Tras las bombas, los menores refugiados enfrentan las mafias
ONG griegas entregan móviles para proteger a distancia a los menores que cruzan hacia los Balcanes
María Antonia Sánchez-Vallejo
Idomeni (Frontera greco-macedonia), El País
La presencia de seis mocetones de mejillas hirsutas en la colorida tienda de campaña que sirve de sala de juegos a los niños refugiados chirría como un sinsentido. Pero los hombretones son chavales argelinos, de entre 15 y 17 años, todos ellos vecinos del mismo barrio de Constantina, al noreste del país. Han llegado hasta Idomeni en grupo, en un viaje de dos meses, para buscarse la vida en Europa. A diferencia de los refugiados y otros migrantes adultos, estos chicos cuentan con protección oficial y, sobre todo, de las ONG que operan en el campamento. La rama local de la organización Save the Children cifra en 26.000 el número de menores no acompañados que llegaron el año pasado a Europa; la mayoría de ellos a través de Grecia. “El más pequeño que hemos tenido era un niño sirio de 12 años. Ahora está en un centro de menores”, explica Iota Gatsi, de Save the Children. El preocupante informe de Europol sobre la desaparición de 10.000 niños que viajaban solos ha disparado las alertas, pero parece que en Grecia están bien localizados.
El procedimiento de urgencia cuando se detecta algún caso funciona, asegura la trabajadora humanitaria. “Se hace cargo de ellos la policía, los identifica y los somete a exámenes médicos forenses, mientras nosotros solicitamos plaza en los albergues más próximos”, añade Gatsi. “Hay que señalar que pese a la crisis económica que ha dejado en el chasis la mayoría de servicios sociales, la protección al menor todavía funciona. Una vez en el refugio, reciben comida, papeles y asistencia psicológica y pueden quedarse todo el tiempo que quieran”.
En el mismo rincón —es la única zona de juegos del campamento, donde dos críos sirios se disputan un balón y unas niñas dibujan infinitas casas en ruinas y tiendas de campaña—, Ussama y su amigo Emin, ambos de 17 años y de Casablanca, se muestran preocupados por su futuro inmediato. “Nos han dicho que tenemos que ir unos días a la cárcel”, protestan. “No, a una comisaría para que os identifiquen y os registren”, les tranquiliza Gatsi. “Es que estamos desesperados, llevamos ya tres días aquí y ahora encima nos llevan a la policía”, refunfuñan mientras Ussama muestra en su móvil imágenes de una habitación cochambrosa, con sanitarios inutilizables y colchonetas en el suelo. El joven marroquí asegura que se las envió un conocido, también menor, desde una comisaría cercana en la que pasó varios días.
Pero ni Ussama ni su amigo se arredran ante una estancia en una comisaría de una localidad perdida al norte de Grecia. Llevan mucho detrás como para sentirse intimidados por la suciedad de cuatro paredes. Ambos no van a parar hasta llegar a Italia y Francia, donde viven sendos hermanos suyos. “En el primer barco que cogimos en Izmir [Turquía] para cruzar a Lesbos había gente armada a bordo, los smugglers [traficantes]. Ese barco volcó nada más zarpar, pero a nosotros nos rescataron. Otros murieron”, cuenta tranquilamente Emin.
Muchos de los menores presentan síntomas de estrés postraumático a causa de las experiencias vividas en sus países de origen (guerras, persecución) o, simplemente, de las penalidades arrostradas en el viaje. “Se encierran en sí mismos, experimentan terror nocturno o no duermen. Son víctimas”, señala la trabajadora humanitaria, apuntando al rincón de la tienda donde pernoctan, solos, para evitarles el estrés añadido de convivir en dormitorios colectivos, masificados, con familias con bebés y hombres adultos. “Muy vulnerables también son las mujeres que viajan solas con un montón de niños; no sólo corren peligro los menores solos”, apostilla Gatsi. Mujeres y niños representan casi el 60% de los refugiados que llegan hasta Macedonia, según un informe hecho público este martes por Unicef.
Las autoridades griegas cifraron en 2.800 el número de menores que atravesaron el país sólo entre octubre y finales de diciembre de 2015. “Pero las autoridades de la Antigua República Yugoslava de Macedonia (FYROM) aseguran que fueron 18.000” en el mismo periodo, cuenta Gatsi perpleja. “No hay cifras fidedignas, pero según nuestro recuento sobre el terreno podemos hablar de una docena de menores a la semana; de todos modos, es difícil llevar la cuenta porque a veces viene la policía y pretende meterlos en los autobuses” que devuelven a los migrantes sin papeles a Atenas. Según la ONG griega Arsis, corresponsable de la zona infantil de Idomeni, el campo recibió a 150 menores no acompañados en noviembre. Todos ellos fueron derivados a la red de albergues que gestiona.
Ambas ONG preparan en Idomeni, con ayuda de Acnur (agencia de la ONU para los refugiados), un barracón para cuidar mejor a los menores. Todos temen que la primavera, con el buen tiempo, dispare de nuevo las llegadas desde Turquía. Pero la zona infantil será también un lugar de tránsito: muchos de los menores pasarán a FYROM en cuanto puedan. Como Ussama y Emin, o los chavales argelinos. Y nadie puede impedírselo, por más que los papeles que les proporcionan en los centros de acogida sirvan sólo para Grecia y no como documento de viaje. “Si finalmente deciden cruzar [la frontera], nosotros sólo podemos explicarles los peligros que corren y, si insisten, hacemos un acompañamiento a distancia; es decir, enviamos sus datos y ruta a otras ONG del camino para que los tengan localizados y los ayuden. También les damos móviles con baterías recargables por energía solar; es decir, intentamos guiarles y tutelarles a distancia”, concluye la responsable de Save the Children.
Todo esfuerzo es poco para evitar que caigan en manos de los traficantes que, por entre 700 y 800 euros, prometen llevarles hasta la frontera serbia. Ussama y Emin sueñan con que llegue ese momento. “Nos han dicho que ya tienen plazas para nosotros en un albergue, pero no somos niños, no pueden tratarnos como si lo fuéramos, tienen que dejarnos ir”, dicen ingenuamente. Pero atravesar los Balcanes no es un juego infantil. “Hay una red internacional de voluntarios, una organización absolutamente informal, que también les ayuda a cruzar gratis por el bosque o el río, algo que no gusta nada a las mafias que se están lucrando con este drama”, explica Viki Lilí, psicóloga infantil de la ONG Praksis. “Es que se oyen tantas cosas… niños que desaparecen, tráfico de órganos… Pero yo por fortuna no he visto nada”.
María Antonia Sánchez-Vallejo
Idomeni (Frontera greco-macedonia), El País
La presencia de seis mocetones de mejillas hirsutas en la colorida tienda de campaña que sirve de sala de juegos a los niños refugiados chirría como un sinsentido. Pero los hombretones son chavales argelinos, de entre 15 y 17 años, todos ellos vecinos del mismo barrio de Constantina, al noreste del país. Han llegado hasta Idomeni en grupo, en un viaje de dos meses, para buscarse la vida en Europa. A diferencia de los refugiados y otros migrantes adultos, estos chicos cuentan con protección oficial y, sobre todo, de las ONG que operan en el campamento. La rama local de la organización Save the Children cifra en 26.000 el número de menores no acompañados que llegaron el año pasado a Europa; la mayoría de ellos a través de Grecia. “El más pequeño que hemos tenido era un niño sirio de 12 años. Ahora está en un centro de menores”, explica Iota Gatsi, de Save the Children. El preocupante informe de Europol sobre la desaparición de 10.000 niños que viajaban solos ha disparado las alertas, pero parece que en Grecia están bien localizados.
El procedimiento de urgencia cuando se detecta algún caso funciona, asegura la trabajadora humanitaria. “Se hace cargo de ellos la policía, los identifica y los somete a exámenes médicos forenses, mientras nosotros solicitamos plaza en los albergues más próximos”, añade Gatsi. “Hay que señalar que pese a la crisis económica que ha dejado en el chasis la mayoría de servicios sociales, la protección al menor todavía funciona. Una vez en el refugio, reciben comida, papeles y asistencia psicológica y pueden quedarse todo el tiempo que quieran”.
En el mismo rincón —es la única zona de juegos del campamento, donde dos críos sirios se disputan un balón y unas niñas dibujan infinitas casas en ruinas y tiendas de campaña—, Ussama y su amigo Emin, ambos de 17 años y de Casablanca, se muestran preocupados por su futuro inmediato. “Nos han dicho que tenemos que ir unos días a la cárcel”, protestan. “No, a una comisaría para que os identifiquen y os registren”, les tranquiliza Gatsi. “Es que estamos desesperados, llevamos ya tres días aquí y ahora encima nos llevan a la policía”, refunfuñan mientras Ussama muestra en su móvil imágenes de una habitación cochambrosa, con sanitarios inutilizables y colchonetas en el suelo. El joven marroquí asegura que se las envió un conocido, también menor, desde una comisaría cercana en la que pasó varios días.
Pero ni Ussama ni su amigo se arredran ante una estancia en una comisaría de una localidad perdida al norte de Grecia. Llevan mucho detrás como para sentirse intimidados por la suciedad de cuatro paredes. Ambos no van a parar hasta llegar a Italia y Francia, donde viven sendos hermanos suyos. “En el primer barco que cogimos en Izmir [Turquía] para cruzar a Lesbos había gente armada a bordo, los smugglers [traficantes]. Ese barco volcó nada más zarpar, pero a nosotros nos rescataron. Otros murieron”, cuenta tranquilamente Emin.
Muchos de los menores presentan síntomas de estrés postraumático a causa de las experiencias vividas en sus países de origen (guerras, persecución) o, simplemente, de las penalidades arrostradas en el viaje. “Se encierran en sí mismos, experimentan terror nocturno o no duermen. Son víctimas”, señala la trabajadora humanitaria, apuntando al rincón de la tienda donde pernoctan, solos, para evitarles el estrés añadido de convivir en dormitorios colectivos, masificados, con familias con bebés y hombres adultos. “Muy vulnerables también son las mujeres que viajan solas con un montón de niños; no sólo corren peligro los menores solos”, apostilla Gatsi. Mujeres y niños representan casi el 60% de los refugiados que llegan hasta Macedonia, según un informe hecho público este martes por Unicef.
Las autoridades griegas cifraron en 2.800 el número de menores que atravesaron el país sólo entre octubre y finales de diciembre de 2015. “Pero las autoridades de la Antigua República Yugoslava de Macedonia (FYROM) aseguran que fueron 18.000” en el mismo periodo, cuenta Gatsi perpleja. “No hay cifras fidedignas, pero según nuestro recuento sobre el terreno podemos hablar de una docena de menores a la semana; de todos modos, es difícil llevar la cuenta porque a veces viene la policía y pretende meterlos en los autobuses” que devuelven a los migrantes sin papeles a Atenas. Según la ONG griega Arsis, corresponsable de la zona infantil de Idomeni, el campo recibió a 150 menores no acompañados en noviembre. Todos ellos fueron derivados a la red de albergues que gestiona.
Ambas ONG preparan en Idomeni, con ayuda de Acnur (agencia de la ONU para los refugiados), un barracón para cuidar mejor a los menores. Todos temen que la primavera, con el buen tiempo, dispare de nuevo las llegadas desde Turquía. Pero la zona infantil será también un lugar de tránsito: muchos de los menores pasarán a FYROM en cuanto puedan. Como Ussama y Emin, o los chavales argelinos. Y nadie puede impedírselo, por más que los papeles que les proporcionan en los centros de acogida sirvan sólo para Grecia y no como documento de viaje. “Si finalmente deciden cruzar [la frontera], nosotros sólo podemos explicarles los peligros que corren y, si insisten, hacemos un acompañamiento a distancia; es decir, enviamos sus datos y ruta a otras ONG del camino para que los tengan localizados y los ayuden. También les damos móviles con baterías recargables por energía solar; es decir, intentamos guiarles y tutelarles a distancia”, concluye la responsable de Save the Children.
Todo esfuerzo es poco para evitar que caigan en manos de los traficantes que, por entre 700 y 800 euros, prometen llevarles hasta la frontera serbia. Ussama y Emin sueñan con que llegue ese momento. “Nos han dicho que ya tienen plazas para nosotros en un albergue, pero no somos niños, no pueden tratarnos como si lo fuéramos, tienen que dejarnos ir”, dicen ingenuamente. Pero atravesar los Balcanes no es un juego infantil. “Hay una red internacional de voluntarios, una organización absolutamente informal, que también les ayuda a cruzar gratis por el bosque o el río, algo que no gusta nada a las mafias que se están lucrando con este drama”, explica Viki Lilí, psicóloga infantil de la ONG Praksis. “Es que se oyen tantas cosas… niños que desaparecen, tráfico de órganos… Pero yo por fortuna no he visto nada”.