Así nace un campo de refugiados en África

Kenia ultima el cierre del mastodóntico Dadaab y la repatriación de 300.000 somalíes mientras habilita en Kalobeyei un nuevo centro para la llegada de miles de sursudaneses

Óscar Gutiérrez Garrido
Kakuma (Kenia) / Enviado especial 29 MAY 2016 - 23:03 CEST
El País
La puerta no es más que una cortina áspera de plástico blanco con un sello de agencia humanitaria. Pesa tanto como enreda. El cubículo de cemento es de dos metros por dos metros. A Musharraf Mohamed, somalí de 34 años, le han tocado tres cuartitos como ese para vivir con su mujer, sus tres hijos y su hermano. Están en el centro de registro del campo de refugiados de Kakuma, en el noroeste de Kenia. Mohamed, que trabajaba en su país como empleado de seguridad, es uno de los 2.000 últimos llegados aún bloqueados a la entrada del campo. No hay sitio para más en un enclave con 25 años de historia, una veintena de nacionalidades y que dobla con 190.000 personas su capacidad original.


Para descongestionarlo, la ONU, con la complicidad de las autoridades locales —y por tanto del Gobierno central—, prevé trasladar desde este martes a miles de refugiados a 10 kilómetros de allí, al nuevo emplazamiento levantado en Kalobeyei, también en el condado de Turkana. Toda una paradoja, esta apertura, si el presidente keniano, Uhuru Kenyatta, ejecuta el anunciado cierre de Dadaab, el mayor campo de refugiados del mundo, hogar de más de 300.000 somalíes. Sus motivos: la presencia de los islamistas radicales de Al Shabab.

La de Turkana, del color de la tierra, caluroso, lejos de los verdes del valle del Rift y Nairobi (la capital), hacen bien difícil que no caiga el sudor. A Mohamed, espigado como tantos somalíes, le borbotea mientras se enoja con lo que ve y sufre: escasez de comida, corrupción en las entregas —muchas raciones se venden en un mercado sin control organizado entre refugiados—. Quiere enseñarlo todo porque ocho meses durmiendo ahí son muchos y ya no aguanta. Dice que en el campo de Kakuma, el "no tener nada que hacer te destruye moralmente".
Así nace un campo de refugiados en África

Cree que nadie quiere contar su historia. Acaricia la cabeza de uno de sus pequeños y se marcha despacio. Kakuma huele a eso, a frustración, a olvido, a miseria. Nació hace un cuarto de siglo con la llegada de los niños perdidos de Sudán, aquellos que huyeron a pie de la guerra hacia Etiopía para alcanzar esta pequeña localidad keniana, convertida con los años en un crisol de las víctimas de los conflictos más sangrientos de los Grandes Lagos y el Cuerno de África.

Aún hoy son los sursudaneses los que se llevan la palma en Kakuma (más de 99.000). Medio millar aguarda en la frontera, a un centenar de kilómetros, mientras el comisionado del Gobierno en Turkana, Mohamed Haji, mantiene una charla con un grupo de reporteros invitados por ECHO, la oficina humanitaria europea. El presidente Uhuru Kenyatta anunció el pasado 6 de mayo que cerraría los campos. Sin especificar. Pero parece que Kakuma se salva. “Creo que aquí continuaremos porque no dejan de llegar sursudaneses”, relata Haji.

La alternativa pasa por Kalobeyei. Según los cálculos de Haji, este fin de semana serán ya 3.000 los pobladores del nuevo emplazamiento. Desde la carretera principal del condado, hay que acceder por un camino de tierra anaranjada hasta toparse con las primeras estructuras levantadas para los primeros en llegar al nuevo campo. La sombra es más generosa que en Kakuma.
Uno de los alojamientos que se están habilitando en el campo de refugiados de Kalobeyey (Kenia)
Uno de los alojamientos que se están habilitando en el campo de refugiados de Kalobeyey (Kenia) O. Gutierrez

En el nuevo campo, ocho troncos de madera en vertical sujetan una telaraña de otros tantos en forma de tejado. Sobre ellos, dos planchas de uralita. Darán cobijo a una familia de hasta cinco miembros a partir de este martes. El chasis de estas primeras casas será arropado con tiendas de plástico en una primera fase. Más tarde, los bloques de cemento fortalecerán las viviendas de un campo de refugiados que quiere ser asentamiento y finalizar en 2030, en 14 años, con la partida voluntaria de sus habitantes, la mayoría de ellos sursudaneses.

El objetivo de las autoridades turkanas es, como pidieron a la ONU, que Kalobeyei sea “algo diferente”. Que de la respuesta humanitaria pase a convertirse en un asentamiento en el que los refugiados compartan proyectos de desarrollo e iniciativa privada en convivencia con los locales. Una nueva ciudad de exiliados.

Algo así, aunque desordenado, ha surgido ya en uno de los mercados más poblados de Kakuma: tenderas de Congo, motoristas de Burundi, clientes kenianos (de la comunidad local), sudaneses, somalíes… Rachel Aquire, con un vestido de punto pegado al cuerpo y un gorro de lana enroscado, ronda uno de los puestos, un tenderete sujeto a un puñado de troncos, a cubierto de los treinta y tantos grados de las tres de la tarde. Sus raíces están en el Estado sursudanés de Jonglei, pero ella nunca vio su tierra. Nació en Kakuma y a sus 22 años ahí sigue. “Aquí no tengo nada”, afirma resignada, “así que si alguien quiere llevarme a Nairobi estaría bien”. Tiene a su madre, según narra, con ceguera, y su padre ya murió.

Las esperanzas de dejar Kakuma son escasas. Eldorado europeo es destino para pocos, aunque ya hay una treintena de familias con algún miembro enrolado en la ruta hacia el Mediterráneo. Según los datos de la agencia de la ONU, entre los somalíes solo han vuelto de forma voluntaria a su hogar 28 familias, aunque otras 186 personas esperan a hacerlo pronto. Otra cosa es Dadaab, desde donde han regresado a Somalia en los últimos cuatro años 13.800 personas. Por razones obvias, los sursudaneses no quieren volver a su país, sumergido en un conflicto abierto. Nyababa Johnson, de 23 años, no lo haría.

A 10 minutos en todoterreno por los caminos de tierra dura de Kakuma, dos docenas de chavales bailan y cantan para mostrar que también sueñan con su talento. La joven Johnson, con el pelo trenzado y agarrada al móvil, menea la cintura levemente. Recordar su pasado corta el ritmo: “Una noche le dije a mi madre que vendrían a matarnos”, cuenta, “pero me mandó a la cama”. Las lágrimas rompen la conversación, aunque apura a decir que su padre murió y que ella se vino a Kenia con su madre y hermana. Eso fue en 2014. Poco después de llegar se quedó embarazada. Su niño tiene un año y medio pero del padre no se sabe nada. “Y nadie me ayuda”, balbucea entre los últimos sollozos antes de acabar con el mal trago.

En Kakuma también hay esto, embarazos no deseados, matrimonios de adolescentes, menores que no van a la escuela, enfermos que no pueden ser operados, obtener una prótesis, sacarse una bala del pecho… La sobreexplotación del campo, su edad, y la marginación de los refugiados africanos, hoy de segunda clase han limitado los recursos para solo rozar la supervivencia. Según reconocen empleados de las agencias de la ONU, necesitan más fondos. El proyecto ideado en Kalobeyei pretende descongestionar Kakuma y levantar un asentamiento pionero en la gestión de las crisis de refugiados. La ONU obtuvo el permiso para trabajar esa tierra en junio de 2015. Para finales de este año se prevé que Kalobeyei acoja ya a unas 15.000 personas.

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