El pueblo al que teme el propio Estado
En la aldea de Turícuaro (Michoacán) reina la impunidad: los normalistas y comuneros mantienen secuestrados a decenas y decenas de camiones y autobuses. Y el Gobierno mira hacia otro lado
Jan Martínez Ahrens
México, El País
Que en parte de México el Estado es una ficción se puede explicar de muchas maneras. Una de ellas es tomar un coche y visitar la aparentemente idílica aldea de Turícuaro (3.000 habitantes), en el corazón del volcánico estado de Michoacán. Pueblo indígena, regido por usos y costumbres ancestrales, este enclave de carreteras sinuosas y espléndidos oyameles, vive fuera de la ley. O mejor dicho, sin importarle la ley. Desde hace cuatro meses, exhibe en sus calles, plazas y explanadas el cuerpo de un delito flagrante. Son decenas y decenas de autobuses, camiones, trailers y furgonetas secuestrados por los estudiantes normalistas en su pulso contra la reforma educativa. Todo un botín de guerra ante el que las autoridades miran hacia otro lado.
Nadie puede acercarse a los vehículos, nadie puede sacarlos. Da igual que sus empresas los reclamen o que sus conductores languidezcan durante meses junto a ellos. Si alguien intenta llevárselos, la amenaza es la hoguera. “De aquí no se mueven hasta que el Estado represor no se siente a negociar”, brama con desconfianza el líder de la patrulla comunal que vigila los transportes.
El somatén la forman unas 15 comuneros y vecinos. Hay de todo. Desde adolescentes de pelo desgreñado hasta ancianos con la vida diluida en el rostro. Miran con desconfianza al periodista y más aún al fotógrafo, a quien han rodeado mientras tomaba imágenes de los transportes. No les gustan las visitas.
El pueblo al que teme el propio Estado
“Estamos en lucha, los normalistas no están solos, su causa es la nuestra. Sólo si el Gobierno se sienta a negociar, liberaremos los vehículos, pero, atención, ya no confiamos en nadie”, zanja el comunero-jefe. A su espalda, una larga fila de transportes recorta el horizonte. Algunos tienen los cristales rotos, otros están hundidos en el barro. En su día llevaban cemento, gasolina, frutas, coca-cola, paquetería, pasajeros… Ahora están varados en tierra hostil. “Y vendrá más si no cumplen lo que pedimos”, grita uno de los vigilantes.
Su amenaza no es menor. La toma ilegal de vehículos es una realidad sangrante en México. Sólo entre octubre de 2014 y julio de 2016 fueron secuestrados 2.414 autobuses. Las pérdidas y daños rondaron los 30 millones de dólares. “Hacen lo que quieren y nadie los frena, las instituciones callan y ceden; es un escándalo”, dice un portavoz estatal de los transportistas.
La práctica, repetida en gran parte del país, se ha agravado desde junio en Michoacán, donde se registra la mayor concentración de escuelas normalistas. El objetivo de la escalada es que el Gobierno central dé marcha atrás a uno de los principales postulados de la reforma educativa: aquel que acaba con la entrega automática de plazas a los normalistas e impone el concurso público.
En su pulso, los colectivos radicales han desbordado al gobernador Silvano Aureoles, del PRD. Temeroso de un estallido social, la policía ha evitado la colisión y los desmanes se han sucedido por el territorio. Más de 200 vehículos han llegado a estar en manos de los belicosos estudiantes de magisterio. Las tomas de casetas en autopistas, la quema de camiones e incluso el corte de vías férreas se han extendido como una mancha de aceite. “Estamos agotando la fase de diálogo, pero el problema de fondo depende del Gobierno federal. Lo que piden los normalistas, la plaza automática, no es competencia nuestra”, se defiende el secretario de Gobernación de Michoacán, Adrián López Solís.
El pueblo al que teme el propio Estado
La tensión llegó a su extremo el pasado viernes, cuando después de otra eclosión de violencia por la detención de un grupo de normalistas, los empresarios decidieron suspender las líneas de autobús para salvaguardar la seguridad de pasajeros y trabajadores. La medida tuvo impacto nacional. Pero duró poco. El sábado, los empresarios, evitando males mayores a los usuarios, reanudaron el servicio. El gobernador les ofreció protección policial. Pero de poco sirvió. Al día siguiente, se repitieron las escenas de tomas de casetas y quema de camiones. Y el lunes, la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), el poderoso sindicato que lidera la lucha contra la reforma educativa, anunció que se sumaba al secuestro de autobuses para exigir la liberación de los ocho normalistas que aún permanecían detenidos. Esa misma noche fueron liberados. La fianza no superó los 1.000 pesos (50 dólares). “Así funcionan las cosas aquí”, señala un portavoz de los transportistas.
En todo este tiempo, ninguna autoridad ha acudido a Turícuaro. Ni se ha enviado a la policía a retirar los vehículos. El temor a un derramamiento de sangre, como admiten las autoridades estatales, les frena. “Sería una victoria pírrica”, afirma el secretario de Gobernación. Bajo esta premisa, el santuario normalista, como tantas otras cosas en Michoacán, permanece impune.
Israel, Miguel Ángel, Gabriel y Martín lo saben bien. Llevan cuatro meses atrapados ahí. Son conductores y no se separan de su vehículo. Hacerlo podría suponer perder su trabajo. Y huir acarrearía algo mucho peor. “Nos balacearían y luego quemarían los camiones”, explica Gabriel.
Encerrados en esa trampa kafkiana, los cuatro, junto a otra decena de chóferes, han decidido aguantar lo que haga falta. “Yo espero que en dos meses podamos salir”, aventura Miguel Ángel. Ante sus palabras, sus compañeros sacuden la cabeza. No lo creen. Han visto pasar el tiempo y se sienten abandonados. Primero les quitaron los vehículos, luego su mercancía.
“Mire, nos tienen secuestrados, saben que no podemos abandonar el vehículo, porque nuestros jefes nos podrían despedir e incluso acusar de complicidad. Y además, que nadie se engañe, van robando el material que transportamos. Aquí no hay ideales, hay negocio”, sentencia Israel. Tiene dos hijas pequeñas y una esposa en Morelia. Echa de menos la ciudad. Desde el 5 de julio, duerme y vive en su Kenworth de doble remolque. Una bestia capaz de cargar 54 toneladas de cemento. Sabe que cualquier día desaparecerán. Se le ve cansado. Cada mañana, al levantarse, se encamina a un pozo a lavarse. Dice que pasa frío y que muchos lugareños le muestran rechazo. “Hay quienes ni nos quieren vender comida, prefieren que nos marchemos para hacerse sin problema con la carga”.
No todos los vecinos son así. Algunos se compadecen de los chóferes. Pero no se atreven a decir nada en voz alta. “Tengan cuidado ustedes también, no les vayan a quemar el coche”, dice a escondidas una mujer indígena. Luce un vestido de flores y un collar metálico que brilla como un sol. Parece que quiere hablar, pero cuando advierte que la patrulla vecinal se acerca, desaparece. Los chóferes también bajan la voz. A su paso, todos callan y bajan la cabeza. El Estado también.
Jan Martínez Ahrens
México, El País
Que en parte de México el Estado es una ficción se puede explicar de muchas maneras. Una de ellas es tomar un coche y visitar la aparentemente idílica aldea de Turícuaro (3.000 habitantes), en el corazón del volcánico estado de Michoacán. Pueblo indígena, regido por usos y costumbres ancestrales, este enclave de carreteras sinuosas y espléndidos oyameles, vive fuera de la ley. O mejor dicho, sin importarle la ley. Desde hace cuatro meses, exhibe en sus calles, plazas y explanadas el cuerpo de un delito flagrante. Son decenas y decenas de autobuses, camiones, trailers y furgonetas secuestrados por los estudiantes normalistas en su pulso contra la reforma educativa. Todo un botín de guerra ante el que las autoridades miran hacia otro lado.
Nadie puede acercarse a los vehículos, nadie puede sacarlos. Da igual que sus empresas los reclamen o que sus conductores languidezcan durante meses junto a ellos. Si alguien intenta llevárselos, la amenaza es la hoguera. “De aquí no se mueven hasta que el Estado represor no se siente a negociar”, brama con desconfianza el líder de la patrulla comunal que vigila los transportes.
El somatén la forman unas 15 comuneros y vecinos. Hay de todo. Desde adolescentes de pelo desgreñado hasta ancianos con la vida diluida en el rostro. Miran con desconfianza al periodista y más aún al fotógrafo, a quien han rodeado mientras tomaba imágenes de los transportes. No les gustan las visitas.
El pueblo al que teme el propio Estado
“Estamos en lucha, los normalistas no están solos, su causa es la nuestra. Sólo si el Gobierno se sienta a negociar, liberaremos los vehículos, pero, atención, ya no confiamos en nadie”, zanja el comunero-jefe. A su espalda, una larga fila de transportes recorta el horizonte. Algunos tienen los cristales rotos, otros están hundidos en el barro. En su día llevaban cemento, gasolina, frutas, coca-cola, paquetería, pasajeros… Ahora están varados en tierra hostil. “Y vendrá más si no cumplen lo que pedimos”, grita uno de los vigilantes.
Su amenaza no es menor. La toma ilegal de vehículos es una realidad sangrante en México. Sólo entre octubre de 2014 y julio de 2016 fueron secuestrados 2.414 autobuses. Las pérdidas y daños rondaron los 30 millones de dólares. “Hacen lo que quieren y nadie los frena, las instituciones callan y ceden; es un escándalo”, dice un portavoz estatal de los transportistas.
La práctica, repetida en gran parte del país, se ha agravado desde junio en Michoacán, donde se registra la mayor concentración de escuelas normalistas. El objetivo de la escalada es que el Gobierno central dé marcha atrás a uno de los principales postulados de la reforma educativa: aquel que acaba con la entrega automática de plazas a los normalistas e impone el concurso público.
En su pulso, los colectivos radicales han desbordado al gobernador Silvano Aureoles, del PRD. Temeroso de un estallido social, la policía ha evitado la colisión y los desmanes se han sucedido por el territorio. Más de 200 vehículos han llegado a estar en manos de los belicosos estudiantes de magisterio. Las tomas de casetas en autopistas, la quema de camiones e incluso el corte de vías férreas se han extendido como una mancha de aceite. “Estamos agotando la fase de diálogo, pero el problema de fondo depende del Gobierno federal. Lo que piden los normalistas, la plaza automática, no es competencia nuestra”, se defiende el secretario de Gobernación de Michoacán, Adrián López Solís.
El pueblo al que teme el propio Estado
La tensión llegó a su extremo el pasado viernes, cuando después de otra eclosión de violencia por la detención de un grupo de normalistas, los empresarios decidieron suspender las líneas de autobús para salvaguardar la seguridad de pasajeros y trabajadores. La medida tuvo impacto nacional. Pero duró poco. El sábado, los empresarios, evitando males mayores a los usuarios, reanudaron el servicio. El gobernador les ofreció protección policial. Pero de poco sirvió. Al día siguiente, se repitieron las escenas de tomas de casetas y quema de camiones. Y el lunes, la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), el poderoso sindicato que lidera la lucha contra la reforma educativa, anunció que se sumaba al secuestro de autobuses para exigir la liberación de los ocho normalistas que aún permanecían detenidos. Esa misma noche fueron liberados. La fianza no superó los 1.000 pesos (50 dólares). “Así funcionan las cosas aquí”, señala un portavoz de los transportistas.
En todo este tiempo, ninguna autoridad ha acudido a Turícuaro. Ni se ha enviado a la policía a retirar los vehículos. El temor a un derramamiento de sangre, como admiten las autoridades estatales, les frena. “Sería una victoria pírrica”, afirma el secretario de Gobernación. Bajo esta premisa, el santuario normalista, como tantas otras cosas en Michoacán, permanece impune.
Israel, Miguel Ángel, Gabriel y Martín lo saben bien. Llevan cuatro meses atrapados ahí. Son conductores y no se separan de su vehículo. Hacerlo podría suponer perder su trabajo. Y huir acarrearía algo mucho peor. “Nos balacearían y luego quemarían los camiones”, explica Gabriel.
Encerrados en esa trampa kafkiana, los cuatro, junto a otra decena de chóferes, han decidido aguantar lo que haga falta. “Yo espero que en dos meses podamos salir”, aventura Miguel Ángel. Ante sus palabras, sus compañeros sacuden la cabeza. No lo creen. Han visto pasar el tiempo y se sienten abandonados. Primero les quitaron los vehículos, luego su mercancía.
“Mire, nos tienen secuestrados, saben que no podemos abandonar el vehículo, porque nuestros jefes nos podrían despedir e incluso acusar de complicidad. Y además, que nadie se engañe, van robando el material que transportamos. Aquí no hay ideales, hay negocio”, sentencia Israel. Tiene dos hijas pequeñas y una esposa en Morelia. Echa de menos la ciudad. Desde el 5 de julio, duerme y vive en su Kenworth de doble remolque. Una bestia capaz de cargar 54 toneladas de cemento. Sabe que cualquier día desaparecerán. Se le ve cansado. Cada mañana, al levantarse, se encamina a un pozo a lavarse. Dice que pasa frío y que muchos lugareños le muestran rechazo. “Hay quienes ni nos quieren vender comida, prefieren que nos marchemos para hacerse sin problema con la carga”.
No todos los vecinos son así. Algunos se compadecen de los chóferes. Pero no se atreven a decir nada en voz alta. “Tengan cuidado ustedes también, no les vayan a quemar el coche”, dice a escondidas una mujer indígena. Luce un vestido de flores y un collar metálico que brilla como un sol. Parece que quiere hablar, pero cuando advierte que la patrulla vecinal se acerca, desaparece. Los chóferes también bajan la voz. A su paso, todos callan y bajan la cabeza. El Estado también.