Lo que queda después de los muros
La entrada en la UE del bloque socialista fue un paso importante en la transición a la democracia, pero no el final del proceso
Guillermo Altares
Madrid, El País
Cruzar el telón de acero en tren era una experiencia inolvidable: los guardias de aspecto a la vez feroz y tintinesco, los registros en busca de divisas, los perros para localizar fugitivos. Rápidamente se entraba en otro mundo, marcado por el olor carbonita que delataba unas infraestructuras trasnochadas y contaminantes. La caída del Muro de Berlín, en noviembre de 1989, fue el principio de un largo proceso de transformación a la democracia de los antiguos países del bloque comunista. En mayo de 2004, diez Estados entraron en la UE, que pasó de 15 a 25 miembros. Todos, menos dos, eran del Este. Luego accedieron Rumanía, Bulgaria y Croacia.
El último muro político en desaparecer fue el que separaba Gorizia, una vieja ciudad austrohúngara que había caído del lado italiano tras la II Guerra Mundial, de Nova Gorizia, una ciudad gemela que ordenó construir Tito. Durante décadas, las familias permanecieron divididas y, aunque en 2004 Yugoslavia ni siquiera existía, la barrera seguía allí. Aquella primavera de la ampliación desató un optimismo generalizado, como si los problemas históricos de Europa formasen parte del pasado.
Pero la historia nunca es previsible y los muros dejan huellas mucho más profundas de lo que pueda parecer. La brecha que ha surgido durante la crisis de los refugiados por la resistencia de los antiguos países del bloque socialista a abrir sus puertas —actitud incomprensible porque los ciudadanos del Este vivían atrapados en sus fronteras y en la mayoría de los casos sólo podían viajar al Oeste escapándose, cruzando ilegalmente una frontera— refleja un problema profundo. El autoritarismo de la Hungría de Orban, las constantes crisis y la corrupción en Rumanía o Bulgaria, los problemas con las minorías en Eslovenia o los Bálticos forman parte del mismo mar de fondo.
Era políticamente imposible (y hubiese sido injusto) no ampliar Europa al Este; pero todos los que participaron en el proceso sabían que cerrar capítulos en las negociaciones y adaptar legislaciones era sólo el principio. A diferencia de España y Portugal no se trataba sólo de pasar de una dictadura a una democracia, sino de transformar un sistema económico y político que se caía a trozos en un país que funcionase. En la Rumanía de Ceaucescu no es que no hubiese propiedad privada, es que estaban prohibidas las bombillas de más de 40 watios. Un viejo chiste decía: "¿Qué hay más frío que el agua fría en Bucarest? El agua caliente". El optimismo estaba justificado, pero llegó pronto. Todavía quedan muchos capítulos por cerrar, aunque no estén en los tratados.
Guillermo Altares
Madrid, El País
Cruzar el telón de acero en tren era una experiencia inolvidable: los guardias de aspecto a la vez feroz y tintinesco, los registros en busca de divisas, los perros para localizar fugitivos. Rápidamente se entraba en otro mundo, marcado por el olor carbonita que delataba unas infraestructuras trasnochadas y contaminantes. La caída del Muro de Berlín, en noviembre de 1989, fue el principio de un largo proceso de transformación a la democracia de los antiguos países del bloque comunista. En mayo de 2004, diez Estados entraron en la UE, que pasó de 15 a 25 miembros. Todos, menos dos, eran del Este. Luego accedieron Rumanía, Bulgaria y Croacia.
El último muro político en desaparecer fue el que separaba Gorizia, una vieja ciudad austrohúngara que había caído del lado italiano tras la II Guerra Mundial, de Nova Gorizia, una ciudad gemela que ordenó construir Tito. Durante décadas, las familias permanecieron divididas y, aunque en 2004 Yugoslavia ni siquiera existía, la barrera seguía allí. Aquella primavera de la ampliación desató un optimismo generalizado, como si los problemas históricos de Europa formasen parte del pasado.
Pero la historia nunca es previsible y los muros dejan huellas mucho más profundas de lo que pueda parecer. La brecha que ha surgido durante la crisis de los refugiados por la resistencia de los antiguos países del bloque socialista a abrir sus puertas —actitud incomprensible porque los ciudadanos del Este vivían atrapados en sus fronteras y en la mayoría de los casos sólo podían viajar al Oeste escapándose, cruzando ilegalmente una frontera— refleja un problema profundo. El autoritarismo de la Hungría de Orban, las constantes crisis y la corrupción en Rumanía o Bulgaria, los problemas con las minorías en Eslovenia o los Bálticos forman parte del mismo mar de fondo.
Era políticamente imposible (y hubiese sido injusto) no ampliar Europa al Este; pero todos los que participaron en el proceso sabían que cerrar capítulos en las negociaciones y adaptar legislaciones era sólo el principio. A diferencia de España y Portugal no se trataba sólo de pasar de una dictadura a una democracia, sino de transformar un sistema económico y político que se caía a trozos en un país que funcionase. En la Rumanía de Ceaucescu no es que no hubiese propiedad privada, es que estaban prohibidas las bombillas de más de 40 watios. Un viejo chiste decía: "¿Qué hay más frío que el agua fría en Bucarest? El agua caliente". El optimismo estaba justificado, pero llegó pronto. Todavía quedan muchos capítulos por cerrar, aunque no estén en los tratados.