El colegio electoral, una institución cuestionada, se prepara para sellar la victoria de Donald Trump
La demócrata Clinton superó al presidente electo en cerca de tres millones de votos populares
Marc Bassets
Washington, El País
Donald Trump debe recibir el lunes la ratificación definitiva de su victoria en las elecciones presidenciales. El colegio electoral, compuesto por 538 compromisarios de los 50 estados y de la capital, Washington, se reunirá para votar oficialmente al próximo presidente de Estados Unidos. Se trata de una institución cuestionada. En las elecciones del 8 de noviembre la candidata demócrata Hillary Clinton sacó casi tres millones de votos más que el republicano Trump, pero perdió en el colegio electoral. En los últimos días han proliferado las iniciativas para cambiar el voto de los compromisarios.
Que la votación del colegio electoral despierte interés mediático y político es insólito. Lo habitual es que sea un formalismo. Pero, como ocurre con todo lo relacionado con Trump, esta vez el formalismo se ha convertido en un evento excepcional.
Por segunda vez en 16 años, el ganador en votos no ha coincidido con el ganador en el colegio electoral. La última vez fue en el año 2000, cuando el demócrata Al Gore saco medio millón de votos más votos que el republicano George W Bush pero Bush consiguió más votos electorales que Gore y fue el presidente.
En las elecciones presidenciales no se elige al presidente por sufragio universal directo sino que los ciudadanos eligen a los compromisarios, o electores, de sus respectivos estados, y estos eligen al presidente. El 8 de noviembre Clinton aventajó en 2,8 millones de votos sobre Trump pero Trump, gracias a su victoria ajustada en algunos estados en disputa, obtuvo 306 votos electorales mientras que Clinton se quedó con 232.
La distorsión entre el voto popular y el voto electoral ha reabierto la discusión sobre un sistema que muchos consideran obsoleto y antidemocrático. Y ha puesto nervioso al presidente electo, que en 2012 dijo que el colegio electoral era “un desastre para la democracia” y que, desde su victoria, no ha dejado de reclamar erróneamente que su victoria había sido arrolladora.
Voto popular o voto electoral
En el colegio electoral, encargado de elegir al presidente de Estados Unidos, cada estado dispone de un número de compromisarios determinado. Este número se corresponde con la suma de los miembros de la Cámara de Representantes por cada estado más lo senadores, que a su vez refleja vagamente refleja el peso demográfico.
California, el estado más poblado, tiene 55 compromisarios. Los menos poblados, como Delaware, Montana o Vermont, tres.
Excepto en los casos de Maine y Nebraska, en el resto el candidato presidencial que gana las elecciones en el estado en cuestión se lleva todos los compromisarios. No importa que un candidato haya ganado con una ventaja de millones de votos, como la demócrata Hillary Clinton en California, o por un puñado de votos, como el republicano Donald Trump en Michigan, Wisconsin o Pensilvania: todos los votos electorales son para el ganador.
En raras ocasiones el voto popular y el voto electoral no coinciden. En 2016, Trump se ha impuesto con holgura en el colegio electoral —ganó por poco en los estados donde necesitaba ganar— aunque perdiese con claridad en la suma total de votos.
No debería haber sorpresas en las votaciones que se celebrarán el lunes en las capitales de los 50 estados y en Washington, aunque han surgido peticiones para que los compromisarios ejerzan el voto con libertad de conciencia. The Washington Post citaba el domingo a una compromisaria republicana de Arizona que recibe 50 cartas al día y tres mil emails para que reconsidere su voto.
No existe una ley federal que impida cambiar el voto a los compromisarios, aunque 30 estados exigen por ley cumplir con el voto comprometido. En la historia de EE UU ha habido, según el recuento de la organización Fair Vote, 173 electores sin fe, el nombre que reciben los que no votan por el candidato de su partido. De estos, 71 cambiaron el voto porque su candidato falleció antes de la elección, y 83 lo hicieron por iniciativa propia. El último, un demócrata anónimo de Minnesota que votó al candidato a la vicepresidencia John Edwards en vez de al candidato a la presidencia, John Kerry.
El carácter atípico del presidente electo Trump, desde sus conflictos de interés hasta su posición favorable a Rusia en el contencioso que enfrenta a este país y a Estados Unidos por la interferencia rusa en las elecciones, es un argumento que usan quienes creen que los electores deberían reconsiderar su voto. Diez electores pidieron sin éxito a los servicios de espionaje una sesión informativa sobre el robo y distribución de correos electrónicos de los demócratas durante la campaña. Una rebelión de un grupo de
El colegio electoral se explica en su origen por el deseo de los padres fundadores de introducir un filtro elitista a la voluntad bruta del pueblo. Alexander Hamilton escribió que en los Papeles federalistas, en 1788, que el colegio electoral garantiza que “el cargo de la presidencia nunca recaiga en un hombre que no esté dotado en un grado eminente de las calificaciones requeridas”. Según Hamilton, “los talentos para la baja intriga y las artes pequeñas de la popularidad” son insuficiente para ser presidente de EE UU. El colegio electoral es, según Hamilton, una protección contra “el deseo de potencias extranjeras para ganar un ascendente impropio en [los] consejos [de EE UU]”. “¿Cómo podrían lograr una mejor gratificación en esto que elevando a una criatura propia a la magistratura principal de la Unión?” La injerencia rusa en favor de Trump reaviva este argumento.
Otra crítica al colegio electoral es su posible origen racista. En sus inicios, sobrerrepresentó a los estados esclavistas del Sur. Estos estados, aunque no consideraban ciudadanos a los negros, sí los contaban a efectos del censo, con lo que contribuían a aumentar su peso demográfico y por tanto político.
Es improbable que haya una sorpresa en las votaciones del lunes. Haría falta que 37 de lectores cambiasen su voto. Si ocurriese, podría provocar una crisis sin precedentes en Estados Unidos. Clinton aceptó la victoria de Trump desde la misma noche electoral. Nadie duda de que, con el sistema aceptado por todos de antemano, Trump es el justo vencedor.
Pero todos los factores citados han convertido el voto en el colegio electoral en algo más que un trámite. Una rebelión de compromisarios, aunque no alterase el resultado final, daría la medida del descontento que ha causado la llegada al poder del magnate neoyorquino, un candidato que en campaña agitó el racismo y que llega a la Casa Blanca sin experiencia política.
El propio Trump, con fama de supersticioso, ha mostrado interés en superar el trámite cuanto antes. Es una de las últimos formalismos burocráticos antes de que el 20 de enero jure el cargo y se convierta en el presidente número 45 de los Estados Unidos de América.
Marc Bassets
Washington, El País
Donald Trump debe recibir el lunes la ratificación definitiva de su victoria en las elecciones presidenciales. El colegio electoral, compuesto por 538 compromisarios de los 50 estados y de la capital, Washington, se reunirá para votar oficialmente al próximo presidente de Estados Unidos. Se trata de una institución cuestionada. En las elecciones del 8 de noviembre la candidata demócrata Hillary Clinton sacó casi tres millones de votos más que el republicano Trump, pero perdió en el colegio electoral. En los últimos días han proliferado las iniciativas para cambiar el voto de los compromisarios.
Que la votación del colegio electoral despierte interés mediático y político es insólito. Lo habitual es que sea un formalismo. Pero, como ocurre con todo lo relacionado con Trump, esta vez el formalismo se ha convertido en un evento excepcional.
Por segunda vez en 16 años, el ganador en votos no ha coincidido con el ganador en el colegio electoral. La última vez fue en el año 2000, cuando el demócrata Al Gore saco medio millón de votos más votos que el republicano George W Bush pero Bush consiguió más votos electorales que Gore y fue el presidente.
En las elecciones presidenciales no se elige al presidente por sufragio universal directo sino que los ciudadanos eligen a los compromisarios, o electores, de sus respectivos estados, y estos eligen al presidente. El 8 de noviembre Clinton aventajó en 2,8 millones de votos sobre Trump pero Trump, gracias a su victoria ajustada en algunos estados en disputa, obtuvo 306 votos electorales mientras que Clinton se quedó con 232.
La distorsión entre el voto popular y el voto electoral ha reabierto la discusión sobre un sistema que muchos consideran obsoleto y antidemocrático. Y ha puesto nervioso al presidente electo, que en 2012 dijo que el colegio electoral era “un desastre para la democracia” y que, desde su victoria, no ha dejado de reclamar erróneamente que su victoria había sido arrolladora.
Voto popular o voto electoral
En el colegio electoral, encargado de elegir al presidente de Estados Unidos, cada estado dispone de un número de compromisarios determinado. Este número se corresponde con la suma de los miembros de la Cámara de Representantes por cada estado más lo senadores, que a su vez refleja vagamente refleja el peso demográfico.
California, el estado más poblado, tiene 55 compromisarios. Los menos poblados, como Delaware, Montana o Vermont, tres.
Excepto en los casos de Maine y Nebraska, en el resto el candidato presidencial que gana las elecciones en el estado en cuestión se lleva todos los compromisarios. No importa que un candidato haya ganado con una ventaja de millones de votos, como la demócrata Hillary Clinton en California, o por un puñado de votos, como el republicano Donald Trump en Michigan, Wisconsin o Pensilvania: todos los votos electorales son para el ganador.
En raras ocasiones el voto popular y el voto electoral no coinciden. En 2016, Trump se ha impuesto con holgura en el colegio electoral —ganó por poco en los estados donde necesitaba ganar— aunque perdiese con claridad en la suma total de votos.
No debería haber sorpresas en las votaciones que se celebrarán el lunes en las capitales de los 50 estados y en Washington, aunque han surgido peticiones para que los compromisarios ejerzan el voto con libertad de conciencia. The Washington Post citaba el domingo a una compromisaria republicana de Arizona que recibe 50 cartas al día y tres mil emails para que reconsidere su voto.
No existe una ley federal que impida cambiar el voto a los compromisarios, aunque 30 estados exigen por ley cumplir con el voto comprometido. En la historia de EE UU ha habido, según el recuento de la organización Fair Vote, 173 electores sin fe, el nombre que reciben los que no votan por el candidato de su partido. De estos, 71 cambiaron el voto porque su candidato falleció antes de la elección, y 83 lo hicieron por iniciativa propia. El último, un demócrata anónimo de Minnesota que votó al candidato a la vicepresidencia John Edwards en vez de al candidato a la presidencia, John Kerry.
El carácter atípico del presidente electo Trump, desde sus conflictos de interés hasta su posición favorable a Rusia en el contencioso que enfrenta a este país y a Estados Unidos por la interferencia rusa en las elecciones, es un argumento que usan quienes creen que los electores deberían reconsiderar su voto. Diez electores pidieron sin éxito a los servicios de espionaje una sesión informativa sobre el robo y distribución de correos electrónicos de los demócratas durante la campaña. Una rebelión de un grupo de
El colegio electoral se explica en su origen por el deseo de los padres fundadores de introducir un filtro elitista a la voluntad bruta del pueblo. Alexander Hamilton escribió que en los Papeles federalistas, en 1788, que el colegio electoral garantiza que “el cargo de la presidencia nunca recaiga en un hombre que no esté dotado en un grado eminente de las calificaciones requeridas”. Según Hamilton, “los talentos para la baja intriga y las artes pequeñas de la popularidad” son insuficiente para ser presidente de EE UU. El colegio electoral es, según Hamilton, una protección contra “el deseo de potencias extranjeras para ganar un ascendente impropio en [los] consejos [de EE UU]”. “¿Cómo podrían lograr una mejor gratificación en esto que elevando a una criatura propia a la magistratura principal de la Unión?” La injerencia rusa en favor de Trump reaviva este argumento.
Otra crítica al colegio electoral es su posible origen racista. En sus inicios, sobrerrepresentó a los estados esclavistas del Sur. Estos estados, aunque no consideraban ciudadanos a los negros, sí los contaban a efectos del censo, con lo que contribuían a aumentar su peso demográfico y por tanto político.
Es improbable que haya una sorpresa en las votaciones del lunes. Haría falta que 37 de lectores cambiasen su voto. Si ocurriese, podría provocar una crisis sin precedentes en Estados Unidos. Clinton aceptó la victoria de Trump desde la misma noche electoral. Nadie duda de que, con el sistema aceptado por todos de antemano, Trump es el justo vencedor.
Pero todos los factores citados han convertido el voto en el colegio electoral en algo más que un trámite. Una rebelión de compromisarios, aunque no alterase el resultado final, daría la medida del descontento que ha causado la llegada al poder del magnate neoyorquino, un candidato que en campaña agitó el racismo y que llega a la Casa Blanca sin experiencia política.
El propio Trump, con fama de supersticioso, ha mostrado interés en superar el trámite cuanto antes. Es una de las últimos formalismos burocráticos antes de que el 20 de enero jure el cargo y se convierta en el presidente número 45 de los Estados Unidos de América.