Al Dakar rogando y a Evo implorando
Oponerse al Dakar es lo único sensato que podemos hacer los ciudadanos. Hay que implorar que nuestros gobernantes también lo hagan y que no cedan a los “ruegos” de los organizadores.
Isabel Mercado
periodista
Resultan al menos contradictorias las señales que dan el país y el Gobierno sobre el tema ambiental. Por un lado, hace apenas un mes, en la Conferencia sobre el Cambio Climático (COP21) en París (diciembre, 2015), Bolivia se enorgullecía de liderar una de las mesas más importantes en las negociaciones: la de Adaptación al Cambio Climático (la meta principal de la adaptación es reducir la vulnerabilidad promoviendo el desarrollo sostenible; las medidas de adaptación que se discuten en estos foros apuestan a que los países puedan incluir componentes de manejo ambiental, de planeación y de manejo de desastres en sus políticas públicas y acciones).
En sus palabras de felicitación al acuerdo al que se arribó con enorme esfuerzo al final de esta cumbre, el ministro de Planificación al Desarrollo, René Orellana, -muy respetado internacionalmente en estos escenarios- expresó su satisfacción porque en el texto consensuado se haya reconocido la importancia de los saberes y prácticas de los pueblos indígenas (especialmente en términos de resiliencia); se haya mencionado los derechos de la Madre Tierra; se haya valorado la experiencia boliviana en temas de adaptación, mitigación y daños y perdidas; y se haya recogido los principios propuestos por el país en términos de justicia climática.
En efecto, desde 2010, cuando se realizó la Cumbre Mundial de la Madre Tierra (Tiquipaya, Cochabamba), Bolivia ha adquirido un nada despreciable protagonismo en la defensa de los derechos de la Madre Tierra y ha encabezado debates en torno a la necesidad de comprometer a los países que más contaminan a redoblar esfuerzos en sus responsabilidades (económicas) con el planeta y exigir que las medidas que se adopten en las naciones menos favorecidas -en el marco de un progresivo abandono a los combustibles fósiles como motor de su desarrollo- esté acompañado por contribuciones económicas.
Sin embargo, poco o nada de este discurso progresista y humanista tiene un correlato coherente en las decisiones y acciones del Gobierno. Hay muchos ejemplos: desde la decisión de explorar las áreas protegidas, hasta la mención excesivamente discreta y poco precisa que se hace en el Plan Nacional de Desarrollo Económico y Social (PNED) a las políticas ambientales que tendría que adoptar el país en correspondencia a sus enunciados.
Pero, el ejemplo más burdo de este extravío ha sido el festejo con bombos, platillos y exitismo irreflexivo con que se ha organizado y recibido el Rally Dakar 2016, que además de ser conocida como una de las carreras más "duras y peligrosas” del planeta, encarna un profundo menosprecio por uno de los temas que más angustia a la humanidad en la actualidad: la contaminación producto de los combustibles y la erosión de áreas naturales.
Además de ser una oprobiosa expresión de desigualdad económica -los grandes auspiciadores gastan exorbitantes sumas en financiar a los pilotos y en dotarlos de las "máquinas” más ostentosas y potentes- y publicidad intrascendente, este rally no acarrea al país otro beneficio que satisfacer el gusto de un reducido conjunto de aficionados y, principalmente, la sed de propaganda de las autoridades -que en tiempo de campaña política es más abierta e insaciable que nunca-.
"Antes rogábamos, ahora nos ruegan”, dijo el presidente del Estado, Evo Morales, al referirse a que la competencia volverá al país en los próximos años e indicó que la misma ayuda a la integración: "Hay que mantener y seguir mejorando la calidad humana con los visitantes para que así sigamos haciendo conocer Bolivia al mundo”.
Es preciso analizar estas afirmaciones. Por un lado, porque es natural que los organizadores "nos rueguen”; primero porque reciben millones de dólares de nuestra parte por atravesar nuestro territorio y sobre todo porque ya nadie quiere que una competencia como ésta pase por su país. De África salió en 2008 por razones de seguridad, pero también por la enorme presión de grupos ambientalistas que empezaron a denunciar los daños que causaba y las contradicciones que implicaba un negocio vergonzosamente elitista y millonario en el continente más pobre del mundo. En Sudamérica, en tanto, todos los países que un día la acogieron han ido dando un paso al costado y otros ni la han considerado, como Ecuador. ¿Por qué no habrían, entonces, que rogarnos?
Hay más. La presunta integración con la que aporta este espectáculo al país es más bien pobre y tan episódica, que incide muy poco en el crecimiento del turismo interno o externo. En otras palabras, para el costo irreversible que representa para el equilibrio ecológico de las regiones por las que transcurre y el riesgo que entraña para los ciudadanos -recordemos que un espectador boliviano murió atropellado y en Argentina un camión de apoyo volcó y chocó contra otros autos, provocando diez heridos, uno de ellos de gravedad, en un accidente múltiple-, cualquier beneficio de este rally resulta pírrico.
En Bolivia, mientras venimos de lamentar la desaparición de un milenario lago (el Poopó) y nos empeñamos en encarar campañas de forestación y reforestación lideradas por el Estado; estamos apenas abriendo los ojos a la relación entre los desastres naturales que vivimos -la desertificación es uno de los que más nos toca- y el cambio climático. Asimismo, en lo discursivo, queremos seguir abanderando la defensa de la Madre Tierra y el Vivir Bien, y representar simbólicamente a los países vulnerables frente al poder de las corporaciones, el capitalismo y el Primer Mundo, cuando en los hechos nos entregamos ingenuamente a los brazos de la contradicción llevada al paroxismo al alentar una de las expresiones más irresponsables e irreflexivas del deporte automovilístico: la que invade los únicos espacios que debiéramos cuidar y proteger sin excusa.
Oponerse al Dakar es lo único sensato que podemos hacer los ciudadanos. Hay que implorar que nuestros gobernantes también lo hagan y que no cedan, bajo pretextos tan frívolos, a los "ruegos” de los organizadores.
Isabel Mercado
periodista
Resultan al menos contradictorias las señales que dan el país y el Gobierno sobre el tema ambiental. Por un lado, hace apenas un mes, en la Conferencia sobre el Cambio Climático (COP21) en París (diciembre, 2015), Bolivia se enorgullecía de liderar una de las mesas más importantes en las negociaciones: la de Adaptación al Cambio Climático (la meta principal de la adaptación es reducir la vulnerabilidad promoviendo el desarrollo sostenible; las medidas de adaptación que se discuten en estos foros apuestan a que los países puedan incluir componentes de manejo ambiental, de planeación y de manejo de desastres en sus políticas públicas y acciones).
En sus palabras de felicitación al acuerdo al que se arribó con enorme esfuerzo al final de esta cumbre, el ministro de Planificación al Desarrollo, René Orellana, -muy respetado internacionalmente en estos escenarios- expresó su satisfacción porque en el texto consensuado se haya reconocido la importancia de los saberes y prácticas de los pueblos indígenas (especialmente en términos de resiliencia); se haya mencionado los derechos de la Madre Tierra; se haya valorado la experiencia boliviana en temas de adaptación, mitigación y daños y perdidas; y se haya recogido los principios propuestos por el país en términos de justicia climática.
En efecto, desde 2010, cuando se realizó la Cumbre Mundial de la Madre Tierra (Tiquipaya, Cochabamba), Bolivia ha adquirido un nada despreciable protagonismo en la defensa de los derechos de la Madre Tierra y ha encabezado debates en torno a la necesidad de comprometer a los países que más contaminan a redoblar esfuerzos en sus responsabilidades (económicas) con el planeta y exigir que las medidas que se adopten en las naciones menos favorecidas -en el marco de un progresivo abandono a los combustibles fósiles como motor de su desarrollo- esté acompañado por contribuciones económicas.
Sin embargo, poco o nada de este discurso progresista y humanista tiene un correlato coherente en las decisiones y acciones del Gobierno. Hay muchos ejemplos: desde la decisión de explorar las áreas protegidas, hasta la mención excesivamente discreta y poco precisa que se hace en el Plan Nacional de Desarrollo Económico y Social (PNED) a las políticas ambientales que tendría que adoptar el país en correspondencia a sus enunciados.
Pero, el ejemplo más burdo de este extravío ha sido el festejo con bombos, platillos y exitismo irreflexivo con que se ha organizado y recibido el Rally Dakar 2016, que además de ser conocida como una de las carreras más "duras y peligrosas” del planeta, encarna un profundo menosprecio por uno de los temas que más angustia a la humanidad en la actualidad: la contaminación producto de los combustibles y la erosión de áreas naturales.
Además de ser una oprobiosa expresión de desigualdad económica -los grandes auspiciadores gastan exorbitantes sumas en financiar a los pilotos y en dotarlos de las "máquinas” más ostentosas y potentes- y publicidad intrascendente, este rally no acarrea al país otro beneficio que satisfacer el gusto de un reducido conjunto de aficionados y, principalmente, la sed de propaganda de las autoridades -que en tiempo de campaña política es más abierta e insaciable que nunca-.
"Antes rogábamos, ahora nos ruegan”, dijo el presidente del Estado, Evo Morales, al referirse a que la competencia volverá al país en los próximos años e indicó que la misma ayuda a la integración: "Hay que mantener y seguir mejorando la calidad humana con los visitantes para que así sigamos haciendo conocer Bolivia al mundo”.
Es preciso analizar estas afirmaciones. Por un lado, porque es natural que los organizadores "nos rueguen”; primero porque reciben millones de dólares de nuestra parte por atravesar nuestro territorio y sobre todo porque ya nadie quiere que una competencia como ésta pase por su país. De África salió en 2008 por razones de seguridad, pero también por la enorme presión de grupos ambientalistas que empezaron a denunciar los daños que causaba y las contradicciones que implicaba un negocio vergonzosamente elitista y millonario en el continente más pobre del mundo. En Sudamérica, en tanto, todos los países que un día la acogieron han ido dando un paso al costado y otros ni la han considerado, como Ecuador. ¿Por qué no habrían, entonces, que rogarnos?
Hay más. La presunta integración con la que aporta este espectáculo al país es más bien pobre y tan episódica, que incide muy poco en el crecimiento del turismo interno o externo. En otras palabras, para el costo irreversible que representa para el equilibrio ecológico de las regiones por las que transcurre y el riesgo que entraña para los ciudadanos -recordemos que un espectador boliviano murió atropellado y en Argentina un camión de apoyo volcó y chocó contra otros autos, provocando diez heridos, uno de ellos de gravedad, en un accidente múltiple-, cualquier beneficio de este rally resulta pírrico.
En Bolivia, mientras venimos de lamentar la desaparición de un milenario lago (el Poopó) y nos empeñamos en encarar campañas de forestación y reforestación lideradas por el Estado; estamos apenas abriendo los ojos a la relación entre los desastres naturales que vivimos -la desertificación es uno de los que más nos toca- y el cambio climático. Asimismo, en lo discursivo, queremos seguir abanderando la defensa de la Madre Tierra y el Vivir Bien, y representar simbólicamente a los países vulnerables frente al poder de las corporaciones, el capitalismo y el Primer Mundo, cuando en los hechos nos entregamos ingenuamente a los brazos de la contradicción llevada al paroxismo al alentar una de las expresiones más irresponsables e irreflexivas del deporte automovilístico: la que invade los únicos espacios que debiéramos cuidar y proteger sin excusa.
Oponerse al Dakar es lo único sensato que podemos hacer los ciudadanos. Hay que implorar que nuestros gobernantes también lo hagan y que no cedan, bajo pretextos tan frívolos, a los "ruegos” de los organizadores.