremy Corbyn, en referencia a la millonaria inversión extra en Irlanda del Norte que May compremetió a cambio del apoyo del DUP norirlandés a su Gobierno en minoría.
Corbyn ha roto el consenso neoliberal de los últimos 30 años y resulta que el público, sobre todo el más joven, ha respondido. Cosechó un resultado histórico: diez puntos más que en 2010 e incluso cinco más que en 2005, cuando Blair ganó sus terceras elecciones.
“Los votantes están al fin cansados de la austeridad, el racionamiento, la subcontratación y la tacañería”, opina Jonathan Eley, columnista del liberal Financial Times. “Siete años de restricción del gasto están empezando a manifestarse en la calidad de algunos servicios públicos”.
Pero si algo simboliza trágicamente el rechazo a la contención presupuestaria, es la torre Grenfell. Tras la crisis de 2008, los presupuestos de los ministerios han sido recortados en una media superior al 20%. El tijeretazo ha superado el 50% en la financiación a las administraciones locales, responsables de la vivienda social. Al escarbar en las cenizas de la torre emerge un Estado que suelta lastre derivando al sector privado la política de vivienda, una desregulación que permite escatimar en seguridad para ahorrar unas pocas libras y, al fin, una sociedad herida por unas profundas desigualdades acrecentadas por una deficiente redistribución de la riqueza.
Mientras presidían la histórica retirada del Estado, los conservadores prometían “una hoguera de las regulaciones”. “Bien”, escribió el columnista de The Guardian Jonathan Freedman después del incendio de la torre, “pues aquí tienen su hoguera”.