Alepo también perdió su pasado
Una cuarta parte de la ciudad vieja, que atesoraba un gran patrimonio histórico, ha quedado totalmente destruida
Natalia Sancha
Alepo, El País
Los mapas turísticos acumulan polvo en la estantería de un hotel sin clientes ni trabajadores. Los viejos folletos destacan como atractivo turístico las joyas de la ciudad vieja, esos rincones a donde llegaba el eco de los muecines llamando a la oración. El problema es que muchos de esos lugares han dejado de existir tras el paso de la guerra. "Más del 25% de la ciudad vieja de Alepo ha quedado totalmente destruida", dice Maamoun Abdulkarim, director general de Antigüedades y Museos en Siria.
Las escasas familias que se aventuran esta semana entre las ruinas del casco antiguo se echan las manos a la cabeza, como si no pudieran aceptar el grado de destrucción que les rodea. Tres cuartos de los 13 kilómetros cuadrados con los que contaba el zoco medieval, considerado el mercado cubierto más extenso del mundo, están calcinados. Uno apenas podía colarse entre las tiendas y el gentío. El olor a pólvora reemplaza hoy el del incienso y de las especias que se mezclaba con el de los famosos jabones de Alepo. Sus puestos han sido saqueados.
Aunque algo de música queda. A las puertas de la ciudadela entornan las caderas un grupo de jóvenes al son del timbal, mientras que un risueño vendedor ambulante distribuye café amargo a los soldados. La fortaleza, que se mantuvo en manos del Ejército sirio, ha sido preservada. Pero desde sus torres las vistas difieren de las de seis años atrás. La estructura del hotel Carlton, datada de finales del siglo XIX, ha desaparecido por completo. Tan solo se divisa un montículo de escombros entre árboles retorcidos. Víctima entre bandos, la vieja Alepo es una sombra de su pasado.
El diagnóstico de Alepo es demoledor. Partida por la mitad desde que comenzara la guerra, esta ciudad con 4.000 años de antigüedad se duele después del asedio. “El 40% está medianamente preservado y poco más del 30% puede ser restaurado”, añade Abdulkarim en Damasco. “La reconstrucción costará miles de millones de euros”.
Volver a rezar en Alepo
Cargados de recuerdos, el goteo de vecinos cruza las puertas de la Mezquita Omeya por primera vez en un lustro. Llegan ansiosos por volver a orar en la joya de su ciudad, del siglo XII, pero acaban yéndose cabizbajos y con los ojos vidriosos. El pueblo entiende que la guerra implica destrucción, puede encajarlo, pero que insurrectos y yihadistas hayan convertido esta reliquia de su historia y religión en una arsenal militar es algo que no perdonan. Los sacos de arena se apilan contra los muros, aquí hay un casquillo de bala, allá una pintada en la pared. “Los que han hecho esto no son musulmanes”, murmura indignado Hamil Kenefati, arquitecto en la cuarentena que acude a rezar acompañado por sus dos hijos. Los hombres terminan asimilando la catástrofe y buscan un rincón tranquilo donde extender sus alfombrillas y rezar.
El minarete, de mil años de antigüedad y única estructura original intacta desde su construcción, no ha sobrevivido al siglo XXI. Sin embargo, Maamoun Abdulkarim se muestra optimista dispuesto a levantarlo de nuevo con las piedras originales que yacen apiladas en el suelo. Todavía se pueden ver bombonas de gas atadas a un manojo de cables sobre la sala de rezo listas para explotar.
Las secuelas del conflicto pesan también sobre sus vecinos, los mismos que con orgullo afirman vivir en la ciudad más antigua de Oriente Medio. “Cada piedra tiene una historia para nosotros. Ahora cada piedra es una herida”, dice en Alepo Rania Gazour, de 34 años y campeona nacional de culturismo. Gazour también arrastra sus heridas, con la mano derecha salpicada de puntos, recuerdo de la metralla de un mortero. “Como todo pueblo, teníamos nuestras quejas antes de la guerra, pero hoy, gracias a los armados y terroristas estamos más unidos que nunca a un Gobierno que ha sabido defender a las minorías del país”.
Estas navidades acudió a la misa de Navidad en la iglesia maronita, donde los fieles rezaron de pie entre bancos carbonizados. Lo hicieron a cielo abierto, pisando la techumbre que se precipitó sobre el suelo tras el impacto de una bomba casera.
Natalia Sancha
Alepo, El País
Los mapas turísticos acumulan polvo en la estantería de un hotel sin clientes ni trabajadores. Los viejos folletos destacan como atractivo turístico las joyas de la ciudad vieja, esos rincones a donde llegaba el eco de los muecines llamando a la oración. El problema es que muchos de esos lugares han dejado de existir tras el paso de la guerra. "Más del 25% de la ciudad vieja de Alepo ha quedado totalmente destruida", dice Maamoun Abdulkarim, director general de Antigüedades y Museos en Siria.
Las escasas familias que se aventuran esta semana entre las ruinas del casco antiguo se echan las manos a la cabeza, como si no pudieran aceptar el grado de destrucción que les rodea. Tres cuartos de los 13 kilómetros cuadrados con los que contaba el zoco medieval, considerado el mercado cubierto más extenso del mundo, están calcinados. Uno apenas podía colarse entre las tiendas y el gentío. El olor a pólvora reemplaza hoy el del incienso y de las especias que se mezclaba con el de los famosos jabones de Alepo. Sus puestos han sido saqueados.
Aunque algo de música queda. A las puertas de la ciudadela entornan las caderas un grupo de jóvenes al son del timbal, mientras que un risueño vendedor ambulante distribuye café amargo a los soldados. La fortaleza, que se mantuvo en manos del Ejército sirio, ha sido preservada. Pero desde sus torres las vistas difieren de las de seis años atrás. La estructura del hotel Carlton, datada de finales del siglo XIX, ha desaparecido por completo. Tan solo se divisa un montículo de escombros entre árboles retorcidos. Víctima entre bandos, la vieja Alepo es una sombra de su pasado.
El diagnóstico de Alepo es demoledor. Partida por la mitad desde que comenzara la guerra, esta ciudad con 4.000 años de antigüedad se duele después del asedio. “El 40% está medianamente preservado y poco más del 30% puede ser restaurado”, añade Abdulkarim en Damasco. “La reconstrucción costará miles de millones de euros”.
Volver a rezar en Alepo
Cargados de recuerdos, el goteo de vecinos cruza las puertas de la Mezquita Omeya por primera vez en un lustro. Llegan ansiosos por volver a orar en la joya de su ciudad, del siglo XII, pero acaban yéndose cabizbajos y con los ojos vidriosos. El pueblo entiende que la guerra implica destrucción, puede encajarlo, pero que insurrectos y yihadistas hayan convertido esta reliquia de su historia y religión en una arsenal militar es algo que no perdonan. Los sacos de arena se apilan contra los muros, aquí hay un casquillo de bala, allá una pintada en la pared. “Los que han hecho esto no son musulmanes”, murmura indignado Hamil Kenefati, arquitecto en la cuarentena que acude a rezar acompañado por sus dos hijos. Los hombres terminan asimilando la catástrofe y buscan un rincón tranquilo donde extender sus alfombrillas y rezar.
El minarete, de mil años de antigüedad y única estructura original intacta desde su construcción, no ha sobrevivido al siglo XXI. Sin embargo, Maamoun Abdulkarim se muestra optimista dispuesto a levantarlo de nuevo con las piedras originales que yacen apiladas en el suelo. Todavía se pueden ver bombonas de gas atadas a un manojo de cables sobre la sala de rezo listas para explotar.
Las secuelas del conflicto pesan también sobre sus vecinos, los mismos que con orgullo afirman vivir en la ciudad más antigua de Oriente Medio. “Cada piedra tiene una historia para nosotros. Ahora cada piedra es una herida”, dice en Alepo Rania Gazour, de 34 años y campeona nacional de culturismo. Gazour también arrastra sus heridas, con la mano derecha salpicada de puntos, recuerdo de la metralla de un mortero. “Como todo pueblo, teníamos nuestras quejas antes de la guerra, pero hoy, gracias a los armados y terroristas estamos más unidos que nunca a un Gobierno que ha sabido defender a las minorías del país”.
Estas navidades acudió a la misa de Navidad en la iglesia maronita, donde los fieles rezaron de pie entre bancos carbonizados. Lo hicieron a cielo abierto, pisando la techumbre que se precipitó sobre el suelo tras el impacto de una bomba casera.