Capitán América: Civil War. Buzz y Buddy se separan

Cristian Campos
El País
Hay una escena que se repite una y otra vez en todas las películas de la Marvel. En realidad, la escena no se repite en las películas de la Marvel sino durante las películas de la Marvel. Es la escena en la que aparece Stan Lee en pantalla y alguien del público siente la necesidad imperiosa de carcajearse con toda la vehemencia de la que son capaces sus pulmones con el objetivo de que el resto de los espectadores sepamos que él ha pillado al vuelo algún oscuro guiño cabalístico solo al alcance de los verdaderos connoisseurs del universo marvelita.


En realidad, todos los espectadores de la sala saben quién es Stan Lee como saben también que en un momento u otro de la película aparecerá el hombre en pantalla haciendo algún chiste no demasiado gracioso. Y ahí tienen al connoisseur, riéndose a mandíbula batiente y engrosando así las filas de esa secta de seres humanos cargantes de la que también forman parte los que aplauden cuando aterriza el avión, los que llaman al camarero chascando los dedos y los que en los entierros lloran más que la viuda.

Y ese y no otro es el problema de las películas de la Marvel: la zona de confort. Una zona de confort mullida como una almohada de plumas y que jamás depara una sorpresa, jamás juguetea con las expectativas de los fans y jamás demuestra la más mínima señal de autoría o de personalidad propia. En las películas de Marvel el director es el equivalente de esas monjas medievales que hacían voto de tinieblas y se emparedaban voluntariamente para demostrar su devoción a Dios. Un ente, en definitiva, tan prescindible como el departamento de 3D en las películas de Almodóvar. En Marvel no hay Christopher Nolan que valga.

Y aun así, Capitán América: Civil War es, si no la mejor película de Marvel (ese honor recaería en El Capitán América: El soldado de invierno), sí una más que digna aspirante al trono. En buena parte por su tramo central, el que va desde la presentación del nuevo Spider-Man hasta la pelea en el aeropuerto, una somanta de tremebundas hostias como panes y también una de las mejores escenas de acción que se han visto en un cine desde Mad Max: Furia en la carretera (una película, por cierto, concebida como una única escena de acción de dos horas de largo: una fórmula que alguien debería repetir pronto).

A Capitán América: Civil War hay que hacerle sin embargo un reproche. Su premisa inicial da para un discurso bastante más complejo que el que finalmente puede verse en pantalla. La sospecha es que ha faltado trabajo de guión o, más probablemente, confianza en la inteligencia del espectador. Porque la mencionada premisa no es banal. Tras una operación en Nigeria en la que mueren once civiles inocentes, ciento diecisiete países de la ONU solicitan que los superhéroes dejen de actuar por su cuenta y riesgo, es decir como una organización privada, y pasen a trabajar bajo sus ordenes, es decir (casi) como funcionarios del sector público. El representante del sí al control de los superhéroes por parte del poder político es Iron Man. El representante del no, el Capitán América.

Y digo que la premisa inicial da para un discurso bastante más complejo, porque esa premisa no es otra que la del viejo dilema entre positivismo y naturalismo jurídico. El primero defiende la separación de moral y derecho. Según el positivismo, las leyes son de obligatorio cumplimiento independientemente de su moralidad o inmoralidad. El naturalismo, por su lado, defiende que existe una serie de derechos naturales del hombre que prevalece sobre las normas jurídicas dictadas por los legisladores. El positivismo conduce a Auschwitz y es la postura de Iron Man. El naturalismo conduce al islam y es la postura del Capitán América.

En un segundo nivel, Iron Man representa el compromiso negociador, el del pragmático que acepta el sistema y opta por reformarlo sin negar su legitimidad original, mientras que el Capitán América representa la visión del purista inflexible que considera cualquier cesión como una rendición inaceptable. La película muestra claramente su simpatía por una de las dos opciones, pero no haré spoiler de cuál de ellas es (aunque tampoco resulta difícil de adivinar: basta con saber que Capitán América: Civil War es una película pensada para un público adolescente).

Pero ese conflicto, que en manos de un director habilidoso o con mayor libertad de acción daría para un drama de dimensiones shakesperianas, pasa en Capitán América: Civil War prácticamente desapercibido porque se prefiere centrar la trama en la quiebra de la amistad entre el Capitán América e Iron Man. Es decir, en una disputa puramente infantil. De ahí que la mencionada pelea del tramo central, pura acción sin excusas ni pretensiones y un derroche de originalidad, de inventiva y de sentido del humor, sea infinitamente más atractiva que la convencional y rutinaria pelea final entre el Capitán América, Iron Man y Bucky, que se supone mucho más intensa emocionalmente pero que se deshace como un terrón de azúcar cuando se compara con lo visto durante las dos horas anteriores. Tanto se confía en la potencia de esa amistad rota entre el Capitán e Iron Man que la película carece de un villano carismático a la altura de sus dos protagonistas principales. Quizá porque Capitán América: Civil War no es en realidad más que el prólogo de la fase 3 del universo cinematográfico Marvel, el que sienta las bases para el verdadero plato fuerte de los próximos años: las dos partes de Avengers: Infinity Wars, donde sí se contará con un villano en condiciones.

Mención aparte para Tom Holland, el único de los tres Spider-Man modernos que se asemeja al Spider-Man de los cómics. Es decir, a un Spider-Man verdaderamente adolescente, amateur y verborreico. Porque los Spider-Man veinteañeros interpretados por Tobey Maguire y Andrew Garfield eran una subversión del concepto original del personaje en la misma medida en que lo eran las dos Lolitas de las películas de Stanley Kubrick y Adrian Lyne (la Lolita de Nabokov no era una adolescente, sino una niña). Él y la nueva tía May se comen media película en apenas cinco minutos y eso solo ocurre cuando los personajes están bien definidos: quizá la próxima película de Spider-Man sea la que de verdad haga honor al personaje. Mención aparte también para Black Panther, un superhéroe relativamente secundario del universo Marvel al que aquí se ha dotado de dimensión propia y de sensación de peligro. Y para Crossbones/Brock Rumlow, un personaje que en otras circunstancias podría haberse convertido en el Bane del Capitán América.

En Capitán América: Civil War se echa sin embargo en falta ese punto de acidez y de oscuridad que (ya me perdonarán que insista) sí se encuentra en Batman v. Superman: El amanecer de la Justicia. Es ese punto distópico que aportaba el guionista Mark Millar en los cómics de Civil War y que dotaba a la historia de un segundo nivel de lectura más allá del primario. Basta recordar que en el cómic original el conflicto se desata cuando un grupo de canis de la América profunda con ansias de protagonismo y más granos que cerebro provoca la muerte de cientos de personas, entre ellas los niños de una escuela cercana, mientras participa en un reality show de caza al supervillano. Un nivel de mala leche que por desgracia brilla por su ausencia en Capitán América: Civil War y que a día de hoy solo puede encontrarse en algunos rincones del cine de terror menos palomitero y en la obra de francotiradores como Xavier Dolan, Chan-Wook Park y Kathryn Bigelow. No es el cine de Marvel el cajón en el que buscar ese tipo de experiencias pero sí es el adecuado si lo que se espera son guantazos de los que hacen temblar las orejas del espectador. En este sentido, Marvel es el porno del cine de superhéroes: todo lo que ocurre entre pelea y pelea se puede obviar sin miedo a perder el hilo de lo verdaderamente importante.

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