La campaña demócrata fracasa en la movilización del voto hispano
EEUU, El País
Donald J. Trump lanzó su campaña en junio de 2015 hablando de los inmigrantes indocumentados mexicanos en términos de una xenofobia inimaginable en un candidato presidencial en EE UU, fuera progresista o conservador: los calificó de traficantes de droga, de “violadores”. Dijo él, magnate de la construcción, que completaría un muro de cemento inexpugnable para detener lo que presentaba como la marea criminal que llegaba del sur. Ante un discurso de voltaje tan agresivo contra los mexicanos, inmediatamente se pensó que los latinos, no solo los mexicanos (11% de los habitantes de EE UU) sino los demás hispanos, por solidaridad étnica y cultural, responderían apoyando a la demócrata Hillary Clinton al ver al republicano como enemigo, o al menos como figura hostil.
A medida que avanzaba la campaña, los datos parecían reforzar esa hipótesis. En Estados decisivos y de significativa demografía latina, como Nevada (28% de hispanos) o Florida (24%), se detectó de hecho un aumento de participación latina en la modalidad del voto anticipado, por correo o en persona. Los expertos y los medios americanos empezaron a dibujar la hipótesis del despertar de un gigante dormido, el poder electoral hispano.
Clinton vio en los exabruptos de Trump contra la comunidad latina una veta por explotar. De por sí tendente al voto demócrata, pero más absentista que ninguna otra comunidad (48% de participación en 2012), su influencia podía crecer de forma exponencial si se trabajaba metódicamente en ella. Los voluntarios de Clinton y sus grupos de apoyo satélite, echando mano de las nuevas tecnologías y de la disponibilidad de las bases de datos electorales, rastrearon casa por casa el voto de la minoría más influyente del país, conscientes de que podía aportar la décimas necesarias para tumbar a Trump.
Los cabos que tendían los demócratas a los hispanos se multiplicaban. El presidente Barack Obama daba una entrevista a un famoso locutor de radio hispano. El candidato a vicepresidente Tim Kaine pronunciaba un mitin en español en Arizona. Clinton acudía a un programa de variedades latino y aparecía en un concierto de Jennifer López.
Los sondeos, en mayor o menor medida, ponían a Clinton por delante de Trump a nivel nacional y una de las razones que se vislumbraban como trasunto era ese despunte de la implicación política de los hispanos, 27,3 millones con derecho a voto. Se hablaba de que en las urnas le iban a cobrar al empresario dorado de Nueva York sus faltas de respeto.
¿Y qué hacía Trump? Primero, contar con el enorme potencial de su granero de votos, los electores blancos con menor formación y mayor frustración socioeconómica. Segundo, tratar de rascar votos entre un sector muy particular del electorado latino: los cubanoamericanos de Florida. Fieles a los republicanos desde los tiempos del exilio originario, cuando su apoyo a los conservadores implicaba casi un pacto de sangre con ellos para mantener y reforzar las políticas contra el régimen castrista, todavía conservaban su cuota de poder y Trump llamó a su puerta. Un mes antes de las elecciones empezó a decir que no seguiría la política de deshielo de Obama, que no negociaría con La Habana si La Habana no aceptaba sus condiciones: plenas libertades políticas y religiosas en la isla. Se acercó a la Pequeña Habana de Miami y rindió honores a los veteranos de Bahía de Cochinos, el fracasado desembarco auspiciado por la CIA cuando arraigaba la revolución comunista. Parecía un brindis al pasado sin perspectiva de rédito político. Otro día, en Miami, se fue a su club de golf de lujo y se rodeó de empleados hispanos. Sonriente, se hizo la foto con ellos, luciendo ante las cámaras como el buen patrón de las minorías.
Pero los sondeos, contumaces, seguían marcando el camino de una victoria de Clinton en buena medida fundamentada en el acelerón hispano. La consultora Latino Decisions publicaba este mismo martes una encuesta que pronosticaba que la demócrata se llevaría el voto de un 79% de los latinos, ocho puntos más que Obama en 2012, y que Trump no alcanzaría el 20% de su respaldo, peor que Mitt Romney hace cuatro años.
El candidato republicano se había jugado una carta explosiva, recorría el filo de la navaja racial, y sus rivales crecían por ello incluso entre sus propias filas. Este martes, por ejemplo, publicaba su voto por Clinton una notoria estratega republicana de origen hispano, Ana Navarro. “Voté en contra de Trump”, escribió. “Lo hice sin alegría ni entusiasmo. Lo hice por deber ciudadano y por el amor que siento por este país”. Increpando a la minoría hispana, igual que a los musulmanes, el millonario que aspiraba a presidir Estados Unidos desafiaba uno de los principios sagrados de Estados Unidos: la hospitalidad. En una pared de un barrio artístico de Miami, se parodiaba su desafío a dicho valor fundacional con un grafiti en el que el magnate aproximaba su mirada furiosa a la Estatua de la Libertad.
Jugando con las palabras, se decía que si Trump había prometido un muro, el muro que se toparía sería el del voto hispano, como un cortafuegos contra la intolerancia.
Y entonces llegó la realidad. Que no desdijo de un plumazo todo lo que se había pronosticado sobre el factor latino, pero mostró sus matices internos y su relatividad en el complejo e inabarcable contexto de la demografía electoral estadounidense.
Eduardo Gamarra, experto en análisis del voto hispano de la Florida International University, decía esta noche, cuando iba fraguando la victoria de Trump, que los últimos sondeos de su universidad habían alertado de que el republicano ganaba terreno en Florida, un estado que lo ha catapultado al Despacho Oval, y que los latinos no estaban tan volcados hacia Clinton como habían indicado mediciones anteriores. “Trump tocaba el 35% del voto hispano en Florida, así que los latinos estaban más divididos de lo que parecía”. Gamarra afirma que la movilización hispana creció pero no fue tan unidireccional como se creía, mientras que la masa blanca de corte trumpista cerró filas en torno a él con solidez. “El único voto netamente leal a Clinton fue el afroamericano”, apunta el académico.
La victoria de Trump se abre ahora como una enorme incógnita ante los 56 millones de latinos que habitan Estados Unidos, unos diez de ellos indocumentados. El futuro, dicen las proyecciones demográficas, es latino. Para el año 2060 se calcula que casi un tercio de la población será de origen hispano (120 millones) y que los anglosajones ya no sumarán más ciudadanos que las minorías (hispanos, negros y asiáticos) juntas. Pero para el 2060 faltan 44 años. Y los cuatro próximos, el presidente se llamará Donald Trump.
Donald J. Trump lanzó su campaña en junio de 2015 hablando de los inmigrantes indocumentados mexicanos en términos de una xenofobia inimaginable en un candidato presidencial en EE UU, fuera progresista o conservador: los calificó de traficantes de droga, de “violadores”. Dijo él, magnate de la construcción, que completaría un muro de cemento inexpugnable para detener lo que presentaba como la marea criminal que llegaba del sur. Ante un discurso de voltaje tan agresivo contra los mexicanos, inmediatamente se pensó que los latinos, no solo los mexicanos (11% de los habitantes de EE UU) sino los demás hispanos, por solidaridad étnica y cultural, responderían apoyando a la demócrata Hillary Clinton al ver al republicano como enemigo, o al menos como figura hostil.
A medida que avanzaba la campaña, los datos parecían reforzar esa hipótesis. En Estados decisivos y de significativa demografía latina, como Nevada (28% de hispanos) o Florida (24%), se detectó de hecho un aumento de participación latina en la modalidad del voto anticipado, por correo o en persona. Los expertos y los medios americanos empezaron a dibujar la hipótesis del despertar de un gigante dormido, el poder electoral hispano.
Clinton vio en los exabruptos de Trump contra la comunidad latina una veta por explotar. De por sí tendente al voto demócrata, pero más absentista que ninguna otra comunidad (48% de participación en 2012), su influencia podía crecer de forma exponencial si se trabajaba metódicamente en ella. Los voluntarios de Clinton y sus grupos de apoyo satélite, echando mano de las nuevas tecnologías y de la disponibilidad de las bases de datos electorales, rastrearon casa por casa el voto de la minoría más influyente del país, conscientes de que podía aportar la décimas necesarias para tumbar a Trump.
Los cabos que tendían los demócratas a los hispanos se multiplicaban. El presidente Barack Obama daba una entrevista a un famoso locutor de radio hispano. El candidato a vicepresidente Tim Kaine pronunciaba un mitin en español en Arizona. Clinton acudía a un programa de variedades latino y aparecía en un concierto de Jennifer López.
Los sondeos, en mayor o menor medida, ponían a Clinton por delante de Trump a nivel nacional y una de las razones que se vislumbraban como trasunto era ese despunte de la implicación política de los hispanos, 27,3 millones con derecho a voto. Se hablaba de que en las urnas le iban a cobrar al empresario dorado de Nueva York sus faltas de respeto.
¿Y qué hacía Trump? Primero, contar con el enorme potencial de su granero de votos, los electores blancos con menor formación y mayor frustración socioeconómica. Segundo, tratar de rascar votos entre un sector muy particular del electorado latino: los cubanoamericanos de Florida. Fieles a los republicanos desde los tiempos del exilio originario, cuando su apoyo a los conservadores implicaba casi un pacto de sangre con ellos para mantener y reforzar las políticas contra el régimen castrista, todavía conservaban su cuota de poder y Trump llamó a su puerta. Un mes antes de las elecciones empezó a decir que no seguiría la política de deshielo de Obama, que no negociaría con La Habana si La Habana no aceptaba sus condiciones: plenas libertades políticas y religiosas en la isla. Se acercó a la Pequeña Habana de Miami y rindió honores a los veteranos de Bahía de Cochinos, el fracasado desembarco auspiciado por la CIA cuando arraigaba la revolución comunista. Parecía un brindis al pasado sin perspectiva de rédito político. Otro día, en Miami, se fue a su club de golf de lujo y se rodeó de empleados hispanos. Sonriente, se hizo la foto con ellos, luciendo ante las cámaras como el buen patrón de las minorías.
Pero los sondeos, contumaces, seguían marcando el camino de una victoria de Clinton en buena medida fundamentada en el acelerón hispano. La consultora Latino Decisions publicaba este mismo martes una encuesta que pronosticaba que la demócrata se llevaría el voto de un 79% de los latinos, ocho puntos más que Obama en 2012, y que Trump no alcanzaría el 20% de su respaldo, peor que Mitt Romney hace cuatro años.
El candidato republicano se había jugado una carta explosiva, recorría el filo de la navaja racial, y sus rivales crecían por ello incluso entre sus propias filas. Este martes, por ejemplo, publicaba su voto por Clinton una notoria estratega republicana de origen hispano, Ana Navarro. “Voté en contra de Trump”, escribió. “Lo hice sin alegría ni entusiasmo. Lo hice por deber ciudadano y por el amor que siento por este país”. Increpando a la minoría hispana, igual que a los musulmanes, el millonario que aspiraba a presidir Estados Unidos desafiaba uno de los principios sagrados de Estados Unidos: la hospitalidad. En una pared de un barrio artístico de Miami, se parodiaba su desafío a dicho valor fundacional con un grafiti en el que el magnate aproximaba su mirada furiosa a la Estatua de la Libertad.
Jugando con las palabras, se decía que si Trump había prometido un muro, el muro que se toparía sería el del voto hispano, como un cortafuegos contra la intolerancia.
Y entonces llegó la realidad. Que no desdijo de un plumazo todo lo que se había pronosticado sobre el factor latino, pero mostró sus matices internos y su relatividad en el complejo e inabarcable contexto de la demografía electoral estadounidense.
Eduardo Gamarra, experto en análisis del voto hispano de la Florida International University, decía esta noche, cuando iba fraguando la victoria de Trump, que los últimos sondeos de su universidad habían alertado de que el republicano ganaba terreno en Florida, un estado que lo ha catapultado al Despacho Oval, y que los latinos no estaban tan volcados hacia Clinton como habían indicado mediciones anteriores. “Trump tocaba el 35% del voto hispano en Florida, así que los latinos estaban más divididos de lo que parecía”. Gamarra afirma que la movilización hispana creció pero no fue tan unidireccional como se creía, mientras que la masa blanca de corte trumpista cerró filas en torno a él con solidez. “El único voto netamente leal a Clinton fue el afroamericano”, apunta el académico.
La victoria de Trump se abre ahora como una enorme incógnita ante los 56 millones de latinos que habitan Estados Unidos, unos diez de ellos indocumentados. El futuro, dicen las proyecciones demográficas, es latino. Para el año 2060 se calcula que casi un tercio de la población será de origen hispano (120 millones) y que los anglosajones ya no sumarán más ciudadanos que las minorías (hispanos, negros y asiáticos) juntas. Pero para el 2060 faltan 44 años. Y los cuatro próximos, el presidente se llamará Donald Trump.