Una cárcel con discoteca, ahora en Venezuela
Visita al penal de Aragua, uno de los nueve centros penitenciarios de Venezuela que están en manos de los presos
Alfredo Meza
Caracas, El País
El miércoles pasado, después de Carnaval, la Guardia Nacional de Venezuela se apostó en la entrada del Centro Penitenciario de Aragua, en el centro del país, para impedir el ingreso a la cárcel de materiales de construcción. El Gobierno trataba de evitar así que se cumpliera una petición del líder del penal, Héctor Guerrero Flores, El niño Guerrero, para ampliar las instalaciones.
Los medios locales informaron de la reacción de Guerrero al conocer el frustrado envío. Uno de sus lugartenientes subió armado a lo alto del centro, a ilustrar la exigencia de su jefe: el material debe entrar. La Guardia Nacional exhibió sus armas y tanquetas mientras removía los kioscos de venta de comida ubicados frente a la entrada del penal. En ese momento decidió someter a una requisa a las personas que visitaban a sus familiares. Los presos interpretaron esas medidas como un desafío a su autoridad. La imagen recordaba a dos perros enseñándose los dientes.
Era el segundo conflicto en Aragua en una semana. El 4 de febrero, la capital de la provincia, Maracay, tuvo casi un día de asueto. Los comerciantes y vecinos del norte de la ciudad decidieron no salir de sus casas para evitar interrumpir el cortejo fúnebre de Emilio Rojas, hermano del líder de una banda delictiva. Actuaron con la misma cautela que los habitantes de la isla de Margarita, cuando el 2 de febrero se celebró el cortejo fúnebre de Teofilo Rodríguez, alias Conejo, el mandamás de la cárcel del destino turístico más apreciado por los venezolanos, asesinado a la salida de una discoteca. En la víspera, Conejo había sido homenajeado con una salva de balazos por sus antiguos compañeros de celda.
En la sociedad venezolana, las bandas han dado un paso más en la necesidad de demostrar su poder frente a un Estado diezmado. Nueve de los 53 penales que existen en Venezuela están en manos de los internos. Al líder de cada centro lo llaman Pran, una denominación con un origen tan confuso como indeterminable. Ese Pran tiene su gabinete, varios hombres de confianza responsables de las distintas áreas del penal, y está custodiado por escoltas.
Las demostraciones del poder de los presos opacan las iniciativas tomadas por el Ministerio de Servicios Penitenciarios, que ha establecido en el resto de los penales lo que ellos mismos llaman “régimen”: hombres —o mujeres, según el caso— con uniformes de colores, con horarios estrictos para las comidas, la hora de dormir y que cumplen con una disciplina como en cualquier penal del mundo.
El Centro Penitenciario de Aragua, más conocido como cárcel de Tocorón, es quizá uno de los ejemplos más acabados de lo que los presos llaman “una cárcel sin régimen”. Es uno de los nueve penales donde el Estado se limita a vigilar el perímetro y deja en los presos la responsabilidad de procurarse todo lo demás: desde comida a drogas y armas. El portal venezolano Runrunes aseguró en 2015 que su líder, Guerrero, lo había convertido en una réplica a pequeña escala de cualquier barrio marginal de Venezuela: una discoteca —llamada Tokio—, un centro de apuestas hípicas, un gimnasio, una piscina, restaurantes, una suerte de agencia bancaria que reglamentaba los préstamos de dinero a los internos y hasta un zoológico. Las fotos circularon en las redes sociales. “Nosotros estamos presos, sí, pero nadie nos puede prohibir que vivamos como personas dignas”, dicen los presos. Esa máxima engloba prebendas impensables en otros lugares de América Latina: no hay días ni horas de visita establecidos y los presos pueden vivir con sus familias siempre que estén autorizados por el Pran.
En la prisión de Tocorón
En julio de 2015, fui a la cárcel de Tocorón a entrevistar a un preso. Al llegar a la puerta de la entrada no tuve necesidad de registrarme ni dejar mi documento de identidad. Le avisé desde mi teléfono celular que ya había llegado y me respondió: “Ya te mando a buscar”. Uno de sus compañeros llegó hasta la puerta, le indicó al guardia que me dejara pasar y me pidió que le acompañara a guarecernos del fuerte sol bajo la sombra de un samán [una especie de árbol]. Se veían motos de alta cilindrada —muchas motos— y hombres armados caminando en el patio de tierra. La mayoría vestía camiseta y pescadores, o ropa deportiva de marca. Otros usaban pantalones largos y una camisa de mangas cortas o largas con corbata. Cuando pregunté por qué no usaban una ropa más fresca me sugirieron que así se diferenciaban a los malandros de los evangélicos. Quienes llegan a una cárcel venezolana buscando protección en la palabra de Dios pierden el estatus de hombres malos que ganaron en la calle. Y deben servir a sus compañeros.
La persona a la que iba a visitar llegó al pie del árbol a bordo de una moto y le ordenó a uno de los evangélicos que se levantara de su silla para cedérsela. Al bajar, sacó del interruptor del encendido la diminuta navaja de un cortauñas. Él es parte del carro —como llaman en la jerga carcelaria al gabinete de los presos— de Guerrero, pero tenía una motocicleta mucho menos ostentosa que la de los otros, que aceleraban motores de más cilindrada mientras se levantaban sobre la rueda posterior. Me dijo que se la habían asignado. De pronto todas las denuncias sobre el alarmante robo de coches y motos en la zona central del país, y que nunca más aparecen, cobró sentido. Tocorón se traga para siempre todo lo que traspasa sus puertas.
Quería cerciorarme por mis propios ojos de la existencia de la discoteca y de esa suerte de barriada en miniatura que aseguraban los medios. Pero pasaron varias horas y el preso, que me había ofrecido llevarme a conocer la obra a bordo de su moto, levantada con capital proveniente del delito, no se movía de su asiento. El hombre me dijo que esta vez no podría: Guerrero y su grupo habían dado la orden de que nadie se moviera. “Está prendida una luz y hay que quedarse quieto”, agregó. El que desobedece esa orden puede darse por muerto.
Alfredo Meza
Caracas, El País
El miércoles pasado, después de Carnaval, la Guardia Nacional de Venezuela se apostó en la entrada del Centro Penitenciario de Aragua, en el centro del país, para impedir el ingreso a la cárcel de materiales de construcción. El Gobierno trataba de evitar así que se cumpliera una petición del líder del penal, Héctor Guerrero Flores, El niño Guerrero, para ampliar las instalaciones.
Los medios locales informaron de la reacción de Guerrero al conocer el frustrado envío. Uno de sus lugartenientes subió armado a lo alto del centro, a ilustrar la exigencia de su jefe: el material debe entrar. La Guardia Nacional exhibió sus armas y tanquetas mientras removía los kioscos de venta de comida ubicados frente a la entrada del penal. En ese momento decidió someter a una requisa a las personas que visitaban a sus familiares. Los presos interpretaron esas medidas como un desafío a su autoridad. La imagen recordaba a dos perros enseñándose los dientes.
Era el segundo conflicto en Aragua en una semana. El 4 de febrero, la capital de la provincia, Maracay, tuvo casi un día de asueto. Los comerciantes y vecinos del norte de la ciudad decidieron no salir de sus casas para evitar interrumpir el cortejo fúnebre de Emilio Rojas, hermano del líder de una banda delictiva. Actuaron con la misma cautela que los habitantes de la isla de Margarita, cuando el 2 de febrero se celebró el cortejo fúnebre de Teofilo Rodríguez, alias Conejo, el mandamás de la cárcel del destino turístico más apreciado por los venezolanos, asesinado a la salida de una discoteca. En la víspera, Conejo había sido homenajeado con una salva de balazos por sus antiguos compañeros de celda.
En la sociedad venezolana, las bandas han dado un paso más en la necesidad de demostrar su poder frente a un Estado diezmado. Nueve de los 53 penales que existen en Venezuela están en manos de los internos. Al líder de cada centro lo llaman Pran, una denominación con un origen tan confuso como indeterminable. Ese Pran tiene su gabinete, varios hombres de confianza responsables de las distintas áreas del penal, y está custodiado por escoltas.
Las demostraciones del poder de los presos opacan las iniciativas tomadas por el Ministerio de Servicios Penitenciarios, que ha establecido en el resto de los penales lo que ellos mismos llaman “régimen”: hombres —o mujeres, según el caso— con uniformes de colores, con horarios estrictos para las comidas, la hora de dormir y que cumplen con una disciplina como en cualquier penal del mundo.
El Centro Penitenciario de Aragua, más conocido como cárcel de Tocorón, es quizá uno de los ejemplos más acabados de lo que los presos llaman “una cárcel sin régimen”. Es uno de los nueve penales donde el Estado se limita a vigilar el perímetro y deja en los presos la responsabilidad de procurarse todo lo demás: desde comida a drogas y armas. El portal venezolano Runrunes aseguró en 2015 que su líder, Guerrero, lo había convertido en una réplica a pequeña escala de cualquier barrio marginal de Venezuela: una discoteca —llamada Tokio—, un centro de apuestas hípicas, un gimnasio, una piscina, restaurantes, una suerte de agencia bancaria que reglamentaba los préstamos de dinero a los internos y hasta un zoológico. Las fotos circularon en las redes sociales. “Nosotros estamos presos, sí, pero nadie nos puede prohibir que vivamos como personas dignas”, dicen los presos. Esa máxima engloba prebendas impensables en otros lugares de América Latina: no hay días ni horas de visita establecidos y los presos pueden vivir con sus familias siempre que estén autorizados por el Pran.
En la prisión de Tocorón
En julio de 2015, fui a la cárcel de Tocorón a entrevistar a un preso. Al llegar a la puerta de la entrada no tuve necesidad de registrarme ni dejar mi documento de identidad. Le avisé desde mi teléfono celular que ya había llegado y me respondió: “Ya te mando a buscar”. Uno de sus compañeros llegó hasta la puerta, le indicó al guardia que me dejara pasar y me pidió que le acompañara a guarecernos del fuerte sol bajo la sombra de un samán [una especie de árbol]. Se veían motos de alta cilindrada —muchas motos— y hombres armados caminando en el patio de tierra. La mayoría vestía camiseta y pescadores, o ropa deportiva de marca. Otros usaban pantalones largos y una camisa de mangas cortas o largas con corbata. Cuando pregunté por qué no usaban una ropa más fresca me sugirieron que así se diferenciaban a los malandros de los evangélicos. Quienes llegan a una cárcel venezolana buscando protección en la palabra de Dios pierden el estatus de hombres malos que ganaron en la calle. Y deben servir a sus compañeros.
La persona a la que iba a visitar llegó al pie del árbol a bordo de una moto y le ordenó a uno de los evangélicos que se levantara de su silla para cedérsela. Al bajar, sacó del interruptor del encendido la diminuta navaja de un cortauñas. Él es parte del carro —como llaman en la jerga carcelaria al gabinete de los presos— de Guerrero, pero tenía una motocicleta mucho menos ostentosa que la de los otros, que aceleraban motores de más cilindrada mientras se levantaban sobre la rueda posterior. Me dijo que se la habían asignado. De pronto todas las denuncias sobre el alarmante robo de coches y motos en la zona central del país, y que nunca más aparecen, cobró sentido. Tocorón se traga para siempre todo lo que traspasa sus puertas.
Quería cerciorarme por mis propios ojos de la existencia de la discoteca y de esa suerte de barriada en miniatura que aseguraban los medios. Pero pasaron varias horas y el preso, que me había ofrecido llevarme a conocer la obra a bordo de su moto, levantada con capital proveniente del delito, no se movía de su asiento. El hombre me dijo que esta vez no podría: Guerrero y su grupo habían dado la orden de que nadie se moviera. “Está prendida una luz y hay que quedarse quieto”, agregó. El que desobedece esa orden puede darse por muerto.