Viaje al centro de La Cancha o los 27 años del paso de Soda Stereo por Cochabamba


Por: Joel Vera Reye
Cochabamba, Opinión

A poco más de un año de la partida del gigante que permaneció dormido casi un lustro, vale la pena recordar cómo el esplendor de su estrella iluminó esta ciudad hace casi tres décadas y nos mostró porqué estará siempre a un millón de años luz.
“¡Buenas noches, Cochabamba!”, se escuchó desde el escenario. Sonó el riff de su Fender azul eléctrico, y de pronto comenzó casi mágicamente el “Juego de Seducción” (LP Nada Personal, 1985). Entonces era inevitable estar seguros de que las sospechas, la premonición y toda la expectativa comenzaban a hacerse realidad: la piel de gallina y los nervios jamás se equivocan, aquel día se iba a convertir alguna vez en una máquina del tiempo, en un referente, en el antes y después, un hito para toda una generación de adolescentes que hasta ahora -27 años más tarde- todavía revive cada capítulo de esa visita. Era la tarde-noche del domingo 4 de septiembre de 1988, y Soda Stereo, en su mayor expresión hasta entonces, estaba en este pueblo-ciudad, ubicado a 2.630 kilómetros de su Buenos Aires.


La espera y las filas interminables de la tarde en plena colina de San Sebastián comenzaban en las puertas de ingreso del coliseo de la Coronilla y se perdían en la plaza, cruzando la avenida Siles. En el camino, tunas, piedras y un panorama desértico acompañaban a un simbólico sol de septiembre, que ese día fue implacable con los fanáticos. Ellos esperaron desde las primeras horas de la mañana hasta cerca de las 20:00 por sus ídolos, esos héroes que el año anterior habían conquistado y rendido a sus pies a un todavía respetable “Monstruo” en pleno festival de Viña del Mar en Valparaíso (Chile, febrero de 1987), y que pronto repetirían la conquista de América, en sentido contrario a la del Libertador Bolívar: desde el sur hacia el norte, pasando incluso el Canal de Panamá y llegando hasta tierra Azteca con su música. Allí, los más populares programas televisivos y radiales, y los más respetables impresos, les ofrecieron sus mayores halagos, ese mismo año, incluyendo, por supuesto, a la todopoderosa Televisa.

El inicio de los fenómenos mediáticos en Bolivia, particularmente el de la televisión, hizo su parte en la gestación de aquel fenómeno que caló hondo en Cochabamba. En la Plaza 14 de Septiembre, las rotativas internacionales, particularmente chilenas y argentinas, sembraban pósters, pósters gigantes, cancioneros, historias, notas y reportajes completos sobre la vida y obra de este fenómeno americano en español que ofrecía una respuesta por fin sólida frente al mercado musical británico y americano, abarrotado entonces por el que hora conocemos como glam y que pasábamos como rock, además de algunos herederos todavía vigentes del rock clásico. Finalmente, el vacío generacional que dejaron los Prodan, Spinetta, Papo, Nevia y el mismo Charly comenzaba llenarse con argentinos como Mateos, Calamaro, GIT, Enanos, Abuelos, Cadillacs y una verdadera avalancha de ochenteros que marcó época entre finales de esa década y el inicio de los 90. El fenómeno fue uno de los primeros de la nueva era de la mediatización global. En Chile estaban Los Prisioneros, en Perú los Río, Sin Control; en Brasil Os Paralamas, en México los Caifanes, incluso en España Radio Futura y un poco más tarde en Colombia los Aterciopelados. Tales fueron las puntas de lanza de este nuevo paradigma que le devolvió vida al idioma español y el cetro de las radioemisoras de frecuencia modulada, a la “música en nuestro idioma”.

En Cochabamba, los tímidos ensayos de la precaria televisión por llevar la música joven a buen destino llegaban tarde, y resistieron hasta el final la incursión del rock latino que terminó comiéndose esos espacios, al igual que los de la radio y las fiestas populares e incluso las discotecas. Los impresos apuntaron mejor, y revistas como la pink TÚ y hasta la remilgosa Rolling Stone se especializaron en ofrecer quincenalmente afiches de todos los ídolos anglosajones del momento. Pero comenzaron también a editar números enteros destinados a los fenómenos ibero y latinoamericanos. Algunos incluyeron cassettes de audio con sus cortes más reconocibles. En medio de esa maraña, los Soda siempre llevaron la vanguardia, fueron pioneros en giras americanas con más de 20 países en su recorrido y casi el doble de visitas a ciudades, entre ellas, la de este valle, además de La Paz y Santa Cruz a su paso por Bolivia.

En ese marco, la espera en la colina, bajo el sol y en medio de un verdadero desierto, bajo unos poco usuales 30 grados centígrados, valió la pena para los seguidores del trío, más aun porque, a media tarde, la prueba de sonido terminó siendo un concierto a ciegas que estremeció la Coronilla y que la multitud coreó canción por canción, aplaudió en cada uno de los solos instrumentales, aún sin verlos y todavía esperando en las largas filas.

Día de Cancha

La Cancha de Cochabamba, un mercado caprichosamente desarrollado sobre unas cinco hectáreas y otras tres en ocupación de vías, entre calles, plazas, callejones, hasta una estación de tren y una terminal de buses al aire libre, es, sin proponérselo, uno de los atractivos turísticos más importantes de la ciudad. Resulta sin duda una experiencia exótica para quienes acostumbran hacer compras en malls, supermercados o centros comerciales pulcros, ordenados y cómodos. Quizás porque además de la adrenalina por el riesgo de ser asaltado que sienten los foráneos, muy pocos mercados en el planeta ofrecen un mundo tan variado de productos en un mismo lugar. O tal vez por los precios que compiten con los de distribuidoras internacionales incluso sobre mercadería recién puesta en los puertos. Ese caótico pero mágico y misterioso lugar terminó por seducir y luego se supo que hasta encantar a Gustavo Cerati, Zeta Bossio y el resto del staff -una comitiva de alrededor de 20 personas que acompañó la gira ese 88-, entre ellos músicos de la talla de Daniel Saiz (teclados), Marcelo Sánchez (saxo y trompeta) e incluso un Charly Alberti siempre serio que pareció mantenerse al margen del resto durante su estadía en Cochabamba, desde su llegada al aeropuerto donde prefirió ir sin pausa hasta el vehículo que luego trasladó al grupo, hasta el recordado Hotel Emperador de la calle Colombia casi Oquendo, donde los músicos permanecieron por varios días, haciendo una pausa en la gira que se extendió hasta Nueva York.

“Eran altos, delgados, con cabellos rojos o rubios, algunos tenían ojos azules. No se parecían a los que veíamos por la tele, así que pensamos que eran unos gringuitos y no les dimos importancia, hasta que comenzaron a hablar”, cuenta Victoria Flores, entonces una joven bachiller que se topó cara a cara con los Soda Stereo y que los siguió entre las casetas y el mercado Miamicito, en pleno corazón de La Cancha, que por supuesto tenía todos los condimentos de “un día de Cancha”.

Ese típico biotipo porteño no pasó desapercibido ni siquiera entre las vendedoras. Algunas, indiferentes al fenómeno musical que tenían en frente, simplemente murmuraron “qué quieren estos gringos aquí, solo preguntan y ni tienen plata”, recuerda Margarita Pascual, por entonces vendedora ambulante de ropa interior que se acercó a los extraños de cabellos largos. “Yo era jovencita pues, sabía que los del temblor (“Cuando Pase el Temblor”, Nada Personal, 1985) tenían que llegar, no sabía nada más. Les he ofrecido calzoncillos y uno me dijo que no quería. Parece que era el cantante, le he agarrado de sus hombros, me he subido a una banca y le he besado en su cara. Era lindo”, dice Margarita. Explica cómo ese gesto fue imitado después por varias de sus colegas y algunos compradores que aprovecharon para saludar y hasta tomarse fotos, cosa algo más complicada en esa época que por estos días. Unos años después, cuando fue a trabajar en una granja en la Argentina, confirmó que efectivamente fue Cerati el que había accedido a su gesto de cariño.

Ambas recuerdan que la comitiva compró zapatillas deportivas de marca americana, zapatos de vestir importados, relojes coreanos, gorras y algunos souvenirs locales. Finalmente, cuentan que desaparecieron entre la multitud, en medio de la indiferencia de muchos y la timidez de otros que no se animaron a saludar.

El grupo llegó a Cochabamba el sábado 3 aproximadamente a las 17:30. Luis Nogales, que luego en los 90 fue conductor del programa radial Lo Mejor del Rock Latino, emitido por Diana D FM 102.3, recuerda cómo los músicos causaron desconcierto en el viejo aeropuerto. “Nosotros que los conocíamos bien teníamos en la cabeza la imagen de los Soda en Viña del Mar. Pero cuando bajaron del avión parecían otros, habían cambiado su aspecto y nos costó reconocerlos, salvo a Charly, pero pasó sin mirar a nadie”, relata.

Durante la conferencia de prensa de presentación del espectáculo, realizada el día de su llegada en el mismo hotel que los hospedó, Vladimir y Óscar, dos destacados periodistas deportivos que se dieron modos para acudir a la rueda de prensa, señalan que el baterista no parecía muy amable y fue el que menos contacto tuvo con la prensa local.

Justamente así lo recuerda la gente en los días posteriores al concierto. Y es que el grupo, o al menos parte de él, recorrió casi todas las calles del centro de la ciudad a pie. “Estábamos en la heladería Dumbo de la Heroínas y de pronto los vimos. Eran Gustavo y Zeta, sin Charly. Me acerqué para pedir un autógrafo y me pidieron que espere a que terminaran de comer para atenderme. Así lo hice, esperé y luego de saludarles Cerati me firmó un autógrafo”, cuenta Verónica Córdoba, que actualmente es una reconocida cineasta nacional, cuya ópera prima, Di Buen Día a Papá, inspirada en uno de los mitos que rodean la muerte del Che Guevara en Vallegrande, llegó a las salas cinematográficas cochabambinas casi dos décadas después de ese encuentro.

Un tema nuevo de un LP inédito


Sin pausa, sin un solo segundo de espacio entre tema y tema, tras la obertura “seductora” se coló una percusión amable, desconocida, pero agradable. La melodía se mantuvo en el aire por algunos segundos, y entonces Cerati, con la calidez de su singular voz, anunciaba algo que ni el más optimista esperaba: “Este es un tema nuevo, de un LP que todavía no ha salido. El tema se llama… ‘La Cúpula”, dijo casi gritando. De inmediato explotó su guitarra y estallaron más de 8 mil gargantas extasiadas, rindiéndose ante una de esas canciones que gustan a la primera. El gigante estaba estrenando un material que marcaría después la vida del grupo con una canción símbolo de una era posterior. Cerati estaba mostrando el futuro y el fin de una década con la ahora inconfundible intro de guitarra del primer corte de un disco que celebra estos días los 27 años los de su creación. Era la punta del iceberg que se vio luego, era el álbum Doble Vida (1988), que marcó para Soda Stereo el fin de su etapa ochentera, la conclusión de un estilo de música, el último suspiro de una década, de su forma de componer, el salto definitivo hacia la cima y, según los expertos, el epílogo del grupo tal y como se lo conocía hasta entonces, tanto musicalmente como en la relación entre sus miembros.

Doble Vida, calificado por muchos como “sobreproducido”, tuvo un éxito sin igual hasta entonces en el mercado latinoamericano. Ése fue uno de los objetivos de la banda: tomar de una vez por todas el continente y proyectarse hacia el norte. Para ello tomó varios de los recursos exitosos y reconocibles en Soda hasta entonces, y dio vida a nuevas formas aún encasilladas en los moldes de la época, pero ricas en verso y melodía. Una canción bailable, una fuerte, una balada, entre otras. Quizás fue esto lo que terminó cansando al propio Cerati, pues, pese a su consagración irreversible tras el exitoso lanzamiento, el LP se convirtió en la antesala de la primera ruptura “oficial” entre los tres músicos.

Esa ruptura se convirtió un año después, en 1989, en una nueva etapa para Cerati, una de introspección en la que, divorciado de su primera mujer, la bailarina Belén Edwards, tras un ritmo de vida vertiginoso entre giras y el desgaste en la relación con Charly y Zeta, decidió irse a vivir a la casa de su madre, Lillian Clarck, en Villa Ortúzar, Buenos Aires, para renacer sentimental y musicalmente junto a su nueva novia, una veinteañera llamada Paola Antonucci.

El periodista Juan Morris explica en un texto de la Rolling Stone argentina del mes pasado: “(Cerati) Necesitaba hibernar para cambiar de piel. Durante esos días, volvió al cuarto en el que había pasado la adolescencia: era una forma de buscar refugio, de apoyar la cabeza en la almohada donde todo había empezado y asimilar los últimos años de explosión continental… Allí todo permanecía intacto: el póster de The Police que Sting le había firmado estaba colgado en la puerta, el sticker de la Universidad Del Salvador donde había conocido a Zeta estudiando publicidad seguía pegado en el vidrio de la ventana, sus dibujos guardados en la mesa de luz al costado de la cama de una plaza”.

La revista Polo cita entonces a Cerati: “Volví para recuperar un poco de afecto y ordenarme un poco internamente… Me separé de mi mujer, me separé de la agencia, esta crisis, todo va modificando un poco… Y seguramente aflorará en algún momento”. El genio -de 30 años entonces- quizás no lo sabía, pero estaba comenzando a gestar el disco Canción Animal (1990) que saldría un año después y que el mismo Morris define como “el gran álbum clásico del rock latino”, aunque también lo califica como “el principio del fin del grupo, la obra maestra que alteró definitivamente la simetría dentro del trío y de la que Cerati emergió como uno de los grandes”.

Pasó el avión, ¿se habrán enterado?


En 1988, Cochabamba se despedía de una década memorable que había dado curso a emprendimientos que marcan aún hoy parte de su “desarrollo”. Comenzó la era del asfalto y el fin de la campiña estaba inevitablemente sellado.

El coliseo de la Coronilla, todavía sin cobertura, fue escenario del estreno del Doble Vida de Soda y de algunas frases de Cerati que se convirtieron en célebres. En pleno concierto, un avión del Lloyd Aéreo Boliviano -que también había trasladado a la banda- irrumpió con el típico rugir de las turbinas de un nostálgico 727, a pocos metros de altura por sobre el escenario antes de aterrizar en el antiguo aeropuerto Jorge Wilstermann, en un paso entonces obligado que atravesaba la ciudad y la colina de San Sebastián. Tras el estruendo, el músico soltó el inolvidable: “Pasó el avión, ¿se habrá enterado?”. Un nuevo rugido del público fue la respuesta y el mejor fin del instrumental intermedio de la recordada “Final Caja Negra” (Signos, 1986).

El coliseo de la Coronilla adoptó luego el nombre de José Casto Méndez en honor al Secre, gestor del techado del escenario y que a mediados de ese mismo año falleció súbitamente sin ver la conclusión de su obra, dejando huérfano al deporte cochabambino como institución y a cientos de alumnos de La Salle, cuya banda de guerra se distinguió de otras memorables de los 80 como la del Instituto Americano, la del Anglo o la del Don Bosco, por su interpretación marca registrada de “Jinetes en el Cielo”.

Unos meses antes, en mayo del mismo 88, el Papa Juan Pablo II había besado el suelo cochabambino y dejado en marcha otro ícono del city line de la Llajta: El Cristo de la Concordia, que fue concluido un lustro después. En ese memorable septiembre, una de sus gigantescas manos y parte de su cabeza eran motivo de atención y de múltiples fotografías en el ingreso del campo ferial de Alalay, cuando los empresarios locales aún tenían el coraje de organizar la Feria Internacional en esa época del año.

Septiembre es un mes que fue y siempre será especial para este valle, pero aquel quedará grabado en la retina de ese grupo de privilegiados del que alguno todavía guarda una cinta mal grabada de ese concierto, ese que pudo ver el paso de un gigante, uno que ahora está dormido, por Cochabamba.

El concierto cerró con una verdadera manifestación popular en demanda de una última canción coreada en su estribillo por varios minutos desde las graderías. “Prófugos” (Signos, 1986), esa canción grabada originalmente al igual que “Sobredosis de TV” del mismo álbum con coros de The Supremes, el grupo que acompañó por años a Diana Ross, llevó al clímax la noche, bajó el telón y Soda Stereo se despidió para siempre de este lugar.

joelverareyes@gmail.com

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