Juegos Olímpicos de Río: Bolt, Biles, Phelps
El atleta jamaicano y el nadador estadounidense se despidieron de los Juegos de Río cargados de medallas, dejando el trono vacío para los que lleguen. La gimnasta ha llegado para quedarse
Carlos Arribas
Madrid, El País
Los Juegos es ruido. Traca y fuegos artificiales. Los Juegos es Usain Bolt, que llega a Río y antes de salir a la pista del estadio se asoma a un escenario y baila samba alegre con bailarinas de poca ropa. Instantáneamente, de las conversaciones de la gente desaparecen el mosquito del zika, el miedo, la violencia, el agua verde de la piscina y los dopados rusos. Comienzan los Juegos maravillosos de la ciudad maravillosa al ritmo de las zancadas y la risa contagiosa de Bolt, un niño a punto de cumplir 30 años. Una niña es Simone Biles, la gimnasta que transforma el deporte, lo convierte en un arte para adultos, fuerza, músculo y gracia. A su lado, al lado de ambos, Michael Phelps, el dueño de los focos la primera semana, es un señor mayor, casado y con hijo, que persiste por cuartos Juegos en sus costumbres. Los Juegos de Río aclaman no a un dios, sino a una trinidad. Tres monosílabos potentes. Cada uno de los tres deportes que soportan todo el peso olímpico, atletismo, gimnasia, natación, genera un campeón indiscutible. Maravilloso. El triunfo inevitable del estruendo.
Bolt llega precedido de las hazañas de Pekín y Londres. Obligado a repetir lo irrepetible. Tres medallas en cada uno de los Juegos anteriores. Unas dudas y una presión que se desvanecen en las semifinales de los 100m. A los 70 metros supera a De Grasse, el joven canadiense a quien considera el único peligro y sonríe mirando a la cámara de un fotógrafo. Una sonrisa de gato de Cheshire sobrevuela y transforma un estadio sucio y feo, apagado, sin llama olímpica que lo ilumine. Bolt se libera. Gana su séptima medalla en los 100m, la octava en los 200m y la novena en el relevo. Tres por tres. Lo celebra como siempre, bailando y riendo, y como nunca. Se siente un sacerdote en la gran misa olímpica. Un sujeto pleno de responsabilidad en el éxito de la ceremonia. “Ya soy una leyenda”, dice. Ya nadie le podrá exigir más. Ya puede volver a Jamaica a tumbarse al sol y a bailar hasta el amanecer. Ya es un hombre libre y un ídolo. Completa el ritual obligado. Se dirige hasta la última línea de la recta sobre el tartán azul, se arrodilla y, como el Papa, besa el suelo que le ha hecho único. No hay medio ni país del mundo, salvo EE UU, que no haya proclamado a Bolt el campeón del año.
A Bolt le acompaña el estruendo olímpico, le guía y le despide, y a Wayde van Niekerk, el protagonista de la mejor actuación de todos los Juegos, le envuelven solo el silencio y la sorpresa furtivos. El campeón del mundo de los 400m no ha estado muy bien en las semifinales y en la final le asignan la calle ocho, por fuera, donde las cámaras se desenfocan y prefieren no apuntar. El centro del escenario lo ocupan las calles cinco y seis, donde corren los favoritos, LaShawn Merrit y Kirani James. Van Niekerk y su fragilidad aparente y tan veloz corren por la sombra. Los ojos de los espectadores en el estadio, que giran, siguen a la pareja iluminada del centro, su duelo increíble, su agonía, hasta el final, donde solo unas centésimas les separan. Ellos mismos, James, Merrit, se olvidan del resto, se vigilan solo a ellos, se miden ajenos. Solo en la última recta, en los últimos metros, ellos, los espectadores, el realizador de televisión, se dan cuenta de que ninguno de ellos ganará, de que por la calle ocho, la que ninguno quiere porque por delante solo hay vacío y miedo, sigue corriendo sin parar Van Niekerk, el surafricano que con una facilidad tan engañosa como su físico ligero, alado como su timidez, les gana a los dos y bate el récord del mundo con una marca, 43,03s, que roza lo increíble. El valor de la sorpresa le acompaña.
Cuando 17 años antes, el norteamericano Michael Johnson, que corría rodeado de ruido, anunciado por rayos y truenos, como Bolt, y con unas zapatillas doradas, dejó el récord del mundo en 43,18s, el mundo habló de una marca que debería durar siglos. Johnson así lo creía y cuando terminó la carrera en Sevilla, atronadora, levantó rápido los brazos al cielo ganador, corrió hacia la pantalla que reflejaba su marca, posó encantado. Van Niekerk, sorprendido él mismo de su tiempo, se llevó las manos a la cabeza, se quedó alelado, parado, sin saber qué hacer, mientras los rivales, uno a uno, le abrazaban y le felicitaban en la pista. Tan callado y discreto es el atleta que heredará de Bolt el trono que ocupan los más grandes. Van Niekerk, que baja de los 10s en los 100m y de los 20s en los 200m, anuncia que el atletismo descubrirá nuevas fronteras inexploradas dentro de no mucho.
Seis oros en la piscina de Atenas, ocho en la de Pekín, cuatro en la de Londres le preceden a Phelps, que no puede evitar ser el centro del mundo mientras nada y sigue con la mirada a su hijo y a su mujer en las gradas de la piscina de Río, donde gana cinco medallas de oro más. Cuando al terminar el año posa con los 23 oros, los dos bronces y las tres platas que, logradas en cuatro Juegos, le convierten en el olímpico más laureado de siempre, el cuello y el torso del nadador de Baltimore se inclinan ante el peso de tanto metal que extendido no cabe en su pecho desnudo y brillante por los flashes de los artistas. Es el ruido de bisutería que le acompañará toda la vida, el que le hará inolvidable. El peso de la inmortalidad que con todo puede, diría alguien.
Simone Biles en Río 2016.
Simone Biles en Río 2016. Rebecca Blackwell AP
De la inmortalidad en gimnasia solo goza Nadia Comaneci, y Simone Biles, de Columbus (Ohio, Estados Unidos), 19 años, una bomba compacta y sólida de 1,42 metros de altura, se le acerca. Iba camino de la perfección con sus triunfos en la final individual y en la de salto y tras haber liderado la victoria de EE UU por equipos cuando un resbalón en la barra de equilibrio la humanizó. El bronce, más que una mancha en una colección de oro impoluta (que completó en el suelo), es una bendición: el error hace que Biles sepa que aún puede mejorar, que el camino a Tokio será más recorrible.
La farsa del antidopaje
Los campeones doran siempre el balance de los Juegos, a los que dan sentido. La farsa de la lucha contra el dopaje en Río quedó oculta por el brillo de los deportistas y la miseria rusa.
A Río se llegó después de sesudas sesiones en las que el Comité Olímpico Internacional y de la Agencia Mundial Antidopaje recordaron al mundo la lacra del dopaje, prometieron esfuerzos insólitos para combatirla, debatieron sobre el derecho de Rusia a enviar a sus deportistas y moralizaron cuanto pudieron. Semanas después de la clausura en la que bajo la lluvia y la samba que inundaron Maracaná de alegría medicinales, y en la que, contagiado, el presidente del COI, Thomas Bach, al ritmo de Cidade maravilhosa, proclamó a los de Río los “Juegos maravillosos”, el informe de los inspectores antidopaje reveló una realidad más cercana a la farsa que al éxito. El laboratorio no funcionó como debía, los inspectores fueron incapaces de localizar a más de la mitad de los deportistas a los que debían hacer controles, un desastre.
A nadie pareció importarle el informe. A nadie le gustan las malas noticias cuando se está de fiesta, cuando se celebra la excelencia. El triunfo del espíritu olímpico.
Carlos Arribas
Madrid, El País
Los Juegos es ruido. Traca y fuegos artificiales. Los Juegos es Usain Bolt, que llega a Río y antes de salir a la pista del estadio se asoma a un escenario y baila samba alegre con bailarinas de poca ropa. Instantáneamente, de las conversaciones de la gente desaparecen el mosquito del zika, el miedo, la violencia, el agua verde de la piscina y los dopados rusos. Comienzan los Juegos maravillosos de la ciudad maravillosa al ritmo de las zancadas y la risa contagiosa de Bolt, un niño a punto de cumplir 30 años. Una niña es Simone Biles, la gimnasta que transforma el deporte, lo convierte en un arte para adultos, fuerza, músculo y gracia. A su lado, al lado de ambos, Michael Phelps, el dueño de los focos la primera semana, es un señor mayor, casado y con hijo, que persiste por cuartos Juegos en sus costumbres. Los Juegos de Río aclaman no a un dios, sino a una trinidad. Tres monosílabos potentes. Cada uno de los tres deportes que soportan todo el peso olímpico, atletismo, gimnasia, natación, genera un campeón indiscutible. Maravilloso. El triunfo inevitable del estruendo.
Bolt llega precedido de las hazañas de Pekín y Londres. Obligado a repetir lo irrepetible. Tres medallas en cada uno de los Juegos anteriores. Unas dudas y una presión que se desvanecen en las semifinales de los 100m. A los 70 metros supera a De Grasse, el joven canadiense a quien considera el único peligro y sonríe mirando a la cámara de un fotógrafo. Una sonrisa de gato de Cheshire sobrevuela y transforma un estadio sucio y feo, apagado, sin llama olímpica que lo ilumine. Bolt se libera. Gana su séptima medalla en los 100m, la octava en los 200m y la novena en el relevo. Tres por tres. Lo celebra como siempre, bailando y riendo, y como nunca. Se siente un sacerdote en la gran misa olímpica. Un sujeto pleno de responsabilidad en el éxito de la ceremonia. “Ya soy una leyenda”, dice. Ya nadie le podrá exigir más. Ya puede volver a Jamaica a tumbarse al sol y a bailar hasta el amanecer. Ya es un hombre libre y un ídolo. Completa el ritual obligado. Se dirige hasta la última línea de la recta sobre el tartán azul, se arrodilla y, como el Papa, besa el suelo que le ha hecho único. No hay medio ni país del mundo, salvo EE UU, que no haya proclamado a Bolt el campeón del año.
A Bolt le acompaña el estruendo olímpico, le guía y le despide, y a Wayde van Niekerk, el protagonista de la mejor actuación de todos los Juegos, le envuelven solo el silencio y la sorpresa furtivos. El campeón del mundo de los 400m no ha estado muy bien en las semifinales y en la final le asignan la calle ocho, por fuera, donde las cámaras se desenfocan y prefieren no apuntar. El centro del escenario lo ocupan las calles cinco y seis, donde corren los favoritos, LaShawn Merrit y Kirani James. Van Niekerk y su fragilidad aparente y tan veloz corren por la sombra. Los ojos de los espectadores en el estadio, que giran, siguen a la pareja iluminada del centro, su duelo increíble, su agonía, hasta el final, donde solo unas centésimas les separan. Ellos mismos, James, Merrit, se olvidan del resto, se vigilan solo a ellos, se miden ajenos. Solo en la última recta, en los últimos metros, ellos, los espectadores, el realizador de televisión, se dan cuenta de que ninguno de ellos ganará, de que por la calle ocho, la que ninguno quiere porque por delante solo hay vacío y miedo, sigue corriendo sin parar Van Niekerk, el surafricano que con una facilidad tan engañosa como su físico ligero, alado como su timidez, les gana a los dos y bate el récord del mundo con una marca, 43,03s, que roza lo increíble. El valor de la sorpresa le acompaña.
Cuando 17 años antes, el norteamericano Michael Johnson, que corría rodeado de ruido, anunciado por rayos y truenos, como Bolt, y con unas zapatillas doradas, dejó el récord del mundo en 43,18s, el mundo habló de una marca que debería durar siglos. Johnson así lo creía y cuando terminó la carrera en Sevilla, atronadora, levantó rápido los brazos al cielo ganador, corrió hacia la pantalla que reflejaba su marca, posó encantado. Van Niekerk, sorprendido él mismo de su tiempo, se llevó las manos a la cabeza, se quedó alelado, parado, sin saber qué hacer, mientras los rivales, uno a uno, le abrazaban y le felicitaban en la pista. Tan callado y discreto es el atleta que heredará de Bolt el trono que ocupan los más grandes. Van Niekerk, que baja de los 10s en los 100m y de los 20s en los 200m, anuncia que el atletismo descubrirá nuevas fronteras inexploradas dentro de no mucho.
Seis oros en la piscina de Atenas, ocho en la de Pekín, cuatro en la de Londres le preceden a Phelps, que no puede evitar ser el centro del mundo mientras nada y sigue con la mirada a su hijo y a su mujer en las gradas de la piscina de Río, donde gana cinco medallas de oro más. Cuando al terminar el año posa con los 23 oros, los dos bronces y las tres platas que, logradas en cuatro Juegos, le convierten en el olímpico más laureado de siempre, el cuello y el torso del nadador de Baltimore se inclinan ante el peso de tanto metal que extendido no cabe en su pecho desnudo y brillante por los flashes de los artistas. Es el ruido de bisutería que le acompañará toda la vida, el que le hará inolvidable. El peso de la inmortalidad que con todo puede, diría alguien.
Simone Biles en Río 2016.
Simone Biles en Río 2016. Rebecca Blackwell AP
De la inmortalidad en gimnasia solo goza Nadia Comaneci, y Simone Biles, de Columbus (Ohio, Estados Unidos), 19 años, una bomba compacta y sólida de 1,42 metros de altura, se le acerca. Iba camino de la perfección con sus triunfos en la final individual y en la de salto y tras haber liderado la victoria de EE UU por equipos cuando un resbalón en la barra de equilibrio la humanizó. El bronce, más que una mancha en una colección de oro impoluta (que completó en el suelo), es una bendición: el error hace que Biles sepa que aún puede mejorar, que el camino a Tokio será más recorrible.
La farsa del antidopaje
Los campeones doran siempre el balance de los Juegos, a los que dan sentido. La farsa de la lucha contra el dopaje en Río quedó oculta por el brillo de los deportistas y la miseria rusa.
A Río se llegó después de sesudas sesiones en las que el Comité Olímpico Internacional y de la Agencia Mundial Antidopaje recordaron al mundo la lacra del dopaje, prometieron esfuerzos insólitos para combatirla, debatieron sobre el derecho de Rusia a enviar a sus deportistas y moralizaron cuanto pudieron. Semanas después de la clausura en la que bajo la lluvia y la samba que inundaron Maracaná de alegría medicinales, y en la que, contagiado, el presidente del COI, Thomas Bach, al ritmo de Cidade maravilhosa, proclamó a los de Río los “Juegos maravillosos”, el informe de los inspectores antidopaje reveló una realidad más cercana a la farsa que al éxito. El laboratorio no funcionó como debía, los inspectores fueron incapaces de localizar a más de la mitad de los deportistas a los que debían hacer controles, un desastre.
A nadie pareció importarle el informe. A nadie le gustan las malas noticias cuando se está de fiesta, cuando se celebra la excelencia. El triunfo del espíritu olímpico.