El primer mejor amigo
José Ramón Alonso
El País
Los genetistas estudian el ADN y viendo las variaciones en la secuencia, las mutaciones producidas con el tiempo, pueden poner el calendario a girar al revés y situar tanto geográficamente como temporalmente a los ancestros de un grupo. Es llamativo pensar que todos los seres humanos actuales derivamos de una mujer que vivió hace entre 99 000 y 200 000 años en el este de África, la llamada Eva mitocondrial. También es asombroso conocer que todas las personas de ojos azules derivan probablemente de una persona que vivió en el noroeste del mar Negro hace unos 8000 años, un mutante con una mirada especial. Ese sí que era «Ol’ Blue Eyes» y no Frank Sinatra.
Dos estudios recientes han analizado la genética de los perros, investigando la diversidad del ADN en perros primitivos, razas modernas y lobos actuales. La diversidad de los perros del sudeste asiático es mayor que en otras regiones del planeta y son los más parecidos a los lobos grises, indicando que en esa zona apareció el perro doméstico hace unos 33 000 años. Es decir, el primer perro, tal como los conocemos, surgió en Asia cuando todavía éramos cazadores-recolectores. Hace 15 000 años un grupo de humanos con sus perros ancestrales migraron hacia Oriente Medio y desde allí, hacia África y hacia Europa, llegando a nuestro continente hace unos 10 000 años. Uno de los linajes perrunos migró de vuelta hacia el este generando una serie de poblaciones mezcladas con los linajes endémicos asiáticos en el norte de China antes de cruzar por el estrecho de Bering y llegar a América. No hay lugares donde haya hombres y no haya perros.
Las razas caninas modernas son una historia diferente, han sido «creadas» mayoritariamente en los últimos dos siglos en Europa. Darwin, que amaba los perros, vio que la selección artificial por los humanos de algunas características deseables producía rápidamente razas muy diferentes del animal original. Eso le hizo pensar que quizá la selección natural podría generar cambios similares y llevar con facilidad a la aparición de nuevas especies. Ese interés le impulsó a cartearse con ciertos de criadores, no solo de perros, sino también de prácticamente cualquier especie domesticada, de pollos a gatos, de cerdos a vacas, de palomas a caballos. Publicó toda esa investigación en una obra magistral en dos volúmenes titulada Variations in Animals and Plants Under Domestication, un tratado que siglo y medio después sigue siendo la obra de referencia en el tema.
Cuando Darwin era un niño no había más de quince razas de perros reconocidas. Cuando publicó El origen de las especies ya eran cincuenta. Ahora están en torno a cuatrocientas y la mayoría de las variedades han conseguido una identidad en menos de treinta generaciones. Nos asombra la diferencia entre un san bernardo y un pequinés, pero a veces la genética es mucho más parecida de lo que creemos y, en ocasiones, una sola mutación genera una nueva raza. El lobero irlandés tiene un metro de alzada y pesa como treinta chihuahuas, pero ambas razas difieren solo en un gen. Darwin encontró una serie de rasgos que se repetían con regularidad en distintas razas de animales domésticos y que se han denominado el síndrome de domesticación. Hay cosas necesarias y evidentes como una mayor docilidad, pero otras son menos esperables a priori, como cambios en la coloración (aparecen los pelajes a manchas blancas y negras), dientes y cerebros más pequeños y hocicos más cortos. En muchas especies, las colas se vuelven cortas o enroscadas y las orejas se «caen». Darwin especuló que algunas de esas características, como el pelaje blanco y negro, podía tener cierta utilidad —las manchas del dálmata o la vaca holstein podían hacer que fuera más fácil localizar al animal en el campo—, pero no encontró una explicación fiable para todo lo demás.
Tecumseh Fitch, Adam Wilkins y Richard Wrangham han propuesto una nueva explicación. Su hipótesis se basa en que todos los rasgos del síndrome de domesticación tienen que ver con una población celular: la cresta neural. Estas células migran durante el desarrollo embrionario para formar las glándulas suprarrenales y partes del sistema nervioso, además de las células pigmentarias de la piel y grandes partes del cráneo, los dientes y las orejas. La idea es que a la hora de domesticar una especie lo más importante es que no sea agresivo ni demasiado miedoso (algo que también puede llevar a la agresividad) y las glándulas suprarrenales y el sistema nervioso simpático son los responsables de la respuesta de «lucha o huida». Pero si elegimos un animal con una cresta neural anómala (porque eso es lo que le ha llevado a ser tranquilo y confiable) es muy probable que tenga cambios en la cabeza, los dientes, las orejas y el pelaje, porque todas estas cosas están relacionadas. Un cachorro pequeño no tiene su sistema de defensa bien desarrollado, por lo que si empieza a tratar con un humano muy pronto y no ve a su madre respondiendo con agresividad o miedo, aceptará a esa persona. Los lobos tienen una ventana para ese proceso que dura hasta que tienen un mes y medio, tiempo en el que no son capaces de generar una respuesta de lucha o huida. Si antes de ese período se exponen repetidas veces a los humanos, les aceptarán y estarán domesticados; si es después, atacarán o saldrán corriendo. En los perros, esta ventana de socialización dura mucho más, hasta los cuatro-diez meses dependiendo de la raza. Después de ese tiempo, si un perro no ha tenido trato con humanos les tendrá miedo a pesar de que convivan juntos. Estos investigadores piensan que la docilidad vienen de una maduración tardía y un funcionamiento alterado de las glándulas suprarrenales y el sistema nervioso simpático que a su vez proviene de que haya menos células de la cresta neural y hayan migrado más tardíamente. Como estas células son precursoras de los dientes, la piel pigmentada, los hocicos y las orejas, esos cambios explicarán todas las características del síndrome de domesticación.
Esta hipótesis es apoyada por experimentos con zorros siberianos realizados en la Unión Soviética en los años cincuenta. Los rusos querían domesticar a estos animales codiciados por su piel e hicieron una selección de las crías que menos miedo mostraban y eran más amigables. En menos de diez generaciones consiguieron una raza domesticada y muchos de estos animales tenían síndrome de domesticación incluyendo una función adrenal reducida, una mayor ventana de socialización, cambios en la pigmentación, orejas caídas y hocicos más cortos.
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Fotografía: University of Liverpool Faculty of Health & Life Sciences (CC).
Uno de los equipos de genetistas perrunos recogió ADN de 549 perros de pueblo en 38 países por todo el globo y de 4676 perros pura sangre de 161 razas diferentes. Tras analizar 185 805 marcadores diferentes pudieron establecer un esquema de cómo unos perros están relacionados con otros y situar a los ancestros en ese árbol genealógico. Evidentemente no sabemos cómo se produjo la primera domesticación, la primera «creación» de un perro, pero se supone que fue realizada por cazadores-recolectores a partir de una manada de lobos grises. Los humanos cada vez cazaban mejor y eso, combinado quizá con algún cambio climático, hizo que la cantidad de alimento disponible para los predadores de cuatro patas fuese mucho menor. El resultado es que algunos lobos se hicieron carroñeros, lo que favorecería la disminución de su agresividad, un menor tamaño y un mayor acercamiento a aquellos hombres que establecían campamentos donde siempre había basura comestible. Para aquellos lobos menos agresivos, los humanos serían vistos más como proveedores de comida que como posibles presas. Eso iría haciendo que los lobos fueran cada vez peores cazadores, lo que a su vez iniciaría el camino hacia la domesticación, algo que probablemente se haría cogiendo un lobezno joven como si fuera un juguete, una mascota y haciéndole convivir con los humanos, mayores y niños, desde muy pequeño.
Los perros primitivos fueron cambiando su morfología. Su pelaje se volvió más suave y con manchas blancas, las orejas se hicieron más flexibles y se doblaron o directamente se volvieron gachas, los dientes se hicieron más pequeños, y empezaron a menear la cola para mostrar su alegría, características todas ellas que les hacían más gratos a los humanos. En unas pocas generaciones dejaron de parecerse a los lobos de los que se habían originado y surgió nuestro Canis familiaris. También cambió su psicología. Aprendieron a leer los gestos humanos: algo que nos parece tan sencillo como señalar una pelota y que nuestro perro nos la traiga es en realidad bastante asombroso. Incluso nuestros parientes más cercanos como chimpancés y bonobos no entienden los gestos humanos tan bien como lo hace un perro. De hecho, los perros nos miran y siguen nuestros gestos de una forma parecida a como lo hace un niño, por eso es tan extraordinaria la comunicación que tenemos con ellos. Dicen que nuestra esclerótica blanca, «el blanco de los ojos», facilita esa comunicación humano-perro pues detectan con rapidez lo que estamos mirando. Los perros aprendieron a captar e interpretar algo tan sutil como un cambio en la dirección de nuestra mirada o nuestra expresión. Curiosamente, unos investigadores japoneses han comprobado que cuando un humano y un perro se miran a los ojos, en los dos cerebros hay una liberación de oxitocina, la hormona asociada con la confianza y el amor que se cree responsable del vínculo entre la madre y su bebé. Los lobos, aunque estén domesticados, evitan compartir la mirada con sus cuidadores humanos y cuando lo hacen no genera ese efecto en la producción de oxitocina que sí muestran los perros.
Aquel vínculo de hace 30 000 años entre humanos y perros nunca se ha roto. Al poco tiempo, los perros se hicieron valer para aquellos cazadores-recolectores. Sus ladridos avisaban de la presencia de un extraño; su olfato, su velocidad y su agresividad les convertía en perfectos aliados para la caza; sus dientes eran unas armas afiladas para cazar y también para defenderse de un predador o de un enemigo; sus cuerpos calientes y peludos eran una bendición en una noche gélida y quizá por eso todavía lo llamamos «una noche de perros». Y también, aunque a alguno le pueda estropear el desayuno, los perros podían servir, si las cosas se complicaban, como una reserva de comida para emergencias. Un agricultor rápidamente establece depósitos de grano, almacenes de carne salada, depósitos de pescado salado o de queso. En cambio, un grupo de cazadores-recolectores no puede almacenar mucho alimento porque las cosas que pueden transportar están limitadas. A no ser que la comida se transporte sola. Algo que experimentaron muchos exploradores polares con sus perros esquimales.
El País
Los genetistas estudian el ADN y viendo las variaciones en la secuencia, las mutaciones producidas con el tiempo, pueden poner el calendario a girar al revés y situar tanto geográficamente como temporalmente a los ancestros de un grupo. Es llamativo pensar que todos los seres humanos actuales derivamos de una mujer que vivió hace entre 99 000 y 200 000 años en el este de África, la llamada Eva mitocondrial. También es asombroso conocer que todas las personas de ojos azules derivan probablemente de una persona que vivió en el noroeste del mar Negro hace unos 8000 años, un mutante con una mirada especial. Ese sí que era «Ol’ Blue Eyes» y no Frank Sinatra.
Dos estudios recientes han analizado la genética de los perros, investigando la diversidad del ADN en perros primitivos, razas modernas y lobos actuales. La diversidad de los perros del sudeste asiático es mayor que en otras regiones del planeta y son los más parecidos a los lobos grises, indicando que en esa zona apareció el perro doméstico hace unos 33 000 años. Es decir, el primer perro, tal como los conocemos, surgió en Asia cuando todavía éramos cazadores-recolectores. Hace 15 000 años un grupo de humanos con sus perros ancestrales migraron hacia Oriente Medio y desde allí, hacia África y hacia Europa, llegando a nuestro continente hace unos 10 000 años. Uno de los linajes perrunos migró de vuelta hacia el este generando una serie de poblaciones mezcladas con los linajes endémicos asiáticos en el norte de China antes de cruzar por el estrecho de Bering y llegar a América. No hay lugares donde haya hombres y no haya perros.
Las razas caninas modernas son una historia diferente, han sido «creadas» mayoritariamente en los últimos dos siglos en Europa. Darwin, que amaba los perros, vio que la selección artificial por los humanos de algunas características deseables producía rápidamente razas muy diferentes del animal original. Eso le hizo pensar que quizá la selección natural podría generar cambios similares y llevar con facilidad a la aparición de nuevas especies. Ese interés le impulsó a cartearse con ciertos de criadores, no solo de perros, sino también de prácticamente cualquier especie domesticada, de pollos a gatos, de cerdos a vacas, de palomas a caballos. Publicó toda esa investigación en una obra magistral en dos volúmenes titulada Variations in Animals and Plants Under Domestication, un tratado que siglo y medio después sigue siendo la obra de referencia en el tema.
Cuando Darwin era un niño no había más de quince razas de perros reconocidas. Cuando publicó El origen de las especies ya eran cincuenta. Ahora están en torno a cuatrocientas y la mayoría de las variedades han conseguido una identidad en menos de treinta generaciones. Nos asombra la diferencia entre un san bernardo y un pequinés, pero a veces la genética es mucho más parecida de lo que creemos y, en ocasiones, una sola mutación genera una nueva raza. El lobero irlandés tiene un metro de alzada y pesa como treinta chihuahuas, pero ambas razas difieren solo en un gen. Darwin encontró una serie de rasgos que se repetían con regularidad en distintas razas de animales domésticos y que se han denominado el síndrome de domesticación. Hay cosas necesarias y evidentes como una mayor docilidad, pero otras son menos esperables a priori, como cambios en la coloración (aparecen los pelajes a manchas blancas y negras), dientes y cerebros más pequeños y hocicos más cortos. En muchas especies, las colas se vuelven cortas o enroscadas y las orejas se «caen». Darwin especuló que algunas de esas características, como el pelaje blanco y negro, podía tener cierta utilidad —las manchas del dálmata o la vaca holstein podían hacer que fuera más fácil localizar al animal en el campo—, pero no encontró una explicación fiable para todo lo demás.
Tecumseh Fitch, Adam Wilkins y Richard Wrangham han propuesto una nueva explicación. Su hipótesis se basa en que todos los rasgos del síndrome de domesticación tienen que ver con una población celular: la cresta neural. Estas células migran durante el desarrollo embrionario para formar las glándulas suprarrenales y partes del sistema nervioso, además de las células pigmentarias de la piel y grandes partes del cráneo, los dientes y las orejas. La idea es que a la hora de domesticar una especie lo más importante es que no sea agresivo ni demasiado miedoso (algo que también puede llevar a la agresividad) y las glándulas suprarrenales y el sistema nervioso simpático son los responsables de la respuesta de «lucha o huida». Pero si elegimos un animal con una cresta neural anómala (porque eso es lo que le ha llevado a ser tranquilo y confiable) es muy probable que tenga cambios en la cabeza, los dientes, las orejas y el pelaje, porque todas estas cosas están relacionadas. Un cachorro pequeño no tiene su sistema de defensa bien desarrollado, por lo que si empieza a tratar con un humano muy pronto y no ve a su madre respondiendo con agresividad o miedo, aceptará a esa persona. Los lobos tienen una ventana para ese proceso que dura hasta que tienen un mes y medio, tiempo en el que no son capaces de generar una respuesta de lucha o huida. Si antes de ese período se exponen repetidas veces a los humanos, les aceptarán y estarán domesticados; si es después, atacarán o saldrán corriendo. En los perros, esta ventana de socialización dura mucho más, hasta los cuatro-diez meses dependiendo de la raza. Después de ese tiempo, si un perro no ha tenido trato con humanos les tendrá miedo a pesar de que convivan juntos. Estos investigadores piensan que la docilidad vienen de una maduración tardía y un funcionamiento alterado de las glándulas suprarrenales y el sistema nervioso simpático que a su vez proviene de que haya menos células de la cresta neural y hayan migrado más tardíamente. Como estas células son precursoras de los dientes, la piel pigmentada, los hocicos y las orejas, esos cambios explicarán todas las características del síndrome de domesticación.
Esta hipótesis es apoyada por experimentos con zorros siberianos realizados en la Unión Soviética en los años cincuenta. Los rusos querían domesticar a estos animales codiciados por su piel e hicieron una selección de las crías que menos miedo mostraban y eran más amigables. En menos de diez generaciones consiguieron una raza domesticada y muchos de estos animales tenían síndrome de domesticación incluyendo una función adrenal reducida, una mayor ventana de socialización, cambios en la pigmentación, orejas caídas y hocicos más cortos.
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Fotografía: University of Liverpool Faculty of Health & Life Sciences (CC).
Uno de los equipos de genetistas perrunos recogió ADN de 549 perros de pueblo en 38 países por todo el globo y de 4676 perros pura sangre de 161 razas diferentes. Tras analizar 185 805 marcadores diferentes pudieron establecer un esquema de cómo unos perros están relacionados con otros y situar a los ancestros en ese árbol genealógico. Evidentemente no sabemos cómo se produjo la primera domesticación, la primera «creación» de un perro, pero se supone que fue realizada por cazadores-recolectores a partir de una manada de lobos grises. Los humanos cada vez cazaban mejor y eso, combinado quizá con algún cambio climático, hizo que la cantidad de alimento disponible para los predadores de cuatro patas fuese mucho menor. El resultado es que algunos lobos se hicieron carroñeros, lo que favorecería la disminución de su agresividad, un menor tamaño y un mayor acercamiento a aquellos hombres que establecían campamentos donde siempre había basura comestible. Para aquellos lobos menos agresivos, los humanos serían vistos más como proveedores de comida que como posibles presas. Eso iría haciendo que los lobos fueran cada vez peores cazadores, lo que a su vez iniciaría el camino hacia la domesticación, algo que probablemente se haría cogiendo un lobezno joven como si fuera un juguete, una mascota y haciéndole convivir con los humanos, mayores y niños, desde muy pequeño.
Los perros primitivos fueron cambiando su morfología. Su pelaje se volvió más suave y con manchas blancas, las orejas se hicieron más flexibles y se doblaron o directamente se volvieron gachas, los dientes se hicieron más pequeños, y empezaron a menear la cola para mostrar su alegría, características todas ellas que les hacían más gratos a los humanos. En unas pocas generaciones dejaron de parecerse a los lobos de los que se habían originado y surgió nuestro Canis familiaris. También cambió su psicología. Aprendieron a leer los gestos humanos: algo que nos parece tan sencillo como señalar una pelota y que nuestro perro nos la traiga es en realidad bastante asombroso. Incluso nuestros parientes más cercanos como chimpancés y bonobos no entienden los gestos humanos tan bien como lo hace un perro. De hecho, los perros nos miran y siguen nuestros gestos de una forma parecida a como lo hace un niño, por eso es tan extraordinaria la comunicación que tenemos con ellos. Dicen que nuestra esclerótica blanca, «el blanco de los ojos», facilita esa comunicación humano-perro pues detectan con rapidez lo que estamos mirando. Los perros aprendieron a captar e interpretar algo tan sutil como un cambio en la dirección de nuestra mirada o nuestra expresión. Curiosamente, unos investigadores japoneses han comprobado que cuando un humano y un perro se miran a los ojos, en los dos cerebros hay una liberación de oxitocina, la hormona asociada con la confianza y el amor que se cree responsable del vínculo entre la madre y su bebé. Los lobos, aunque estén domesticados, evitan compartir la mirada con sus cuidadores humanos y cuando lo hacen no genera ese efecto en la producción de oxitocina que sí muestran los perros.
Aquel vínculo de hace 30 000 años entre humanos y perros nunca se ha roto. Al poco tiempo, los perros se hicieron valer para aquellos cazadores-recolectores. Sus ladridos avisaban de la presencia de un extraño; su olfato, su velocidad y su agresividad les convertía en perfectos aliados para la caza; sus dientes eran unas armas afiladas para cazar y también para defenderse de un predador o de un enemigo; sus cuerpos calientes y peludos eran una bendición en una noche gélida y quizá por eso todavía lo llamamos «una noche de perros». Y también, aunque a alguno le pueda estropear el desayuno, los perros podían servir, si las cosas se complicaban, como una reserva de comida para emergencias. Un agricultor rápidamente establece depósitos de grano, almacenes de carne salada, depósitos de pescado salado o de queso. En cambio, un grupo de cazadores-recolectores no puede almacenar mucho alimento porque las cosas que pueden transportar están limitadas. A no ser que la comida se transporte sola. Algo que experimentaron muchos exploradores polares con sus perros esquimales.