Qatar, un pequeño país con grandes ambiciones
El padre del actual emir apostó por la presencia internacional como fórmula de supervivencia
Ángeles Espinosa
El País
Mayor exportador de gas del mundo, inversor global, cuna de Al Jazeera (la primera cadena de televisión panárabe), aspirante a gran centro cultural y educativo de Oriente Próximo, futura sede del Mundial de fútbol de 2022… Los anhelos de Qatar siempre han parecido excesivos para un país de 11.500 kilómetros cuadrados (el tamaño de la provincia de Murcia) y 300.000 habitantes autóctonos. Pero ha sido sobre todo su ambiciosa política exterior la que le ha devuelto a los titulares internacionales como centro de una grave disputa diplomática cuyas consecuencias desbordan la región.
El Qatar que conocemos hoy es en buena medida fruto de la visión del jeque Hamad Bin Khalifa al Thani, quien desde que en 1995 destronó a su padre en un golpe incruento, se esforzó por modernizar el emirato. Dos hechos marcaron su apuesta de futuro. Por un lado, la geografía. Sobre la pequeña península de Qatar, un pequeño saliente en la costa oeste del golfo Pérsico, se proyectaban las largas sombras de Arabia Saudí e Irán, las dos potencias regionales. De ahí su empeño en mantenerse neutral entre ambas. En segundo lugar, la fulgurante invasión iraquí de Kuwait en 1990 le convenció de la necesidad de poner a su país en el mapa.
Inició esa andadura con la inauguración de Al Jazeera al año siguiente de su llegada al poder. La controversia estaba servida. La novedad de una televisión con estándares de periodismo occidentales que no abría los informativos haciendo la ola al emir y se mostraba crítica de los gobiernos árabes (Qatar excluido), enseguida levantó ampollas entre sus vecinos, quienes primero recurrieron a boicotearla y luego terminaron copiando el modelo. Pero no hubiera ido más allá si no hubiera sido parte de un proyecto más amplio.
El eje del mismo fue una diplomacia muy por encima de su peso nacional. Bajo la batuta del jeque Hamad Bin Jasim, primer ministro y primo lejano del emir, Qatar llevó a cabo una arriesgada política exterior intentando estar bien con Dios y con el diablo. Eso le hizo combinar una estrecha alianza con Estados Unidos (cuya principal base aérea en Oriente Próximo alberga) y buenas relaciones con los principales enemigos políticos de este en la región.
Entre sus amistades peligrosas estaban Hamás, Irán y la Siria de Bachar el Asad. No obstante, esa ambivalencia también ha sido de utilidad para Washington, como cuando recurrió a Doha para intentar conversaciones con los talibanes. Al mismo tiempo, el emirato se lanzó a mediar, con desigual éxito, en los conflictos más variados desde Líbano a Yemen, pasando por los territorios palestinos o Darfur.
Algunos observadores tacharon tales esfuerzos de “diplomacia de chequera”. Sin duda le ayudó contar con una de las mayores reservas de gas del mundo y que los beneficios de esa riqueza natural le hayan convertido en un importante inversor global. En el camino, Qatar también atrajo a prestigiosas universidades occidentales, inauguró museos y se apuntó a los grandes eventos deportivos. Además, descubrió la eficacia del poder blando financiando proyectos en medio mundo y promocionando la imagen de la mediática jequesa Mozah, esposa del emir e impulsora de muchos de los proyectos educativos y culturales.
Pero fue sobre todo su apoyo económico y mediático a las revueltas árabes de 2011 y, en particular a los rebeldes sirios (tras llegar a la conclusión de que Bachar era un líder acabado), lo que colocó a Qatar en la primera liga de la diplomacia internacional. También lo que terminó de irritar a sus vecinos, en especial a Arabia Saudí, a pesar de que de forma incongruente excluyó de esas simpatías a Bahréin (hoy convertido en un protectorado saudí). La ayuda al Gobierno de Mohamed Morsi, el presidente egipcio que sustituyó a Mubarak, la alianza con la Turquía de Erdogan o la acogida a islamistas perseguidos confirmaron las sospechas.
La difícil posición en que le puso esa desconfianza se citó en 2013 como causa de que el jeque Hamad tomara la inusual decisión de abdicar en su hijo Tamim. El relevo apaciguó sin duda la ambiciosa política exterior de Qatar, pero hizo poco para rebajar los recelos, como ya se vio en la crisis de 2014. Desde entonces, Riad, Abu Dhabi y El Cairo acusan al emirato de connivencia con los Hermanos Musulmanes, un grupo islamista que esos gobiernos consideran terrorista a la par que Al Qaeda o el Estado Islámico. La apuesta que el emir padre hizo por el prestigio internacional como estrategia de supervivencia se ha convertido en un pesado lastre para el jeque Tamim.
Ángeles Espinosa
El País
Mayor exportador de gas del mundo, inversor global, cuna de Al Jazeera (la primera cadena de televisión panárabe), aspirante a gran centro cultural y educativo de Oriente Próximo, futura sede del Mundial de fútbol de 2022… Los anhelos de Qatar siempre han parecido excesivos para un país de 11.500 kilómetros cuadrados (el tamaño de la provincia de Murcia) y 300.000 habitantes autóctonos. Pero ha sido sobre todo su ambiciosa política exterior la que le ha devuelto a los titulares internacionales como centro de una grave disputa diplomática cuyas consecuencias desbordan la región.
El Qatar que conocemos hoy es en buena medida fruto de la visión del jeque Hamad Bin Khalifa al Thani, quien desde que en 1995 destronó a su padre en un golpe incruento, se esforzó por modernizar el emirato. Dos hechos marcaron su apuesta de futuro. Por un lado, la geografía. Sobre la pequeña península de Qatar, un pequeño saliente en la costa oeste del golfo Pérsico, se proyectaban las largas sombras de Arabia Saudí e Irán, las dos potencias regionales. De ahí su empeño en mantenerse neutral entre ambas. En segundo lugar, la fulgurante invasión iraquí de Kuwait en 1990 le convenció de la necesidad de poner a su país en el mapa.
Inició esa andadura con la inauguración de Al Jazeera al año siguiente de su llegada al poder. La controversia estaba servida. La novedad de una televisión con estándares de periodismo occidentales que no abría los informativos haciendo la ola al emir y se mostraba crítica de los gobiernos árabes (Qatar excluido), enseguida levantó ampollas entre sus vecinos, quienes primero recurrieron a boicotearla y luego terminaron copiando el modelo. Pero no hubiera ido más allá si no hubiera sido parte de un proyecto más amplio.
El eje del mismo fue una diplomacia muy por encima de su peso nacional. Bajo la batuta del jeque Hamad Bin Jasim, primer ministro y primo lejano del emir, Qatar llevó a cabo una arriesgada política exterior intentando estar bien con Dios y con el diablo. Eso le hizo combinar una estrecha alianza con Estados Unidos (cuya principal base aérea en Oriente Próximo alberga) y buenas relaciones con los principales enemigos políticos de este en la región.
Entre sus amistades peligrosas estaban Hamás, Irán y la Siria de Bachar el Asad. No obstante, esa ambivalencia también ha sido de utilidad para Washington, como cuando recurrió a Doha para intentar conversaciones con los talibanes. Al mismo tiempo, el emirato se lanzó a mediar, con desigual éxito, en los conflictos más variados desde Líbano a Yemen, pasando por los territorios palestinos o Darfur.
Algunos observadores tacharon tales esfuerzos de “diplomacia de chequera”. Sin duda le ayudó contar con una de las mayores reservas de gas del mundo y que los beneficios de esa riqueza natural le hayan convertido en un importante inversor global. En el camino, Qatar también atrajo a prestigiosas universidades occidentales, inauguró museos y se apuntó a los grandes eventos deportivos. Además, descubrió la eficacia del poder blando financiando proyectos en medio mundo y promocionando la imagen de la mediática jequesa Mozah, esposa del emir e impulsora de muchos de los proyectos educativos y culturales.
Pero fue sobre todo su apoyo económico y mediático a las revueltas árabes de 2011 y, en particular a los rebeldes sirios (tras llegar a la conclusión de que Bachar era un líder acabado), lo que colocó a Qatar en la primera liga de la diplomacia internacional. También lo que terminó de irritar a sus vecinos, en especial a Arabia Saudí, a pesar de que de forma incongruente excluyó de esas simpatías a Bahréin (hoy convertido en un protectorado saudí). La ayuda al Gobierno de Mohamed Morsi, el presidente egipcio que sustituyó a Mubarak, la alianza con la Turquía de Erdogan o la acogida a islamistas perseguidos confirmaron las sospechas.
La difícil posición en que le puso esa desconfianza se citó en 2013 como causa de que el jeque Hamad tomara la inusual decisión de abdicar en su hijo Tamim. El relevo apaciguó sin duda la ambiciosa política exterior de Qatar, pero hizo poco para rebajar los recelos, como ya se vio en la crisis de 2014. Desde entonces, Riad, Abu Dhabi y El Cairo acusan al emirato de connivencia con los Hermanos Musulmanes, un grupo islamista que esos gobiernos consideran terrorista a la par que Al Qaeda o el Estado Islámico. La apuesta que el emir padre hizo por el prestigio internacional como estrategia de supervivencia se ha convertido en un pesado lastre para el jeque Tamim.