Afganistán, la guerra incómoda
El bombardeo de un hospital ha vuelto a destapar un conflicto que EE UU querría olvidar
Silvia Ayuso
Washington, El País
El bombardeo “por error” de un hospital de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Kunduz es algo que Estados Unidos habría querido evitar a toda costa. No solo por los 22 civiles muertos y los problemas que le traerá lo que apunta a una cadena de graves errores de sus militares. La “tragedia” de Kunduz, como lo ha calificado la Casa Blanca, ha vuelto a poner a en el centro de atención a Afganistán, un país en el que lleva años intentando no pensar un EE UU cansado de la guerra más larga de su historia, y que además parece incapaz de ganar.
“Los estadounidenses quieren olvidar Afganistán”, sostiene Michael Kugelman, del laboratorio de ideas Wilson Center. La de Afganistán era la “guerra buena”, la intervención que, al contrario que la iraquí, contaba con el visto bueno de la comunidad internacional y en la que rápidamente se lograron los objetivos iniciales: expulsar a los talibanes e impedir que el país siguiera siendo un santuario para Al Qaeda. Pero luego “se complicó, porque dejaron de estar claros los objetivos de EE UU, pese a lo cual seguían muriendo soldados estadounidenses (más de 2.200) y porque reinaba la sensación de que, independientemente de todo el dinero (más de 600.000 millones hasta 2014) y armas que se proporcionara a Afganistán, nada parecía cambiar de verdad sobre el terreno”.
La “fatiga afgana”, como también la denomina Dominic Tierney, del Foreign Policy Research Institute, llegó cuando, pese a que el presidente Barack Obama ordenó aumentar las fuerzas a 100.000 efectivos entre 2010 y 2011, persistieron los desafíos. “En ese momento, la guerra buena empezó a verse no necesariamente como una guerra mala, pero sí como una guerra desafortunada”, señala Kugelman.
Desde entonces, “sacar el tema de Afganistán es como hablar de mortalidad. Hay un deseo profundo de cambiar de tema”, ironizaba recientemente en la revista The Atlantic Tierney, autor de “La forma correcta de perder una guerra: América en la era de conflictos que no se pueden ganar”.
Pero como ha demostrado también la ofensiva talibán contra Kunduz, ignorar el conflicto afgano no va a ser tan fácil, apunta Kugelman.
“A los estadounidenses y a la Casa Blanca les gustaría dejar de lado Afganistán, pero por desgracia el problema afgano sigue siendo uno considerable y, con el tiempo, podría volver a convertirse en una amenaza seria”, advierte.
El Pentágono evita decirlo de forma tan explícita, pero las declaraciones ante el Congreso del máximo responsable militar norteamericano en Afganistán, el general John Campbell, que dio a entender que considera insuficientes los mil soldados que Obama quiere dejar en Afganistán para 2017, evidencian que es un temor compartido.
Tampoco Tierney y Kugelman creen que sea conveniente reducir tan drásticamente la presencia militar. Al fin y al cabo, recuerda Tierney, la de 2016 no es más que una fecha electoral, no estratégica, fijada por Obama para poder dejar como legado el haber sacado a EE UU de las dos guerras impopulares con las que se topó al llegar a la Casa Blanca.
Guerras impopulares
Pero Obama tampoco quiere ser el presidente que perdió en Afganistán, como tampoco quiere hacerlo en Irak, agrega en referencia a los bombardeos contra posiciones del Estado Islámico.
Kugelman va incluso más allá y apunta a que “no se trata solo de cuántos efectivos más se quedan, sino qué es lo que podrán hacer”. Si EE UU no logró estabilizar Afganistán con 100.000 soldados, no lo va a hacer con 5.000. Pero quizás, señala, habría que darles algo más de “margen, de flexibilidad” sobre la forma en que pueden operar.
Kugelman admite que tras el ataque al hospital de MSF en Kunduz, esa opción sería menos popular que nunca. Pero advierte en contra de convertir un incidente “trágico, pero aislado” en un freno para una estrategia que cree positiva para Afganistán a largo plazo.
La decisión final sobre el calendario de salida de Afganistán está en manos de Obama. Decida lo que decida, Kugelman tiene algo muy claro: “Por mucho que lo desee, a EE UU le va a ser muy difícil lavarse del todo las manos en Afganistán”.
Silvia Ayuso
Washington, El País
El bombardeo “por error” de un hospital de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Kunduz es algo que Estados Unidos habría querido evitar a toda costa. No solo por los 22 civiles muertos y los problemas que le traerá lo que apunta a una cadena de graves errores de sus militares. La “tragedia” de Kunduz, como lo ha calificado la Casa Blanca, ha vuelto a poner a en el centro de atención a Afganistán, un país en el que lleva años intentando no pensar un EE UU cansado de la guerra más larga de su historia, y que además parece incapaz de ganar.
“Los estadounidenses quieren olvidar Afganistán”, sostiene Michael Kugelman, del laboratorio de ideas Wilson Center. La de Afganistán era la “guerra buena”, la intervención que, al contrario que la iraquí, contaba con el visto bueno de la comunidad internacional y en la que rápidamente se lograron los objetivos iniciales: expulsar a los talibanes e impedir que el país siguiera siendo un santuario para Al Qaeda. Pero luego “se complicó, porque dejaron de estar claros los objetivos de EE UU, pese a lo cual seguían muriendo soldados estadounidenses (más de 2.200) y porque reinaba la sensación de que, independientemente de todo el dinero (más de 600.000 millones hasta 2014) y armas que se proporcionara a Afganistán, nada parecía cambiar de verdad sobre el terreno”.
La “fatiga afgana”, como también la denomina Dominic Tierney, del Foreign Policy Research Institute, llegó cuando, pese a que el presidente Barack Obama ordenó aumentar las fuerzas a 100.000 efectivos entre 2010 y 2011, persistieron los desafíos. “En ese momento, la guerra buena empezó a verse no necesariamente como una guerra mala, pero sí como una guerra desafortunada”, señala Kugelman.
Desde entonces, “sacar el tema de Afganistán es como hablar de mortalidad. Hay un deseo profundo de cambiar de tema”, ironizaba recientemente en la revista The Atlantic Tierney, autor de “La forma correcta de perder una guerra: América en la era de conflictos que no se pueden ganar”.
Pero como ha demostrado también la ofensiva talibán contra Kunduz, ignorar el conflicto afgano no va a ser tan fácil, apunta Kugelman.
“A los estadounidenses y a la Casa Blanca les gustaría dejar de lado Afganistán, pero por desgracia el problema afgano sigue siendo uno considerable y, con el tiempo, podría volver a convertirse en una amenaza seria”, advierte.
El Pentágono evita decirlo de forma tan explícita, pero las declaraciones ante el Congreso del máximo responsable militar norteamericano en Afganistán, el general John Campbell, que dio a entender que considera insuficientes los mil soldados que Obama quiere dejar en Afganistán para 2017, evidencian que es un temor compartido.
Tampoco Tierney y Kugelman creen que sea conveniente reducir tan drásticamente la presencia militar. Al fin y al cabo, recuerda Tierney, la de 2016 no es más que una fecha electoral, no estratégica, fijada por Obama para poder dejar como legado el haber sacado a EE UU de las dos guerras impopulares con las que se topó al llegar a la Casa Blanca.
Guerras impopulares
Pero Obama tampoco quiere ser el presidente que perdió en Afganistán, como tampoco quiere hacerlo en Irak, agrega en referencia a los bombardeos contra posiciones del Estado Islámico.
Kugelman va incluso más allá y apunta a que “no se trata solo de cuántos efectivos más se quedan, sino qué es lo que podrán hacer”. Si EE UU no logró estabilizar Afganistán con 100.000 soldados, no lo va a hacer con 5.000. Pero quizás, señala, habría que darles algo más de “margen, de flexibilidad” sobre la forma en que pueden operar.
Kugelman admite que tras el ataque al hospital de MSF en Kunduz, esa opción sería menos popular que nunca. Pero advierte en contra de convertir un incidente “trágico, pero aislado” en un freno para una estrategia que cree positiva para Afganistán a largo plazo.
La decisión final sobre el calendario de salida de Afganistán está en manos de Obama. Decida lo que decida, Kugelman tiene algo muy claro: “Por mucho que lo desee, a EE UU le va a ser muy difícil lavarse del todo las manos en Afganistán”.