Getulio, Joao y Lula, la trilogía bendita de los pobres del Brasil
Brasil, EFE
Los Brasileños son un pueblo alegre, lleno de esa vitalidad especial que brinda el mestizaje. El carnaval, la samba y el fútbol vistoso que practican son producto de esa mezcla plena de espíritu jovial.
Esa actitud festiva se prolonga a la política cuando denominan a sus líderes verdaderos con apelativos cariñosos, a Getúlio el “Padre de los Pobres” le llamaron GêGê; a Joao Goulart, el presidente progresista derrocado por órdenes de la embajada americana, lo conocían como Jango y a Luiz Inacio Da Silva, lo aclaman como Lula.
Ese afecto popular es el producto de un aspecto de la personalidad de cada uno de estos líderes que les es común, su indeclinable posición en defensa de los pobres. En contrapartida, este comportamiento vertical les ha premiado con el odio fanático de los sectores poderosos de Brasil.
GêGê, se suicidó el 24 de agosto de 1954, disparándose al corazón, al no soportar las presiones y falsas acusaciones que realizaron sus enemigos. Jango murió en 1976 en la provincia argentina de Corrientes, donde vivía exiliado; su familia y muchos sectores populares sospechan que fue envenenado. Lula, el tercero de esta historia, afortunadamente no ha muerto, pero muchos quisieran verlo ya enterrado.
Por eso, no ha sido sorpresivo que casi de inmediato, luego del golpe que derrocó a la Presidenta Dilma, la piara mediática y la jauría judicial enfilasen contra Lula, recuperado del cáncer en la garganta que le fue detectado y curado en el 2014.
En Curitiba, la capital de Paraná, el fiscal de la operación Lava Jato y predicador evangélico Deltan Dallagnol, calificó a Lula de “comandante máximo” de un esquema de corrupción en el que involucró a la esposa del líder, Marisa Leticia y a un amigo Paulo Okamoto, presidente del Instituto Lula, fundación para la formación de líderes obreros.
Hubo un pequeño detalle que obvió el fiscal, no presentó una sola prueba y acotó que las acusaciones respondían a “datos e indicios”, sin mostrar uno solo. En realidad, no era preciso mostrar evidencia alguna, ya estaba preparado el sainete, el fiscal acusaba sin pruebas y el Juez Sérgio Moro, imputaba.
En el acto judicial, el juez Moro trató de minimizar los errores cometidos por el fiscal Dallagnol, matizando que pese a no presentar pruebas suficientes “en esta fase del proceso no es necesario un examen exhaustivo de las pruebas, algo que solo es viable tras la instrucción y, especialmente, el ejercicio de la defensa”. Esta explicación del juez es resultado del escándalo generado por la deficiente acusación del fiscal.
Detrás de este proceso se puede apreciar el ferviente deseo de negar a Lula la posibilidad de presentarse como candidato a la presidencia de Brasil en 2018. Sí el juez Moro mantiene la acusación, como pareciera que ocurrirá, pese a la ausencia de delito y de pruebas, Lula tendría que recurrir a una segunda instancia, el Tribunal Superior de Justicia.
Si en ella, le encontrasen culpable, automáticamente Lula quedaría imposibilitado para optar por algún cargo público. En Brasil, muchos estiman que este es el real motivo de una denuncia armada tan pobremente: es una acusación política más que cualquier otra cosa.
Pareciera que un párrafo de la carta testamento, escrita en 1954, por Getúlio Vargas, es fiel descriptora de esta coyuntura que se centra en el pérfido complot judicial contra Lula.
“Más de una vez las fuerzas y los intereses contra el pueblo se coordinaron y se desencadenaron sobre mí. No me acusan, me insultan; no me combaten, difaman de mí; y no me dan el derecho a defenderme. Necesitan apagar mi voz e impedir mi acción, para que no continúe defendiendo, como siempre defendí, al pueblo y principalmente a los humildes. Sigo lo que el destino me ha impuesto. Después de décadas de dominio y privación de los grupos económicos y financieros internacionales, me hicieron jefe de una revolución que gané. Comencé el trabajo de liberación e instauré el régimen de libertad social”
Los Brasileños son un pueblo alegre, lleno de esa vitalidad especial que brinda el mestizaje. El carnaval, la samba y el fútbol vistoso que practican son producto de esa mezcla plena de espíritu jovial.
Esa actitud festiva se prolonga a la política cuando denominan a sus líderes verdaderos con apelativos cariñosos, a Getúlio el “Padre de los Pobres” le llamaron GêGê; a Joao Goulart, el presidente progresista derrocado por órdenes de la embajada americana, lo conocían como Jango y a Luiz Inacio Da Silva, lo aclaman como Lula.
Ese afecto popular es el producto de un aspecto de la personalidad de cada uno de estos líderes que les es común, su indeclinable posición en defensa de los pobres. En contrapartida, este comportamiento vertical les ha premiado con el odio fanático de los sectores poderosos de Brasil.
GêGê, se suicidó el 24 de agosto de 1954, disparándose al corazón, al no soportar las presiones y falsas acusaciones que realizaron sus enemigos. Jango murió en 1976 en la provincia argentina de Corrientes, donde vivía exiliado; su familia y muchos sectores populares sospechan que fue envenenado. Lula, el tercero de esta historia, afortunadamente no ha muerto, pero muchos quisieran verlo ya enterrado.
Por eso, no ha sido sorpresivo que casi de inmediato, luego del golpe que derrocó a la Presidenta Dilma, la piara mediática y la jauría judicial enfilasen contra Lula, recuperado del cáncer en la garganta que le fue detectado y curado en el 2014.
En Curitiba, la capital de Paraná, el fiscal de la operación Lava Jato y predicador evangélico Deltan Dallagnol, calificó a Lula de “comandante máximo” de un esquema de corrupción en el que involucró a la esposa del líder, Marisa Leticia y a un amigo Paulo Okamoto, presidente del Instituto Lula, fundación para la formación de líderes obreros.
Hubo un pequeño detalle que obvió el fiscal, no presentó una sola prueba y acotó que las acusaciones respondían a “datos e indicios”, sin mostrar uno solo. En realidad, no era preciso mostrar evidencia alguna, ya estaba preparado el sainete, el fiscal acusaba sin pruebas y el Juez Sérgio Moro, imputaba.
En el acto judicial, el juez Moro trató de minimizar los errores cometidos por el fiscal Dallagnol, matizando que pese a no presentar pruebas suficientes “en esta fase del proceso no es necesario un examen exhaustivo de las pruebas, algo que solo es viable tras la instrucción y, especialmente, el ejercicio de la defensa”. Esta explicación del juez es resultado del escándalo generado por la deficiente acusación del fiscal.
Detrás de este proceso se puede apreciar el ferviente deseo de negar a Lula la posibilidad de presentarse como candidato a la presidencia de Brasil en 2018. Sí el juez Moro mantiene la acusación, como pareciera que ocurrirá, pese a la ausencia de delito y de pruebas, Lula tendría que recurrir a una segunda instancia, el Tribunal Superior de Justicia.
Si en ella, le encontrasen culpable, automáticamente Lula quedaría imposibilitado para optar por algún cargo público. En Brasil, muchos estiman que este es el real motivo de una denuncia armada tan pobremente: es una acusación política más que cualquier otra cosa.
Pareciera que un párrafo de la carta testamento, escrita en 1954, por Getúlio Vargas, es fiel descriptora de esta coyuntura que se centra en el pérfido complot judicial contra Lula.
“Más de una vez las fuerzas y los intereses contra el pueblo se coordinaron y se desencadenaron sobre mí. No me acusan, me insultan; no me combaten, difaman de mí; y no me dan el derecho a defenderme. Necesitan apagar mi voz e impedir mi acción, para que no continúe defendiendo, como siempre defendí, al pueblo y principalmente a los humildes. Sigo lo que el destino me ha impuesto. Después de décadas de dominio y privación de los grupos económicos y financieros internacionales, me hicieron jefe de una revolución que gané. Comencé el trabajo de liberación e instauré el régimen de libertad social”