Al rascacielos más alto de la Ciudad de México no le dan miedo los terremotos
La nueva sede de BBVA Bancomer ha sido diseñada para soportar sismos extremos
Pablo de Llano
México, El País
En la megaurbe de los sismos, con una cimentación que bajó a 52 metros de profundidad –atravesando un río subterráneo– hasta tocar la capa de roca idónea, anclado en cien pilas de hormigón, se ha elevado un reluciente rascacielos de vidrio y acero que marca de momento la nueva cota de altura de la Ciudad de México: la torre BBVA Bancomer, de 224 metros. Desde abajo, al nivel que habitan los hombres y las hormigas, una vendedora callejera de helados la mira y dice: “Es bonita, sí, pero si tiembla y se cae me quedo aquí con los helados”.
Todo ha sido calculado para garantizar la estabilidad del rascacielos diseñado por los estudios del británico Richard Rogers y el mexicano Víctor Legorreta. “Nos fuimos hasta el fondo del lago”, explica Legorreta en el vestíbulo. En origen una cuenca lacustre, asentada por los aztecas entre lagos como una Venecia prehispánica y desaguada durante la Colonia hasta la desecación de la superficie, el subsuelo de la ciudad más grande de América Latina sigue siendo un lecho oscilante, lo que hace más temibles los terremotos que la sacuden. “El banco nos pidió que el edificio estuviese preparado para un gran sismo que viene cada 200 años”, precisa Miguel Almaraz, director de proyectos del Estudio Legorreta. Ese sismo podría alcanzar una magnitud de 9,5 en la escala Richter, la misma que la del terremoto de más intensidad registrado (Valdivia, Chile, 1960). Otro detalle robusto: la torre asciende estructurada por seis megacolumnas longitudinales, y si un coche bomba explotase junto a una bastarían las otras cinco para sostenerla. Aguantaría, a la pata coja.
El rascacielos, construido entre 2011 y 2015 con un coste de 650 millones de dólares, está situado en el vértice del área financiera de la capital de México, el país en el que el BBVA ha acumulado más clientes (18 millones, ocho más que en España, su matriz). El símbolo de la expansión latinoamericana del banco es un esbelto tubo cubierto con una malla de rombos de acero, como una antigua greca mexicana, unos con vidrio morado y otros sin él para ventilar. Cuando le propusieron a Rogers ese color, el premio Pritzker de arquitectura no lo dudó: “Sólo en México me dejarán hacer una torre de 54 plantas de color morado”.
La obra reúne dos firmas reputadas: el despacho heredero de Ricardo Legorreta (1931-2011) y el de Rogers, que a sus 82 años ha firmado edificios como el Pompidou de París, la sede de Lloyd’s en Londres o la ampliación del aeropuerto de Madrid con el estudio español Lamela. “Este fue un trabajo muy colaborativo”, cuenta Legorreta hijo; “no es que Rogers se haya ocupado de una parte y nosotros de otra, sino que ha sido combinado. Podríamos decir que el autor es legorrogers”. La experiencia en rascacielos del estudio británico fue clave para el desarrollo técnico, igual que el estilo Legorreta para lo estético.
Interior de la torre BBVA Bancomer.
Un día, Rogers se crispó. Cuando le explicaron la proporción de aparcamientos que requería el edificio según el reglamento de la Ciudad de México. Con 188.000 metros cuadrados de superficie construida y 66.000 para oficinas, al edificio le correspondían 3.500. Almaraz y Legorreta explican que consiguieron arañar la normativa hasta dejarlo en 2.900. Seguramente no bastó para calmar la ambición ecourbana de su célebre socio, que en Londres hizo un rascacielos de 225 metros con diez lugares de estacionamiento.
El interior es luminoso. Desde dentro, desde las salas donde trabajarán cada día 4.500 personas, o desde los cinco jardines distribuidos en terrazas a distintas alturas, se ven panorámicas únicas de la ciudad, vistas inmensas con un solo obstáculo: la contaminación del valle. Arriba la cúpula está coronada por un helipuerto en el que podría aterrizar hasta un helicóptero de guerra. Al pie, a unos metros del centro financiero, un vendedor de zumos celebra que el banco se haya instalado en frente de su caseta de 15 metros cuadrados: “Mi promedio de ventas ha pasado de media tonelada de naranjas a la semana a una tonelada. Es una bendición. Más que la visita del papa Francisco”.
Pablo de Llano
México, El País
En la megaurbe de los sismos, con una cimentación que bajó a 52 metros de profundidad –atravesando un río subterráneo– hasta tocar la capa de roca idónea, anclado en cien pilas de hormigón, se ha elevado un reluciente rascacielos de vidrio y acero que marca de momento la nueva cota de altura de la Ciudad de México: la torre BBVA Bancomer, de 224 metros. Desde abajo, al nivel que habitan los hombres y las hormigas, una vendedora callejera de helados la mira y dice: “Es bonita, sí, pero si tiembla y se cae me quedo aquí con los helados”.
Todo ha sido calculado para garantizar la estabilidad del rascacielos diseñado por los estudios del británico Richard Rogers y el mexicano Víctor Legorreta. “Nos fuimos hasta el fondo del lago”, explica Legorreta en el vestíbulo. En origen una cuenca lacustre, asentada por los aztecas entre lagos como una Venecia prehispánica y desaguada durante la Colonia hasta la desecación de la superficie, el subsuelo de la ciudad más grande de América Latina sigue siendo un lecho oscilante, lo que hace más temibles los terremotos que la sacuden. “El banco nos pidió que el edificio estuviese preparado para un gran sismo que viene cada 200 años”, precisa Miguel Almaraz, director de proyectos del Estudio Legorreta. Ese sismo podría alcanzar una magnitud de 9,5 en la escala Richter, la misma que la del terremoto de más intensidad registrado (Valdivia, Chile, 1960). Otro detalle robusto: la torre asciende estructurada por seis megacolumnas longitudinales, y si un coche bomba explotase junto a una bastarían las otras cinco para sostenerla. Aguantaría, a la pata coja.
El rascacielos, construido entre 2011 y 2015 con un coste de 650 millones de dólares, está situado en el vértice del área financiera de la capital de México, el país en el que el BBVA ha acumulado más clientes (18 millones, ocho más que en España, su matriz). El símbolo de la expansión latinoamericana del banco es un esbelto tubo cubierto con una malla de rombos de acero, como una antigua greca mexicana, unos con vidrio morado y otros sin él para ventilar. Cuando le propusieron a Rogers ese color, el premio Pritzker de arquitectura no lo dudó: “Sólo en México me dejarán hacer una torre de 54 plantas de color morado”.
La obra reúne dos firmas reputadas: el despacho heredero de Ricardo Legorreta (1931-2011) y el de Rogers, que a sus 82 años ha firmado edificios como el Pompidou de París, la sede de Lloyd’s en Londres o la ampliación del aeropuerto de Madrid con el estudio español Lamela. “Este fue un trabajo muy colaborativo”, cuenta Legorreta hijo; “no es que Rogers se haya ocupado de una parte y nosotros de otra, sino que ha sido combinado. Podríamos decir que el autor es legorrogers”. La experiencia en rascacielos del estudio británico fue clave para el desarrollo técnico, igual que el estilo Legorreta para lo estético.
Interior de la torre BBVA Bancomer.
Un día, Rogers se crispó. Cuando le explicaron la proporción de aparcamientos que requería el edificio según el reglamento de la Ciudad de México. Con 188.000 metros cuadrados de superficie construida y 66.000 para oficinas, al edificio le correspondían 3.500. Almaraz y Legorreta explican que consiguieron arañar la normativa hasta dejarlo en 2.900. Seguramente no bastó para calmar la ambición ecourbana de su célebre socio, que en Londres hizo un rascacielos de 225 metros con diez lugares de estacionamiento.
El interior es luminoso. Desde dentro, desde las salas donde trabajarán cada día 4.500 personas, o desde los cinco jardines distribuidos en terrazas a distintas alturas, se ven panorámicas únicas de la ciudad, vistas inmensas con un solo obstáculo: la contaminación del valle. Arriba la cúpula está coronada por un helipuerto en el que podría aterrizar hasta un helicóptero de guerra. Al pie, a unos metros del centro financiero, un vendedor de zumos celebra que el banco se haya instalado en frente de su caseta de 15 metros cuadrados: “Mi promedio de ventas ha pasado de media tonelada de naranjas a la semana a una tonelada. Es una bendición. Más que la visita del papa Francisco”.