Irak se encamina hacia un Estado fallido y fracturado tras la guerra
El ISIS saca partido de los errores de Bush y Blair que desataron la violencia sectaria
Juan Carlos Sanz
Jerusalén, El País
Los kurdos del norte de Irak no esperaron a que se verificara si Sadam Husein tenía o no armas de destrucción masiva y se escondieron en las montañas cuando Estados Unidos y Reino Unido atacaron Bagdad en marzo de 2003. Más de 4.000 de entre ellos habían muerto 15 años antes en Halabja, en un bombardeo con gases tóxicos de las fuerzas del régimen baazista. Al final los kurdos fueron quienes menos sufrieron las consecuencias de la guerra, que apenas afectó a su territorio por la autonomía de hecho que disfrutaban tras la guerra del Golfo de 1991, claro está, gracias a la protección de una fuerza aérea internacional.
Al menos 150.000 iraquíes murieron a causa del conflicto y más de un millón se vieron desplazados de sus hogares, constata ahora el informe Chilcot, más centrado indagar los errores cometidos por el Gobierno británico que en evaluar el sufrimiento causado al pueblo de Irak por una guerra que casi toda la comunidad internacional había intentado evitar. Trece años después, Irak se encamina hacia un modelo de Estado fallido, acosado por el terror del Estado Islámico y fragmentado entre sus tres principales principales comunidades: chiíes (60%), suníes (20%) y kurdos (20%).
Como recordaba oportunamente este miércoles John Bolton, exembajador de EE UU ante la ONU y uno de los escasos neocons que aún sigue en activo y fiel a sus principios: “No teníamos que haber invadido Irak en 2003, sino haber terminado el trabajo en 1991”. La guerra se acabó en apenas tres semanas. El presidente George W. Bush declaró casi inmediatamente que la misión se había cumplido y se mostró convencido de que podía extender la democracia a todo el “Gran Oriente Próximo”, desde Marruecos hasta Afganistán.
Tras siete años de elaboración, el informe Chilcot sostiene ahora con una dura condena que la jerga de Whitehall apenas consigue suavizar que “a pesar de las explícitas advertencias, las consecuencias de la invasión fueron infravaloradas, y la planificación del Irak pos Sadam resultó completamente inadecuada”. Para los más de 250 vecinos del barrio bagdatí de Karrada que paseaban el pasado domingo o hacían sus compras de final de Ramadán cuando una camión frigorífico cargado de explosivos les segó la vida la explicación que acaba de ser ofrecida en Londres llega tarde.
El Gobierno iraquí se tambalea tras la onda expansiva. El ministro del Interior, Mohamed Ghabban, ha presentado su dimisión tras uno de los mayores atentados registrados en un país que parecía habituado al terror. El primer ministro, Haider al Abadi, fue abucheado por la multitud y su coche oficial apedreado cuando visitó el lugar de la matanza, a pesar de tratarse de un chií, como los habitantes de ese distrito de la capital.
Al igual que el conjunto del país se ha paseado al borde de la guerra civil, Bagdad ha sobrevivido con altibajos a más de una década de violencia sectaria escindida entre barrios marcados por la etnia o la religión. Como contrastaba la corresponsal de EL PAÍS sobre el terreno al cumplirse el décimo aniversario de la invasión, después de décadas de guerras y tiranía, Irak corre el riesgo de fracturarse. Las infraestructuras, mientras tanto, siguen arruinadas tras la guerra, y el agua potable y la electricidad no llegan a muchos ciudadanos o fluyen con continuas interrupciones. Los kurdos de hecho viven ya en un Estado cuasi independiente que se permite medrar exportando petróleo sin autorización del Gobierno central de Bagdad.
Los excesos de las milicias chiíes contra la minoría suní, bendecidos pro los sucesivos Gobiernos del primer ministro Nuri al Maliki con cárceles secretas y torturas, se multiplicaron tras la salida de las últimas fuerzas militares de Estados Unidos, en 2011, que ejercían un cierto papel moderador entre las comunidades iraquíes. En este caldo de cultivo de odio étnico y religioso, el Estado Islámico se apoderó hace dos años de gran parte del norte y el oeste de Irak para fundar el califato junto con sus vecinas posesiones en Siria. Las Fuerzas Armadas, teóricamente bien entrenadas y pertrechadas por EE UU, huyeron en desbandada ante del rápido avance de las milicias yihadistas. La comunidad internacional ha tenido que emplearse a fondo para devolver al Ejercito iraquí su capacidad de combate. Sus soldados comienzan a recuperar lentamente ciudades como Faluya, que perdieron en apenas días ante el ISIS. Desde entonces el terror del Estado Islámico ha golpeado a varios países en un Ramadán sangriento.
Juan Carlos Sanz
Jerusalén, El País
Los kurdos del norte de Irak no esperaron a que se verificara si Sadam Husein tenía o no armas de destrucción masiva y se escondieron en las montañas cuando Estados Unidos y Reino Unido atacaron Bagdad en marzo de 2003. Más de 4.000 de entre ellos habían muerto 15 años antes en Halabja, en un bombardeo con gases tóxicos de las fuerzas del régimen baazista. Al final los kurdos fueron quienes menos sufrieron las consecuencias de la guerra, que apenas afectó a su territorio por la autonomía de hecho que disfrutaban tras la guerra del Golfo de 1991, claro está, gracias a la protección de una fuerza aérea internacional.
Al menos 150.000 iraquíes murieron a causa del conflicto y más de un millón se vieron desplazados de sus hogares, constata ahora el informe Chilcot, más centrado indagar los errores cometidos por el Gobierno británico que en evaluar el sufrimiento causado al pueblo de Irak por una guerra que casi toda la comunidad internacional había intentado evitar. Trece años después, Irak se encamina hacia un modelo de Estado fallido, acosado por el terror del Estado Islámico y fragmentado entre sus tres principales principales comunidades: chiíes (60%), suníes (20%) y kurdos (20%).
Como recordaba oportunamente este miércoles John Bolton, exembajador de EE UU ante la ONU y uno de los escasos neocons que aún sigue en activo y fiel a sus principios: “No teníamos que haber invadido Irak en 2003, sino haber terminado el trabajo en 1991”. La guerra se acabó en apenas tres semanas. El presidente George W. Bush declaró casi inmediatamente que la misión se había cumplido y se mostró convencido de que podía extender la democracia a todo el “Gran Oriente Próximo”, desde Marruecos hasta Afganistán.
Tras siete años de elaboración, el informe Chilcot sostiene ahora con una dura condena que la jerga de Whitehall apenas consigue suavizar que “a pesar de las explícitas advertencias, las consecuencias de la invasión fueron infravaloradas, y la planificación del Irak pos Sadam resultó completamente inadecuada”. Para los más de 250 vecinos del barrio bagdatí de Karrada que paseaban el pasado domingo o hacían sus compras de final de Ramadán cuando una camión frigorífico cargado de explosivos les segó la vida la explicación que acaba de ser ofrecida en Londres llega tarde.
El Gobierno iraquí se tambalea tras la onda expansiva. El ministro del Interior, Mohamed Ghabban, ha presentado su dimisión tras uno de los mayores atentados registrados en un país que parecía habituado al terror. El primer ministro, Haider al Abadi, fue abucheado por la multitud y su coche oficial apedreado cuando visitó el lugar de la matanza, a pesar de tratarse de un chií, como los habitantes de ese distrito de la capital.
Al igual que el conjunto del país se ha paseado al borde de la guerra civil, Bagdad ha sobrevivido con altibajos a más de una década de violencia sectaria escindida entre barrios marcados por la etnia o la religión. Como contrastaba la corresponsal de EL PAÍS sobre el terreno al cumplirse el décimo aniversario de la invasión, después de décadas de guerras y tiranía, Irak corre el riesgo de fracturarse. Las infraestructuras, mientras tanto, siguen arruinadas tras la guerra, y el agua potable y la electricidad no llegan a muchos ciudadanos o fluyen con continuas interrupciones. Los kurdos de hecho viven ya en un Estado cuasi independiente que se permite medrar exportando petróleo sin autorización del Gobierno central de Bagdad.
Los excesos de las milicias chiíes contra la minoría suní, bendecidos pro los sucesivos Gobiernos del primer ministro Nuri al Maliki con cárceles secretas y torturas, se multiplicaron tras la salida de las últimas fuerzas militares de Estados Unidos, en 2011, que ejercían un cierto papel moderador entre las comunidades iraquíes. En este caldo de cultivo de odio étnico y religioso, el Estado Islámico se apoderó hace dos años de gran parte del norte y el oeste de Irak para fundar el califato junto con sus vecinas posesiones en Siria. Las Fuerzas Armadas, teóricamente bien entrenadas y pertrechadas por EE UU, huyeron en desbandada ante del rápido avance de las milicias yihadistas. La comunidad internacional ha tenido que emplearse a fondo para devolver al Ejercito iraquí su capacidad de combate. Sus soldados comienzan a recuperar lentamente ciudades como Faluya, que perdieron en apenas días ante el ISIS. Desde entonces el terror del Estado Islámico ha golpeado a varios países en un Ramadán sangriento.