Multados por ayudar a los refugiados
El Gobierno danés endurece sus leyes para disuadir a los solicitantes de asilo y considera traficantes de personas a quienes transporten migrantes
María R. Sahuquillo
Copenhague (Enviada especial), El País
El pasado otoño, Lisbeth Zornig abrió las puertas de su monovolumen a una familia de refugiados sirios. Eran seis personas, tres adultos y dos niñas de cinco años, mellizas. La familia Rasheed, de Damasco, llevaba 40 días viajando para llegar a Suecia. Como cientos de refugiados en aquel tiempo, el más agudo de la crisis migratoria, consiguieron cruzar desde Alemania a Dinamarca. Pero allí se quedaron bloqueados. El Gobierno danés, para tratar de blindarse y reducir las llegadas, suspendió todos los trenes y autobuses desde el sur del país hacia Suecia. Así, la familia Rasheed echó a andar; otra vez. Zornig les encontró en la carretera junto a otros muchos y decidió acercarles en su coche a Copenhague, desde donde sí había transportes hacia el país vecino. El gesto le ha costado a la mujer, de 48 años, una multa de 22.500 coronas danesas (unos 3.000 euros) y una condena por tráfico de personas.
En Dinamarca, es delito transportar o dar refugio a sin papeles. Quien lo haga, como Zornig, economista y antigua Defensora de la Infancia, puede enfrentarse hasta a dos años de cárcel. La ley no es nueva, pero en septiembre de 2015, al ritmo que aumentaba el flujo de refugiados, empezó a aplicarse a pleno rendimiento también con quienes no sacan ningún beneficio económico. “Se usa de forma injusta, con los ciudadanos solidarios igual que con los traficantes”, apunta indignada Zornig, de gesto fuerte y mirada luminosamente azul, en un café de Copenhague. Desde entonces, unas 300 personas han sido condenadas a multas económicas por ello. Y este es sólo un ejemplo más del endurecimiento de las políticas migratorias danesas.
Desde su llegada al poder el pasado junio, el Gobierno de centro derecha ha restringido los derechos de los asilados. Eso se traduce en que se han recortado un 10% las ayudas económicas y se ha aumentado hasta los tres años el tiempo que los refugiados deben esperar para la reunificación familiar que les permitiría traerse al país a sus hijos o cónyuges. Además, el Ejecutivo de Lars Lokke Rasmussen (del Partido Liberal) aprobó el pasado enero una ley por la cual la policía puede requisar a los refugiados los bienes que tengan, que superen las 10.000 coronas danesas (1.340 euros), con el fin de contribuir a su mantenimiento.
Una controvertida medida —que muchos han comparado con la incautación nazi de los bienes a los judíos—, que se ha convertido en el símbolo del cambio de paradigma del país. Dinamarca, antaño uno de los países más humanitarios del mundo, que rescató a miles de judíos durante la II Guerra Mundial, que fue el primero en ratificar la Convención del Refugiado (en 1951) y uno de los pioneros en dedicar el 0,7% a la ayuda al desarrollo, penaliza a los solidarios y trata de ahuyentar a quienes huyen de las guerras y de la miseria. “Dinamarca ya no quiere ser un modelo, o cambiar el mundo. Ahora, el Gobierno afirma que debe priorizar el ‘interés nacional’ y hacer del país un lugar más seguro para los daneses”, apunta Michelle Pace, profesora de Ciencias Sociales de la Universidad de Roskilde. Con 5,6 millones de habitantes, fue en 2015 el sexto país con más peticiones de asilo: unas 21.000; un tercio más que el año anterior.
La que los daneses han bautizado como la ley de las joyas no sólo existe en Dinamarca; Noruega y Alemania tienen normas similares destinadas a que sólo quienes no tengan medios económicos se beneficien de las ayudas estatales —además, desde que entró en vigor en enero no se ha aplicado—. También en otros lugares es delito refugiar o transportar a sin papeles. Pero, como los anuncios que el Ejecutivo pagó en la prensa libanesa, en los que informaba de los recortes de derechos, son elementos vistosos que pretenden convertir a Dinamarca en un lugar menos apetecible que sus vecinos.
Lisbeth Zornig, segunda por la izquierda, con la familia Rasheed. En su domicilio de Copenhage.
Lisbeth Zornig, segunda por la izquierda, con la familia Rasheed. En su domicilio de Copenhage.
Medidas, apunta la profesora Pace, que no evitan que el país continúe siendo de los mejores de la UE en el apoyo a los solicitantes de asilo. Todo ello, pese al aumento del discurso anti-inmigración en la sociedad y la política, incide Louise Holck, directora adjunta del Instituto Danés para los Derechos Humanos, que pone como ejemplo el auge del xenófobo, ultranacionalista y antieuropeo Partido Popular Danés (PPD); la segunda fuerza más votada el pasado junio (con un 21% de los sufragios). “Las políticas restrictivas del Gobierno danés son éticamente cuestionables, pero esta crisis de los refugiados es un síntoma más profundo de un cambio muy oscuro en toda Europa”, dice Pace.
Lisbeth Zornig cree, de hecho, que su caso es fruto de ese aumento del discurso xenófobo. El proceso judicial en su contra se inició por una veintena de denuncias ciudadanas. La antigua Defensora de la Infancia no ocultó que había recogido en autostop a la familia Rasheed. No sólo eso, su compañero, Mikael Lindholm, escribió sobre ello en su página de Facebook. Él recibió a los refugiados sirios en su casa de Copenhague, les dio café y galletas y les acercó a la estación de autobuses. “A ojos de la ley, yo también soy un traficante de personas”, cuenta encogiéndose de hombros. Ha sido condenado a la misma multa que Zornig. Igual que Lise Ramslog, una jubilada de 70 años que recogió a una familia con un recién nacido en un pueblo al sur de Dinamarca y les cruzó a Suecia; lo que le ha costado una multa de unos 1.500 euros. O un joven que transportó a una familia afgana unos kilómetros desde la frontera alemana y que ha recibido una sanción de casi 700.
Multados por ayudar a los refugiados
El Gobierno de Lokke Rasmussen no ha hablado abiertamente sobre las condenas a los ciudadanos solidarios. Sí lo ha hecho el PPD, que sostiene que estas personas han infringido la ley y deben ser castigadas. Esta formación política, que defiende que la cultura danesa debe ser preservada de las fuerzas externas y que la iglesia Luterana es la iglesia de los daneses, reclama una política de “inmigración cero”. “Es llamativo que digan que defienden los valores cristianos cuando están criminalizando a buenos samaritanos. Un buen ciudadano, igual que un buen cristiano, ayuda a quien lo necesita. Nosotros lo hicimos, apoyamos a una familia que nos necesitaba y que lo había perdido todo”, apunta indignado Lindholm. Lisbeth Zornig, a su lado, afirma que volvería a hacer lo mismo sin dudarlo. “El nuestro es un caso político, una condena que trata de dar ejemplo”, abunda.
Porque mientras crecían las llegadas, también aumentaba la solidaridad. Organizaciones como Refugees Welcome (Bienvenidos Refugiados), que ayuda legal y socialmente a los solicitantes de asilo, va sumando cada vez más voluntarios. Y con una fina ironía, ha nacido una red ciudadana autodenominada ‘Los traficantes’ (o Los contrabandistas) que ayuda con el transporte y el refugio a los sin papeles, sorteando la ley.
Los Rasheed, de origen sirio, viven ahora en Helsingborg, un pueblecito de la costa sueca. Se han reunido allí con otros miembros de su familia que ya vivían en Suecia. Mientras aguardan el permiso de residencia, estudian sueco. Ya chapurrean el idioma. Conservan el contacto con la pareja danesa. “Nos entristece mucho lo que les ha ocurrido a Lisbeth y Mikael. Son muy buenas personas y estamos muy agradecidos por lo que hicieron por nosotros en un momento en el que no sabíamos dónde ir ni qué hacer”, relata por teléfono Yousef, de 33 años ingeniero mecánico en Damasco y uno de los hermanos mayores de los Rasheed. En Suecia, dice, están juntos y son felices. Prefiere no ahondar en lo que dejaron atrás. Mientras, envía una fotografía de las mellizas Gena y Lama. “Míralas”, dice, “han recuperado la sonrisa”.
María R. Sahuquillo
Copenhague (Enviada especial), El País
El pasado otoño, Lisbeth Zornig abrió las puertas de su monovolumen a una familia de refugiados sirios. Eran seis personas, tres adultos y dos niñas de cinco años, mellizas. La familia Rasheed, de Damasco, llevaba 40 días viajando para llegar a Suecia. Como cientos de refugiados en aquel tiempo, el más agudo de la crisis migratoria, consiguieron cruzar desde Alemania a Dinamarca. Pero allí se quedaron bloqueados. El Gobierno danés, para tratar de blindarse y reducir las llegadas, suspendió todos los trenes y autobuses desde el sur del país hacia Suecia. Así, la familia Rasheed echó a andar; otra vez. Zornig les encontró en la carretera junto a otros muchos y decidió acercarles en su coche a Copenhague, desde donde sí había transportes hacia el país vecino. El gesto le ha costado a la mujer, de 48 años, una multa de 22.500 coronas danesas (unos 3.000 euros) y una condena por tráfico de personas.
En Dinamarca, es delito transportar o dar refugio a sin papeles. Quien lo haga, como Zornig, economista y antigua Defensora de la Infancia, puede enfrentarse hasta a dos años de cárcel. La ley no es nueva, pero en septiembre de 2015, al ritmo que aumentaba el flujo de refugiados, empezó a aplicarse a pleno rendimiento también con quienes no sacan ningún beneficio económico. “Se usa de forma injusta, con los ciudadanos solidarios igual que con los traficantes”, apunta indignada Zornig, de gesto fuerte y mirada luminosamente azul, en un café de Copenhague. Desde entonces, unas 300 personas han sido condenadas a multas económicas por ello. Y este es sólo un ejemplo más del endurecimiento de las políticas migratorias danesas.
Desde su llegada al poder el pasado junio, el Gobierno de centro derecha ha restringido los derechos de los asilados. Eso se traduce en que se han recortado un 10% las ayudas económicas y se ha aumentado hasta los tres años el tiempo que los refugiados deben esperar para la reunificación familiar que les permitiría traerse al país a sus hijos o cónyuges. Además, el Ejecutivo de Lars Lokke Rasmussen (del Partido Liberal) aprobó el pasado enero una ley por la cual la policía puede requisar a los refugiados los bienes que tengan, que superen las 10.000 coronas danesas (1.340 euros), con el fin de contribuir a su mantenimiento.
Una controvertida medida —que muchos han comparado con la incautación nazi de los bienes a los judíos—, que se ha convertido en el símbolo del cambio de paradigma del país. Dinamarca, antaño uno de los países más humanitarios del mundo, que rescató a miles de judíos durante la II Guerra Mundial, que fue el primero en ratificar la Convención del Refugiado (en 1951) y uno de los pioneros en dedicar el 0,7% a la ayuda al desarrollo, penaliza a los solidarios y trata de ahuyentar a quienes huyen de las guerras y de la miseria. “Dinamarca ya no quiere ser un modelo, o cambiar el mundo. Ahora, el Gobierno afirma que debe priorizar el ‘interés nacional’ y hacer del país un lugar más seguro para los daneses”, apunta Michelle Pace, profesora de Ciencias Sociales de la Universidad de Roskilde. Con 5,6 millones de habitantes, fue en 2015 el sexto país con más peticiones de asilo: unas 21.000; un tercio más que el año anterior.
La que los daneses han bautizado como la ley de las joyas no sólo existe en Dinamarca; Noruega y Alemania tienen normas similares destinadas a que sólo quienes no tengan medios económicos se beneficien de las ayudas estatales —además, desde que entró en vigor en enero no se ha aplicado—. También en otros lugares es delito refugiar o transportar a sin papeles. Pero, como los anuncios que el Ejecutivo pagó en la prensa libanesa, en los que informaba de los recortes de derechos, son elementos vistosos que pretenden convertir a Dinamarca en un lugar menos apetecible que sus vecinos.
Lisbeth Zornig, segunda por la izquierda, con la familia Rasheed. En su domicilio de Copenhage.
Lisbeth Zornig, segunda por la izquierda, con la familia Rasheed. En su domicilio de Copenhage.
Medidas, apunta la profesora Pace, que no evitan que el país continúe siendo de los mejores de la UE en el apoyo a los solicitantes de asilo. Todo ello, pese al aumento del discurso anti-inmigración en la sociedad y la política, incide Louise Holck, directora adjunta del Instituto Danés para los Derechos Humanos, que pone como ejemplo el auge del xenófobo, ultranacionalista y antieuropeo Partido Popular Danés (PPD); la segunda fuerza más votada el pasado junio (con un 21% de los sufragios). “Las políticas restrictivas del Gobierno danés son éticamente cuestionables, pero esta crisis de los refugiados es un síntoma más profundo de un cambio muy oscuro en toda Europa”, dice Pace.
Lisbeth Zornig cree, de hecho, que su caso es fruto de ese aumento del discurso xenófobo. El proceso judicial en su contra se inició por una veintena de denuncias ciudadanas. La antigua Defensora de la Infancia no ocultó que había recogido en autostop a la familia Rasheed. No sólo eso, su compañero, Mikael Lindholm, escribió sobre ello en su página de Facebook. Él recibió a los refugiados sirios en su casa de Copenhague, les dio café y galletas y les acercó a la estación de autobuses. “A ojos de la ley, yo también soy un traficante de personas”, cuenta encogiéndose de hombros. Ha sido condenado a la misma multa que Zornig. Igual que Lise Ramslog, una jubilada de 70 años que recogió a una familia con un recién nacido en un pueblo al sur de Dinamarca y les cruzó a Suecia; lo que le ha costado una multa de unos 1.500 euros. O un joven que transportó a una familia afgana unos kilómetros desde la frontera alemana y que ha recibido una sanción de casi 700.
Multados por ayudar a los refugiados
El Gobierno de Lokke Rasmussen no ha hablado abiertamente sobre las condenas a los ciudadanos solidarios. Sí lo ha hecho el PPD, que sostiene que estas personas han infringido la ley y deben ser castigadas. Esta formación política, que defiende que la cultura danesa debe ser preservada de las fuerzas externas y que la iglesia Luterana es la iglesia de los daneses, reclama una política de “inmigración cero”. “Es llamativo que digan que defienden los valores cristianos cuando están criminalizando a buenos samaritanos. Un buen ciudadano, igual que un buen cristiano, ayuda a quien lo necesita. Nosotros lo hicimos, apoyamos a una familia que nos necesitaba y que lo había perdido todo”, apunta indignado Lindholm. Lisbeth Zornig, a su lado, afirma que volvería a hacer lo mismo sin dudarlo. “El nuestro es un caso político, una condena que trata de dar ejemplo”, abunda.
Porque mientras crecían las llegadas, también aumentaba la solidaridad. Organizaciones como Refugees Welcome (Bienvenidos Refugiados), que ayuda legal y socialmente a los solicitantes de asilo, va sumando cada vez más voluntarios. Y con una fina ironía, ha nacido una red ciudadana autodenominada ‘Los traficantes’ (o Los contrabandistas) que ayuda con el transporte y el refugio a los sin papeles, sorteando la ley.
Los Rasheed, de origen sirio, viven ahora en Helsingborg, un pueblecito de la costa sueca. Se han reunido allí con otros miembros de su familia que ya vivían en Suecia. Mientras aguardan el permiso de residencia, estudian sueco. Ya chapurrean el idioma. Conservan el contacto con la pareja danesa. “Nos entristece mucho lo que les ha ocurrido a Lisbeth y Mikael. Son muy buenas personas y estamos muy agradecidos por lo que hicieron por nosotros en un momento en el que no sabíamos dónde ir ni qué hacer”, relata por teléfono Yousef, de 33 años ingeniero mecánico en Damasco y uno de los hermanos mayores de los Rasheed. En Suecia, dice, están juntos y son felices. Prefiere no ahondar en lo que dejaron atrás. Mientras, envía una fotografía de las mellizas Gena y Lama. “Míralas”, dice, “han recuperado la sonrisa”.