Bajo la sombra del Che
Un libro póstumo de Canek Sánchez Guevara, nieto del revolucionario, relata el hastío y opresión de La Habana
Jan Martínez Ahrens
México, El País
A la historia le entretienen las simetrías. El escritor, fotógrafo y ensayista Canek Sánchez Guevara (La Habana 1974 -México, 2015) no pudo escapar a la suya. Fue el nieto mayor del Che Guevara, el mito absoluto del siglo XX revolucionario. Y como tal acabó siendo el portador de un estigma. El de una sombra legendaria que le marcaba los pasos y le indicaba cómo comportarse. Un destino del que Canek, como recuerdan sus familiares y amigos, supo zafarse. Abominó de Castro, rechazó el comunismo y repudió la violencia. Su refugio fueron las letras. En su corta e intensa vida creó una obra casi secreta que ahora, con la publicación póstuma de su deslumbrante novela 33 revoluciones, escapa del olvido.
Canek no tropezó con su sombra hasta los 12 años, en La Habana. Antes había vivido alejado de ella en Milán, Barcelona y la Ciudad de México. Era el primogénito de Hilda, la hija mayor del Che, y Alberto Sánchez, un revolucionario mexicano que había secuestrado un Boeing 727 en Monterrey y aterrizado en Cuba. En este ambiente familiar, itinerante y comprometido, sus primeras luces fueron rojas, intensamente rojas. “Crecí entre salas de redacción y manifestaciones de tres días; entre interminables discusiones sobre el sujeto y objeto de la revolución. Bandera roja y La internacional fueron las canciones que aprendí de niño”, diría años después, al reconstruir aquel tiempo germinal en que su abuelo no existía. “En casa no se hablaba del Che, ni siquiera teníamos retratos suyos, debíamos de ser los únicos”, bromea su padre.
En el verano de 1986, Canek volvió a su ciudad natal, La Habana. Él mismo describió el estallido. “Fue un choque tremendo. De ser la revolución una utopía y una conversación, se convirtió para mí en una realidad absoluta. Entendámonos, yo no entendía un carajo de la revolución, pero intuía que era el núcleo de nuestra vida. De hecho, mi relación familiar con Ernesto Guevara nació en Cuba, donde irremediablemente fui bautizado como el nieto del Che”. El régimen cubano pronto le saturó. Él no era un joven más. Era un símbolo. Todo aquello que hiciese se constituía en ejemplo. O en error y desviación. Sus greñas, el rock, la pulsión por los márgenes horrorizaban al castrismo. “El nieto del Che no podía frecuentar tales compañías; que no me juntara con el pueblo, que no me contaminara con ellos”.
El entorno aceleró su maduración. Empujado por su talento artístico, se inició en la composición musical, la fotografía y la poesía. Su mundo era ecléctico: de Trotski al house, de Schopenhauer al dadaísmo. Cuba y su mitomanía revolucionaria se le quedaron pequeñas. No tardó en escapar de la prisión intelectual del castrismo.
En 1995 murió su madre. Quedarse en Cuba ya no tenía sentido. México, la tierra paterna, le acogió al año siguiente. “Salí con el corazón hecho mierda y las ideas más revueltas que cuando llegué. Me hice en Cuba, la amé y la odié como solo se puede amar y odiar algo valioso, algo que es fundamental para uno”. A diferencia de tantos otros exiliados, evitó quedar mentalmente atrapado en el pasado, náufrago en una isla imaginaria. La música y la escritura ocuparon su tiempo. Primero en Oaxaca, luego en el laberinto de laberintos: la Ciudad de México. Entre esas ciudades y Barcelona talló su propia figura. Sin desdeñar a su abuelo materno, pero guardando la distancia. “Íntimamente le quería mucho; admiraba su honestidad”, recuerda su padre. “No le gustaba decir que era su nieto, lo evitaba. Una vez, en el estreno de Che, de Steven Soderbergh, se le acercó una chica y le dijo que se parecía a Benicio del Toro. Él calló”, cuenta su amigo, el escritor y periodista Diego Enrique Osorno.
Del Che le atraía su época joven, de médico y aventurero, no el guerrillero ni el funcionario comunista. Bajo esa estela, él jugó a la simetría. Si su abuelo había relatado en unos diarios su recorrido iniciático por América del sur en motocicleta, él apostó por unos Diarios sin motocicleta. “El Che salió en busca de las causas comunes, Canek partió en pos de las diferencias”, resume Osorno.
Escritor compulsivo, su carácter libertario fue el nervio central de su biografía. Sin trabajo fijo, sin posesiones, austero y anarquista, sus valores nunca abandonaron del todo la infancia, ese tiempo de viajes y discusión permanente. “Era muy tranquilo y lúcido, sabía escuchar y absorber todo lo que había a su alrededor, pero sus convicciones eran muy firmes; las expresaba con claridad”, rememora la filóloga y amiga Ely Treviño.
Las columnas en periódicos, las traducciones, los trabajos esporádicos le permitieron salir adelante. Pero jamás alcanzó la fama. Su propia dispersión le mantuvo alejado de los circuitos tradicionales. Desconocido en el mundo académico, su gran obra, 33 revoluciones, nunca fue publicada en vida. Solo ahora, de la mano de la editorial Alfaguara, sale a la luz.
El libro, fruto de 10 años de trabajo continuo, es un destilado de su vida en Cuba. Y, por lo tanto, una dentellada en el esternón del régimen. Bajo el telón de fondo de la crisis de los balseros. Sánchez Guevara traza un aguafuerte del hastío y la opresión. Un universo que gira sobre sí mismo como un disco rayado en el que todo ocurre menos lo que más se espera: la libertad. En esa cárcel perfecta, la vida se despide a cada página, pero nunca acaba de irse. La fuga, la huida es el verdadero adiós.
Rítmica, visual y altamente depurada, 33 revoluciones ejerce la crítica social y posee un indudable filo político. Pero sus páginas trascienden los umbrales de la ideología. Al final, como toda literatura, es un viaje. En este caso al corazón de quienes se juegan la vida por huir de la muerte en vida. Puede sorprender. Incluso enamorar. Pero sobre todo descubre a un autor que corría el riesgo de perderse en el olvido y del que aún quedan miles y miles de páginas por rescatar. Canek Sánchez Guevara murió el 21 enero de 2015, tras una intervención cardiaca. Su fin fue prematuro, como el de su madre y el de su abuelo, todos fallecidos antes de entrar en la cuarentena. En vida nunca pudo (y quizá no quiso) escapar a la sombra del Che. Pero tampoco se dejó vencer por ella. Su obra fue su lucha. Esa fue su simetría.
Jan Martínez Ahrens
México, El País
A la historia le entretienen las simetrías. El escritor, fotógrafo y ensayista Canek Sánchez Guevara (La Habana 1974 -México, 2015) no pudo escapar a la suya. Fue el nieto mayor del Che Guevara, el mito absoluto del siglo XX revolucionario. Y como tal acabó siendo el portador de un estigma. El de una sombra legendaria que le marcaba los pasos y le indicaba cómo comportarse. Un destino del que Canek, como recuerdan sus familiares y amigos, supo zafarse. Abominó de Castro, rechazó el comunismo y repudió la violencia. Su refugio fueron las letras. En su corta e intensa vida creó una obra casi secreta que ahora, con la publicación póstuma de su deslumbrante novela 33 revoluciones, escapa del olvido.
Canek no tropezó con su sombra hasta los 12 años, en La Habana. Antes había vivido alejado de ella en Milán, Barcelona y la Ciudad de México. Era el primogénito de Hilda, la hija mayor del Che, y Alberto Sánchez, un revolucionario mexicano que había secuestrado un Boeing 727 en Monterrey y aterrizado en Cuba. En este ambiente familiar, itinerante y comprometido, sus primeras luces fueron rojas, intensamente rojas. “Crecí entre salas de redacción y manifestaciones de tres días; entre interminables discusiones sobre el sujeto y objeto de la revolución. Bandera roja y La internacional fueron las canciones que aprendí de niño”, diría años después, al reconstruir aquel tiempo germinal en que su abuelo no existía. “En casa no se hablaba del Che, ni siquiera teníamos retratos suyos, debíamos de ser los únicos”, bromea su padre.
En el verano de 1986, Canek volvió a su ciudad natal, La Habana. Él mismo describió el estallido. “Fue un choque tremendo. De ser la revolución una utopía y una conversación, se convirtió para mí en una realidad absoluta. Entendámonos, yo no entendía un carajo de la revolución, pero intuía que era el núcleo de nuestra vida. De hecho, mi relación familiar con Ernesto Guevara nació en Cuba, donde irremediablemente fui bautizado como el nieto del Che”. El régimen cubano pronto le saturó. Él no era un joven más. Era un símbolo. Todo aquello que hiciese se constituía en ejemplo. O en error y desviación. Sus greñas, el rock, la pulsión por los márgenes horrorizaban al castrismo. “El nieto del Che no podía frecuentar tales compañías; que no me juntara con el pueblo, que no me contaminara con ellos”.
El entorno aceleró su maduración. Empujado por su talento artístico, se inició en la composición musical, la fotografía y la poesía. Su mundo era ecléctico: de Trotski al house, de Schopenhauer al dadaísmo. Cuba y su mitomanía revolucionaria se le quedaron pequeñas. No tardó en escapar de la prisión intelectual del castrismo.
En 1995 murió su madre. Quedarse en Cuba ya no tenía sentido. México, la tierra paterna, le acogió al año siguiente. “Salí con el corazón hecho mierda y las ideas más revueltas que cuando llegué. Me hice en Cuba, la amé y la odié como solo se puede amar y odiar algo valioso, algo que es fundamental para uno”. A diferencia de tantos otros exiliados, evitó quedar mentalmente atrapado en el pasado, náufrago en una isla imaginaria. La música y la escritura ocuparon su tiempo. Primero en Oaxaca, luego en el laberinto de laberintos: la Ciudad de México. Entre esas ciudades y Barcelona talló su propia figura. Sin desdeñar a su abuelo materno, pero guardando la distancia. “Íntimamente le quería mucho; admiraba su honestidad”, recuerda su padre. “No le gustaba decir que era su nieto, lo evitaba. Una vez, en el estreno de Che, de Steven Soderbergh, se le acercó una chica y le dijo que se parecía a Benicio del Toro. Él calló”, cuenta su amigo, el escritor y periodista Diego Enrique Osorno.
Del Che le atraía su época joven, de médico y aventurero, no el guerrillero ni el funcionario comunista. Bajo esa estela, él jugó a la simetría. Si su abuelo había relatado en unos diarios su recorrido iniciático por América del sur en motocicleta, él apostó por unos Diarios sin motocicleta. “El Che salió en busca de las causas comunes, Canek partió en pos de las diferencias”, resume Osorno.
Escritor compulsivo, su carácter libertario fue el nervio central de su biografía. Sin trabajo fijo, sin posesiones, austero y anarquista, sus valores nunca abandonaron del todo la infancia, ese tiempo de viajes y discusión permanente. “Era muy tranquilo y lúcido, sabía escuchar y absorber todo lo que había a su alrededor, pero sus convicciones eran muy firmes; las expresaba con claridad”, rememora la filóloga y amiga Ely Treviño.
Las columnas en periódicos, las traducciones, los trabajos esporádicos le permitieron salir adelante. Pero jamás alcanzó la fama. Su propia dispersión le mantuvo alejado de los circuitos tradicionales. Desconocido en el mundo académico, su gran obra, 33 revoluciones, nunca fue publicada en vida. Solo ahora, de la mano de la editorial Alfaguara, sale a la luz.
El libro, fruto de 10 años de trabajo continuo, es un destilado de su vida en Cuba. Y, por lo tanto, una dentellada en el esternón del régimen. Bajo el telón de fondo de la crisis de los balseros. Sánchez Guevara traza un aguafuerte del hastío y la opresión. Un universo que gira sobre sí mismo como un disco rayado en el que todo ocurre menos lo que más se espera: la libertad. En esa cárcel perfecta, la vida se despide a cada página, pero nunca acaba de irse. La fuga, la huida es el verdadero adiós.
Rítmica, visual y altamente depurada, 33 revoluciones ejerce la crítica social y posee un indudable filo político. Pero sus páginas trascienden los umbrales de la ideología. Al final, como toda literatura, es un viaje. En este caso al corazón de quienes se juegan la vida por huir de la muerte en vida. Puede sorprender. Incluso enamorar. Pero sobre todo descubre a un autor que corría el riesgo de perderse en el olvido y del que aún quedan miles y miles de páginas por rescatar. Canek Sánchez Guevara murió el 21 enero de 2015, tras una intervención cardiaca. Su fin fue prematuro, como el de su madre y el de su abuelo, todos fallecidos antes de entrar en la cuarentena. En vida nunca pudo (y quizá no quiso) escapar a la sombra del Che. Pero tampoco se dejó vencer por ella. Su obra fue su lucha. Esa fue su simetría.